Viernes, 17
Para su penúltima sesión de la semana, Indiana se había preparado con un par de gotas de esencia de limón en las muñecas, que la ayudaba a enfocar la mente, y había encendido un palito de incienso ante la diosa Shakti pidiéndole paciencia. Era una de esas semanas en que Gary Brunswick necesitaba dos tratamientos y ella tenía que cambiar el horario de otros pacientes para acomodarlo en su agenda. En tiempos normales se reponía de una sesión difícil con dos o tres bombones de chocolate negro, pero desde que había terminado con Alan Keller éstos perdieron su efecto regenerativo y los inconvenientes de la vida, como Brunswick, la desarmaban. Necesitaba algo más fuerte que chocolate.
Brunswick no había acudido la primera vez a su consulta con intenciones veladas, como otros hombres que aparecían con el pretexto de males imaginarios a tentar suerte con ella. Indiana se había llevado chascos con algunos que se pavoneaban desnudos con la esperanza de impresionarla, hasta que aprendió a librarse de ellos, sin darles tiempo a convertirse en amenaza, pero en raras ocasiones tenía que pedirle ayuda a Matheus Pereira. El pintor había conectado un timbre debajo de la mesa de masaje para que ella lo llamara cuando no podía manejar la situación. Más de uno de aquellos atrevidos había regresado arrepentido a pedirle una segunda oportunidad, que ella se la negaba, porque para sanar debía concentrarse y cómo iba a hacerlo con una erección apuntándola bajo la sábana. Gary Brunswick no era de ésos, llegó remitido por Yumiko Sato, cuyas milagrosas agujas de acupuntura para combatir casi todos los males no habían logrado curarle los pertinaces dolores de cabeza, así que lo mandó donde su vecina de la oficina número 8.
Como nunca había visto a Indiana, Brunswick se sorprendió cuando ella le abrió la puerta y se encontró frente a una walkiria disfrazada de enfermera, muy distinta a la persona imaginada. Ni siquiera esperaba una mujer, creía que Indiana era nombre de hombre, como Indiana Jones, el héroe de las películas de su adolescencia. Antes de concluir la primera sesión estaba ahogado en un torrente de emociones nuevas difíciles de manejar. Se preciaba de ser un hombre frío, con control sobre sus acciones, pero la proximidad de Indiana, femenina, cálida y compasiva, el contacto de sus manos firmes y la mezcla sensual de aromas en el consultorio lo desarmaron y durante la hora que duró la sesión estuvo en el cielo. Por eso regresaba, como un suplicante, no tanto para curarse de sus migrañas, como para verla y volver a experimentar el éxtasis de la primera sesión, que nunca se había repetido con la misma intensidad. Cada vez necesita más, como un adicto.
Su timidez y torpeza le habían impedido expresarle a Indiana sus sentimientos con franqueza, pero sus insinuaciones iban aumentando peligrosamente en frecuencia. A otro hombre Indiana lo habría despachado sin contemplaciones, pero ése le parecía tan frágil, a pesar de sus botas de combate y su chaquetón de macho, que temía herirlo fatalmente. Se lo había comentado de pasada a Ryan Miller, quien había visto a Brunswick en un par de ocasiones. «¿Por qué no te deshaces de esa comadreja patética?», fue su respuesta. Precisamente por eso no podía hacerlo: porque era patético.
La sesión transcurrió mejor de lo esperado. Indiana lo notó nervioso al comienzo, pero se relajó cuando comenzó el masaje y se quedó dormido durante los veinte minutos dedicados al Reiki. Al concluir debió sacudirlo un poco para despabilarlo. Lo dejó solo para que se vistiera y lo esperó en la salita de recepción, donde ya se había consumido el incienso, pero persistía el olor a templo asiático. Abrió la puerta al pasillo para ventilar justamente en el momento en que llegaba Matheus Pereira a saludarla, salpicado de pintura y con una planta en un macetero, que le traía de regalo. Los días del pintor transcurrían entre largas siestas de marihuana y ataques de creatividad pictórica, que no afectaban a su capacidad de atención: nada se le escapaba del acontecer en North Beach y en especial de la Clínica Holística, que él consideraba su hogar. El acuerdo original con el dueño del inmueble consistía en mantenerlo informado del ir y venir de los inquilinos a cambio de una propina y vivir gratis en el ático, pero como rara vez sucedía algo digno de anotarse, su compromiso con el chino se había ido diluyendo. El hábito de recorrer los pisos, poner la correspondencia en los casilleros, atender quejas y oír confidencias se traducía en amistad con los ocupantes del edificio, su única familia, sobre todo con Indiana y Yumiko, quienes le aliviaban la ciática con masaje y acupuntura respectivamente.
Pereira notó que la floristería japonesa no había entregado el ikebana de los lunes y dedujo que algo había pasado entre Indiana y su amante. Lástima, pensó, Keller era un tipo culto que sabía de arte; cualquier día podía comprarle un cuadro, tal vez uno de los grandes, como el del matadero de reses, inspirado en los animales destripados de Soutine, su obra magna. Claro que, por otra parte, si Keller se había esfumado, él podía invitar a Indiana de vez en cuando a su ático, fumar un poco y hacer el amor livianamente, eso no pondría en peligro su creatividad, siempre que no se convirtiera en hábito. El amor platónico era un poco aburrido. Indiana agradeció la planta decorativa con un beso casto y lo despidió deprisa, porque su paciente, ya vestido, hizo su aparición.
***
Matheus Pereira desapareció por el pasillo, mientras Brunswick pagaba las dos sesiones de esa semana en efectivo, sin aceptar un recibo, como siempre hacía.
—Esa planta estaría mejor lejos de tu clientela, Indiana. Es marihuana. ¿Ese tipo trabaja aquí? Lo he visto varias veces.
—Es pintor y vive en la azotea. Los cuadros del hall son suyos.
—Me parecen espeluznantes, pero no soy un entendido. Mañana tendrán cinghiale en el Café Rossini… No sé… podríamos ir. Si quieres, claro —balbuceó Brunswick, con la vista en el suelo.
Ese plato no aparecía en el menú de la cafetería, se ofrecía sólo a los clientes habituales que estaban en posesión del secreto y el hecho de que Brunswick fuera uno de ellos probaba su tenacidad: había logrado en un plazo mínimo ser aceptado en North Beach. A otros les había llevado décadas. De vez en cuando el dueño del Café Rossini salía de caza por los alrededores de Monterrey y regresaba con el cadáver de un jabalí, que descuartizaba personalmente en su cocina, un proceso atroz, y preparaba, entre otras delicias, las mejores salchichas de la historia, el ingrediente fundamental de su cinghiale. Unas semanas antes Indiana había cometido el error de aceptar una invitación a comer de Brunswick y había pasado dos horas eternas luchando por mantenerse despierta, mientras él le daba una conferencia sobre formaciones geológicas y la falla de San Andrés. No pensaba repetir la experiencia.
—No gracias, Gary. Voy a pasar el fin de semana en familia, tenemos mucho que celebrar. A Amanda la han aceptado en el MIT, con una beca por la mitad de la matrícula.
—Tu hija debe de ser un genio.
—Sí, pero tú le ganaste una partida de ajedrez —comentó Indiana amablemente.
—Otras veces me ha ganado ella.
—¿Cómo? ¿Has vuelto a verla? —preguntó ella, alarmada.
—Hemos jugado en línea de vez en cuando. Me va a enseñar a jugar al go, es más difícil que el ajedrez. Es un juego chino que tiene más de dos mil años…
—Sé lo que es el go, Gary —lo interrumpió Indiana, sin disimular su disgusto; ese hombre se estaba convirtiendo en una peste.
—Pareces enojada, ¿pasa algo?
—No permito que mi hija tenga relación con mis pacientes, Gary. Te pido que por favor no sigas en contacto con ella.
—¿Por qué? ¡No soy un pervertido!
—Nunca he pensado eso, Gary —dijo Indiana, echando pie atrás, sorprendida de que ese tipo tan timorato fuera capaz de levantarle la voz.
—Comprendo que como madre debes proteger a tu hija, pero no tienes nada que temer de mí.
—Por supuesto, pero de todos modos…
—No puedo dejar de comunicarme con Amanda sin una explicación —la interrumpió Brunswick—. Al menos tengo que hablar con ella. Es más, si me lo permites, me gustaría tener una atención con ella. ¿No me dijiste que la niña quiere un gato?
—Eres muy gentil, Gary, pero Amanda ya tiene una gatita, se llama Salve-el-Atún. Se la dio una amiga mía, Carol Underwater, tal vez la has visto aquí.
—Entonces tendré que pensar en otro regalo para Amanda.
—No, Gary, de ninguna manera. Vamos a limitar nuestra relación a las cuatro paredes de este consultorio. No te ofendas, no es nada personal.
—No puede ser más personal, Indiana. ¿Acaso no sabes lo que siento por ti? —replicó Brunswick a borbotones, rojo de vergüenza y con expresión desolada.
—¡Pero si apenas nos conocemos, Gary!
—Si deseas saber más de mí, pregúntame, soy un libro abierto, Indiana. Soy soltero, sin hijos, ordenado, trabajador, buen ciudadano, una persona decente. Sería prematuro explicarte mi situación económica, pero puedo adelantarte que es muy buena. En esta crisis mucha gente ha perdido lo que tenía, pero yo me he mantenido a flote y hasta he ganado, porque conozco bien el mercado de valores. Llevo años invirtiendo y…
—Eso no tiene nada que ver conmigo, Gary.
—Sólo te pido que consideres lo que te he dicho, esperaré lo que sea, Indiana.
—Es mejor que desistas. Y también es mejor que busques a otra sanadora, yo no puedo seguir atendiéndote, no sólo por lo que acabamos de hablar, sino porque mis tratamientos han sido muy poco efectivos.
—¡No me hagas esto, Indiana! Sólo tú me puedes curar, gracias a ti estoy mucho mejor de salud. No volveré a molestarte con mis sentimientos, te lo prometo.
Tan desesperado parecía, que a ella le faltó valor para insistir en su decisión y, al verla vacilar, Brunswick aprovechó para despedirse hasta el martes siguiente, como si no hubiera registrado nada de lo dicho, y se fue deprisa.
***
Indiana cerró la puerta y echó la llave por dentro, sintiéndose manipulada como una novicia. Se lavó la cara y las manos para quitarse el enojo, pensando con nostalgia en el jacuzzi del hotel Fairmont. ¡Ah!, el agua perfumada, las grandes toallas de algodón, el vino frío, la comida deliciosa, las sabias caricias, el humor y el amor de Alan Keller. Una vez, después de ver Cleopatra en la televisión, tres horas de egipcios decadentes con los ojos pintados y romanos brutos con buenas piernas, ella comentó que lo mejor de la película había sido el baño de leche. Alan Keller saltó de la cama, se vistió, salió sin decir palabra y media hora más tarde, cuando ella estaba a punto de quedarse dormida, regresó con tres paquetes de leche en polvo, que disolvió en el agua caliente del jacuzzi para que ella se remojara como la faraona de Hollywood. El recuerdo la hizo reír y se preguntó, con una punzada de dolor en el centro del pecho, cómo haría para vivir sin ese hombre, que tanto placer le había dado y si llegaría a querer a Ryan Miller como había querido a Alan.
La atracción física que sentía por el ex soldado era tan fuerte que sólo podía compararla con la que le produjo Bob Martín en la escuela secundaria. Era como fiebre, un calor constante. Se preguntaba cómo había podido ignorar o resistir ese imperioso deseo sexual, que sin duda existía desde hacía tiempo, y la única respuesta posible era que el amor por Alan Keller había pesado más. Conocía su propio temperamento, sabía que no podía amar en serio a uno y acostarse a la ligera con otro, pero después de haber estado con Ryan en aquel hotelito azotado por la tormenta, comprendía mejor a quienes se abandonan a la locura del deseo.
En los doce días transcurridos desde entonces había estado con Ryan cada noche, menos el sábado y el domingo que pasó con Amanda, y en ese mismo momento, cuando aún no había atendido a su último paciente, esperaba ansiosamente abrazarlo en el loft, donde Atila, resignado, ya no manifestaba su descontento aullando. Pensaba con agrado en la espartana sencillez del lugar, las toallas ásperas, el frío que la obligaba a hacer el amor con suéter y calcetines de lana. Le gustaba la enorme presencia masculina de Ryan, la fortaleza que irradiaba, su actitud de guerrero heroico, que en sus brazos se tornaba en vulnerabilidad. En cierta forma también le gustaba su prisa de muchacho atolondrado, que atribuía al hecho de que Ryan no había tenido un amor significativo, nadie que se propusiera enseñarle a complacer a una mujer. Eso cambiaría cuando cediera la excitación del amor recién estrenado y tuvieran oportunidad de explorarse sin prisa, decidió. Ésa era una agradable perspectiva. Ryan era un hombre sorprendente, mucho más dulce y sentimental de lo que había imaginado, pero les faltaba historia juntos, todas las relaciones requieren historia, ya habría tiempo de conocerse mejor y de olvidar a Alan.
Puso orden en la pieza de los masajes, recogió la sábana y las toallas usadas y se preparó para la última sesión de la semana, el caniche, su cliente predilecto, el más cariñoso, un animalito color caramelo, viejo y patuleco, que se sometía a sus tratamientos con evidente agradecimiento. Como disponía de unos minutos, buscó el archivo de Brunswick, donde por desgracia no figuraba la hora del nacimiento, porque habría servido para una carta astral, y marcó el número de Celeste Roko para conseguir el nombre del tibetano que limpiaba el karma.