Jueves, 5

Amanda esperó que sus compañeras de pieza se cansaran de comentar el posible divorcio de Tom Cruise y se durmieran, y enseguida llamó a su abuelo.

—Son las dos de la mañana, Amanda. Me despertaste. ¿A qué horas duermes tú, chiquilla?

—Duermo en clase. ¿Me traes noticias?

—Fui a hablar con Henrietta Post —bostezó el abuelo.

—¿La vecina que encontró los cuerpos de los Constante? —preguntó la chica.

—La misma.

—¿Y qué estabas esperando para llamarme? —le reprochó su nieta.

—A que amaneciera.

—Han pasado varias semanas desde el asesinato. ¿No fue en noviembre?

—Sí, Amanda, pero no pude ir antes. No te preocupes, la mujer se acuerda de todo. El susto casi la despacha al otro mundo, pero no le impidió grabarse en la memoria hasta el último detalle de lo que vio ese día, el más espantoso de su vida, según me dijo.

—Cuéntame todo, Kabel.

—No puedo. Es muy tarde y tu mamá llegará en cualquier momento.

—Es jueves, mi mamá está con Keller.

—No siempre se queda toda la noche con él. Además, tengo que dormir. Pero te voy a mandar mis notas de la conversación con Henrietta Post y lo que le sonsaqué a tu papá.

—¿Lo tienes escrito?

—Algún día voy a escribir un libro —le explicó el esbirro—. Escribo lo que me parece interesante, nunca se sabe qué me puede servir en el futuro.

—Escribe tus memorias, todos los viejos lo hacen —le propuso la nieta.

—Sería un plomazo, a mí no me ha pasado nada digno de contarse, soy el viudo más aburrido del mundo.

—Cierto. Mándame las notas de los Constante. Buenas noches, esbirro. ¿Me quieres?

—No.

—Yo tampoco.

Minutos más tarde Amanda tenía en su correo el recuento de la visita de Blake Jackson al primer testigo del homicidio de los Constante.

El 11 de noviembre alrededor de las 10.15 de la mañana, Henrietta Post, que vive en la misma calle, estaba paseando a su perro cuando notó que la puerta de la casa de los Constante estaba abierta de par en par, algo inusual en ese barrio, donde han tenido problemas con pandillas y traficantes de drogas. Henrietta Post tocó el timbre para advertirles a los Constante, a quienes conoce bien, y como nadie acudió, entró llamándolos. Recorrió la sala, donde el televisor estaba encendido, el comedor y la cocina, luego subió la escalera con dificultad, porque tiene setenta y ocho años y sufre del corazón. Le inquietó el silencio de esa casa, que siempre está llena de vida; en más de una ocasión ella misma se había quejado por el bochinche.

No encontró a nadie en los dormitorios de los niños y avanzó por el corto pasillo hacia la habitación principal, llamando a los dueños de casa con el poco aliento que le quedaba. Golpeó tres veces la puerta antes de atreverse a abrirla y asomarse. Dice que la pieza estaba en penumbra, con las persianas y cortinas cerradas, fría y con el aire cargado, como si no se hubiese ventilado en varios días. Dio un par de pasos dentro del cuarto, ajustando la vista, y enseguida retrocedió murmurando disculpas, porque vio el bulto de la pareja en la cama matrimonial.

La vecina iba a retirarse discretamente, pero el instinto le advirtió que había algo anormal en la quietud de esa casa y en el hecho de que los Constante no respondieran a sus llamados y estuvieran durmiendo a media mañana en un día de semana. Volvió a entrar en la pieza, tanteando la pared en busca del interruptor y encendió la luz. Doris y Michael Constante estaban de espaldas, tapados hasta el cuello con el cobertor, rígidos y con los ojos abiertos. La mujer lanzó un grito ahogado, sintió una patada en el pecho y creyó que el corazón se le había reventado. No logró reaccionar hasta que oyó los ladridos de su perro, entonces deshizo el camino del pasillo, bajó la escalera a tropezones y avanzó sujetándose en los muebles hasta el teléfono de la cocina.

Llamó al 911 exactamente a las 10.29 de la mañana repitiendo varias veces que sus vecinos estaban muertos, hasta que la operadora la interrumpió para hacerle tres o cuatro preguntas pertinentes e indicarle que se quedara donde estaba y no tocara nada, que acudiría ayuda de inmediato. Siete minutos más tarde acudieron dos patrulleros, que se encontraban en el área, y poco después una ambulancia y refuerzos policiales. Los paramédicos no pudieron hacer nada por los Constante, pero se llevaron al hospital a Henrietta Post con taquicardia y la presión por las nubes.

El inspector jefe, Bob Martín, se presentó alrededor de las once, cuando ya habían acordonado la calle, acompañado por la médica forense, Ingrid Dunn y un fotógrafo del Departamento de Homicidios. Martín se colocó guantes de goma y subió con la médica a la habitación de los Constante. Su primera impresión al ver a la pareja en la cama fue que se trataba de un doble suicidio, pero debía esperar el veredicto de la doctora Dunn, quien observó meticulosamente las partes visibles de los Constante, sin moverlos. Martín dejó que el fotógrafo hiciera su trabajo, mientras llegaba el resto del equipo forense, luego la médica ordenó que subieran las camillas y se llevaran la pareja al depósito. La escena le pertenecía a la policía, pero los cuerpos eran suyos.

Doris y Michael, muy respetados en la comunidad, eran miembros activos de la Iglesia Metodista y en su casa se llevaban a cabo frecuentes reuniones de Alcohólicos Anónimos. Una semana antes de la noche fatal, Michael había celebrado entre amigos sus catorce años de sobriedad con una fiesta en su patio con hamburguesas y salchichas, regadas con ponche de fruta. Parece que hubo una pelea entre Michael y uno de los asistentes, pero nada serio.

Los Constante, que no tenían hijos, obtuvieron en 1991 una licencia como padres temporales para niños huérfanos o de alto riesgo, que los tribunales les asignaban. Había tres niños de diferentes edades viviendo con ellos, pero la noche del 10 de noviembre, cuando ocurrió el crimen, estaban solos, porque el Servicio de Protección de la Infancia se los había llevado a una excursión de cuatro días al lago Tahoe. La casa estaba desordenada, sucia, y la presencia de los niños era evidente a juzgar por las pilas de ropa por lavar, zapatos y juguetes tirados, camas sin hacer. En el refrigerador había pizzas y hamburguesas congeladas, bebidas gaseosas, leche, huevos y también una botella cerrada de un licor desconocido.

La autopsia reveló que Doris, de cuarenta y siete años, y Michael de cuarenta y ocho, murieron de una sobredosis de heroína inyectada en una vena del cuello y fueron marcados a fuego en las nalgas después de muertos.

El teléfono despertó de nuevo a Blake Jackson diez minutos más tarde.

—Esbirro, tengo una pregunta —dijo su nieta.

—¡Amanda, ya me tienes harto! ¡Renuncio a ser tu esbirro! —exclamó el abuelo.

Un silencio fúnebre siguió a esas palabras.

—¿Amanda? —inquirió el abuelo al cabo de unos segundos.

—¿Sí? —respondió ella con voz trémula.

—Estaba bromeando. ¿Cuál era tu pregunta?

—Explícame lo de las quemaduras en los traseros.

—Lo descubrieron en el depósito, cuando les quitaron la ropa —dijo el abuelo—. Olvidé mencionar en mis notas que en el baño se encontraron dos jeringas usadas con rastros de heroína y un pequeño soplete de butano, que seguramente fue empleado para las quemaduras, todo limpio de huellas dactilares.

—¿Se te olvidó mencionarlo, dices? ¡Eso es fundamental!

—Pensaba agregarlo, pero me distraje. Me parece que esos objetos fueron dejados a propósito, como una burla, nítidamente colocados sobre una bandeja y cubiertos con una servilleta blanca.

—Gracias, Kabel.

—Buenas noches, maestra.

—Buenas noches. Ya no te llamaré más. Que duermas bien.

***

Era una de esas noches con Alan Keller que Indiana anticipaba como una novia, aunque ya habían establecido una rutina con pocas sorpresas y hacían el amor al ritmo de una vieja pareja. Cuatro años juntos: ya eran una vieja pareja. Se conocían bien, se amaban sin prisa y se daban tiempo para reírse, comer y conversar. Según Keller, hacían el amor sin sobresaltos, como un par de bisabuelos; según Indiana, eran bisabuelos depravados. No tenían de qué quejarse, porque después de probar algunas maromas habituales en la industria de la pornografía, que lo dejaron a él con dolor de espalda y a ella de mal genio, y de explorar casi todo lo que una imaginación sana podía ofrecer sin incluir a terceras personas o animales, habían ido reduciendo el repertorio a cuatro opciones convencionales. Dentro de eso había algunas variantes, pero pocas, que llevaban a cabo en el hotel Fairmont una o dos veces por semana, según se lo exigiera el cuerpo.

Indiana le contó a Alan Keller, mientras esperaban las ostras y el salmón ahumado que habían pedido al servicio de habitaciones, la tragedia de Carol Underwater y los torpes comentarios de Danny D’Angelo. Keller lo conocía, porque a veces esperaba a Indiana en el Café Rossini, y porque el año anterior Danny había vomitado aparatosamente en su Lexus nuevo, cuando lo trasladaba —a pedido de Indiana— al servicio de emergencia del hospital. Tuvo que hacer lavar el coche varias veces para quitarle las manchas y disipar la fetidez.

En el desfile anual de los gay en junio, Danny anduvo perdido, no fue a trabajar y nadie supo de él hasta seis días más tarde, cuando una llamada anónima con acento hispano le comunicó a Indiana que su amigo se encontraba en pésimas condiciones, enfermo y solo en su pieza, y más valía que fuese a socorrerlo si no quería verlo muerto. Danny vivía en un mísero inmueble del Tenderloin, barrio bravo donde hasta la policía temía entrar de noche. Desde sus comienzos había atraído a vagabundos y delincuentes y se caracterizaba por el licor, las drogas, los burdeles y los clubes de mala reputación. Era el corazón del pecado, como lo llamaba Danny con cierta altivez, como si vivir allí mereciera una medalla al valor. El edificio, construido en los años cuarenta, estuvo destinado a marineros, pero con el paso del tiempo degeneró en refugio de desamparados, enfermos o adictos. En más de una ocasión Indiana había estado allí para llevarle comida y medicinas a su amigo, quien solía quedar como un guiñapo tras los excesos de alguna parranda insalubre.

Apenas recibió la llamada anónima, Indiana fue una vez más a socorrer a Danny. Subió los cinco pisos a pie por una escalera pintarrajeada con palabrotas y dibujos obscenos, pasando junto a varias puertas entreabiertas, covachas de ebrios devorados por la miseria, ancianos dementes y muchachos que se prostituían a cambio de drogas. La pieza de Danny, oscura y hedionda a vómito y pachuli ordinario, contaba con una cama en un rincón, un ropero, una tabla de planchar, un coqueto tocador con pollerín de raso, un espejo roto y una colección de potes de maquillaje. Había una docena de zapatos de tacos altos alineados y dos percheros, donde colgaban como pajarracos desmayados sus vestidos emplumados de cantante de cabaret. No entraba luz natural, porque la única ventana tenía veinte años de mugre pegada en los vidrios.

Indiana encontró a Danny tirado sobre la cama, a medio vestir con el disfraz de criada francesa que había lucido en el desfile gay, inmundo, ardiendo de fiebre y deshidratado, con una combinación de pulmonía y brutal intoxicación de alcohol y drogas. En el edificio había sólo un baño por planta, que usaban veinte inquilinos, y la debilidad del enfermo le impedía arrastrarse hasta allí. No respondió cuando Indiana trató de incorporarlo para darle agua y lavarlo, tarea imposible para ella sola. Por eso llamó a Alan Keller.

Muy a su pesar, Keller intuyó que Indiana lo había llamado como último recurso, porque su padre tenía el automóvil en reparación y seguramente Ryan Miller, ese hijo de puta, estaba de viaje. Le convenía el acuerdo tácito de limitar su relación con Indiana a encuentros placenteros, pero le ofendía comprobar que ella había organizado su existencia sin él. Indiana andaba siempre corta de dinero, aunque jamás lo mencionaba, pero si él pretendía auxiliarla, ella lo rechazaba en tono de broma; en cambio acudía a su padre y, aunque Keller no tenía pruebas, podía jurar que aceptaba de Ryan Miller lo que le rehusaba a él. «Soy tu amante, no tu mantenida», le contestaba Indiana cuando él le ofrecía pagar la renta del consultorio o la cuenta del dentista de Amanda. Para su cumpleaños quiso comprarle un escarabajo Volkswagen, amarillo patito o rojo barniz de uñas, que a ella le encantaban, pero Indiana se lo rechazó de plano con el pretexto ecológico de que le bastaban el transporte colectivo y la bicicleta. Tampoco permitió que le diera una tarjeta de crédito o le abriera una cuenta en el banco y no le gustaba que le comprara ropa, porque creía —y con razón— que él pretendía refinarla. A Indiana le parecía ridícula la costosa lencería de seda y encaje que él le daba, pero se la ponía para complacerlo, como parte de sus juegos eróticos. Keller sabía que apenas él se descuidaba, ella se la regalaba a Danny, quien posiblemente la apreciaba como era debido.

Keller admiraba la integridad de Indiana, pero le irritaba que no lo necesitara, se sentía empequeñecido y mezquino ante esa mujer más dispuesta a dar que a recibir. En los años que llevaban juntos, ella le había pedido ayuda en muy raras oportunidades, por eso respondió de inmediato cuando lo llamó desde la pieza de Danny D’Angelo.

***

El Tenderloin era territorio de pandillas filipinas, chinas y vietnamitas, de robos, asaltos y homicidios, donde Keller había estado muy rara vez, aunque quedaba en el centro de San Francisco, a pocas cuadras de los bancos, oficinas, corporaciones, tiendas y restaurantes de lujo que él frecuentaba. Su idea del Tenderloin era anticuada y romántica: 1920, salones de juego clandestino, campeonatos de boxeo y bares ilegales, burdeles, mala vida. Recordaba que fue el escenario de una de las novelas de Dashiell Hammett, tal vez El halcón maltés. No sabía que después de la guerra del Vietnam se llenó de refugiados asiáticos, por la renta barata y la proximidad de Chinatown, y que en los apartamentos hechos para un solo habitante vivían hasta diez personas. Al ver mendigos tirados por el suelo con sus sacos de dormir y carritos del mercado atiborrados de bultos, hombres de extraña catadura acechando en las esquinas y mujeres greñudas, sin dientes, hablando solas, comprendió que no convenía dejar el auto en la calle y buscó un estacionamiento de pago.

Le costó un poco encontrar el edificio de Danny, porque los números habían sido borrados por la intemperie y el desgaste, y no se atrevió a preguntar. Por fin dio con el lugar, que resultó ser más sucio y miserable de lo que esperaba. En su ascenso al quinto piso se topó con borrachos, vagabundos y tipos con pinta de delincuentes en los umbrales de sus guaridas o deambulando por los pasillos, y temió que lo asaltaran o que le cayera encima un piojo. Pasó entre ellos deprisa, sin mirarlos a la cara, venciendo el impulso de taparse la nariz, consciente de lo absurdos que resultaban sus zapatos italianos de gamuza y su chaqueta inglesa de gabardina en aquel ambiente. El trayecto hasta la pieza de Danny le pareció peligroso y, cuando llegó, la fetidez lo detuvo en seco en la puerta.

A la luz de la solitaria ampolleta que colgaba del techo vio a Indiana inclinada sobre la cama, lavándole la cara al otro con un trapo mojado. «Tenemos que llevarlo al hospital, Alan. Hay que ponerle camisa y pantalones», le ordenó. A Keller se le llenó la boca de saliva y lo sacudió una arcada, pero no era cosa de flaquear como un cobarde en ese momento. Evitando mancharse ayudó a Indiana a lavar a ese hombre delirante y vestirlo. Danny era delgado, pero en las condiciones en que se encontraba resultaba pesado como un cordero muerto. Entre los dos lo levantaron y lo llevaron medio en volandas y medio a la rastra por el largo pasillo y por la escalera, peldaño a peldaño, hasta la planta baja, ante las miradas burlonas de los inquilinos que encontraron al paso. En la puerta del inmueble sentaron a Danny en el pavimento, junto a unos cubos de basura, al cuidado de Indiana, mientras él corría un par de cuadras a buscar su coche. Cuando el enfermo vomitó un chorro de bilis en el asiento de su Lexus dorado, a Keller se le ocurrió que podrían haber llamado a una ambulancia, pero esa solución no se le pasó por la cabeza a Indiana, porque habría costado mil dólares y Danny carecía de seguro.

D’Angelo estuvo hospitalizado una semana, hasta que pudieron controlarle la pulmonía, la infección intestinal y la presión, y pasó otra semana en la casa del padre de Indiana, a quien le tocó el papel de renuente enfermero hasta que el otro pudo valerse solo y regresar a su cuchitril y su trabajo. Por entonces Blake Jackson lo conocía muy poco, pero aceptó ir a buscarlo al hospital cuando lo dieron de alta, porque su hija se lo pidió, y por la misma razón le dio hospedaje y lo cuidó.

***

Lo primero de Indiana Jackson que atrajo a Alan Keller fue su aspecto de sirena rozagante, luego se prendó de su carácter optimista; en resumen, le gustaba porque era lo opuesto de las mujeres flacas y ansiosas que normalmente frecuentaba. Jamás habría dicho que estaba enamorado, qué cursilería, no había necesidad de ponerle nombre a ese sentimiento. Le bastaba con disfrutar el tiempo que compartía con ella, siempre previamente acordado, nada de sorpresas. En las sesiones semanales con su psiquiatra, un judío proveniente de Nueva York practicante de budismo zen como casi todos los psiquiatras de California, Keller había descubierto que la quería mucho, lo cual no era poco decir, ya que se jactaba de estar a salvo de la pasión, que sólo apreciaba en la ópera, donde ese impulso torcía los destinos del tenor y la soprano. La hermosura de Indiana le provocaba un placer estético más persistente que el deseo carnal, su frescura lo conmovía y la admiración que ella le manifestaba se había convertido en una droga adictiva de la cual le sería difícil prescindir. Pero era consciente del abismo que los separaba: ella pertenecía a un medio inferior. Su cuerpo abundante y su abierta sensualidad, que tanto lo complacían en privado, lo sonrojaban en público. Indiana comía con gusto, untaba el pan en la salsa, se chupaba los dedos y repetía el postre, ante el asombro de Keller, acostumbrado a las mujeres de su clase, para quienes la anorexia era una virtud y la muerte resultaba preferible al horroroso flagelo de la obesidad. A los ricos se les ven los huesos. Indiana estaba lejos de ser gorda, pero las amistades de Keller no apreciarían su perturbadora belleza de lechera flamenca ni su simpleza, que a veces rayaba en la vulgaridad. Por eso evitaba llevarla donde pudieran encontrarse con alguien conocido y en las escasas oportunidades en que lo hacía, por ejemplo a un concierto o al teatro, le compraba ropa adecuada y le pedía que se peinara con moño. Indiana accedía con la actitud juguetona de quien se disfraza, pero al poco rato el discreto vestido negro empezaba a apretarle el cuerpo y mortificarle el ánimo.

Uno de los mejores regalos de Keller fue suscribirla a un arreglo floral por semana para su consultorio, un elegante ikebana de una floristería de Japantown, que entregaba puntualmente en la Clínica Holística un joven alérgico al polen, de guantes blancos y mascarilla de cirujano. Otro fino presente fue una cadena de oro con una manzana cubierta de pequeños diamantes para reemplazar el collar de perro que ella solía ponerse. Indiana esperaba impaciente el ikebana de los lunes, le deleitaba la frugal disposición de un tallo torcido, dos hojas y una flor solitaria, en cambio usó la manzana sólo un par de veces para complacer a Keller y luego la guardó en su estuche de terciopelo en el fondo de su cómoda, porque en la voluminosa geografía de su escote parecía un bicho perdido. Además, había visto un documental sobre los diamantes de sangre en las terribles minas de África. Al principio Keller pretendió renovarle todo el vestuario, cultivarle un estilo aceptable y enseñarle modales, pero Indiana se le encabritó con el argumento irrefutable de que cambiar para complacer a un hombre era mucho trabajo; sería más práctico que él buscara una mujer a su gusto.

Con su vasta cultura y su aspecto de aristócrata inglés, Alan Keller era una carta de triunfo en sociedad, el soltero más deseable de San Francisco, como lo catalogaban sus amigas, porque además de encanto, se le atribuía fortuna. El monto de sus haberes era un misterio, pero vivía muy bien, aunque sin excesos, invitaba poco y usaba la misma ropa gastada por años, nada de andar a la moda o con la marca del diseñador a la vista, como los nuevos ricos. El dinero lo aburría, porque siempre lo había tenido, y ocupaba su posición social por inercia, gracias al respaldo de su familia, sin inquietarse por el futuro. Carecía de la rudeza empresarial de su abuelo, quien hizo una fortuna en tiempos de la prohibición de alcohol, de la flexibilidad moral de su padre, que la aumentó con negocios turbios en Asia, o de la codicia visionaria de sus hermanos, que la mantenían especulando en la Bolsa.

***

En la suite del hotel Fairmont, con cortinas de satén color barquillo, muebles clásicos de patas torneadas, lámparas de cristal y elegantes grabados franceses en las paredes, Alan Keller recordó el desagradable episodio con Danny D’Angelo, que corroboraba una vez más su convicción de que le sería imposible convivir con Indiana. Le faltaba tolerancia para gente de carácter desordenado, como D’Angelo, para la fealdad y la pobreza, también para la bondad indiscriminada de Indiana, que vista desde cierta distancia parecía una virtud, pero si a uno le tocaba de cerca era un incordio. Esa noche Keller estaba sentado en un sillón, todavía vestido, con una copa de vino blanco en la mano, el sauvignon blanc que producía en su viña sólo para él, sus amigos y tres restaurantes caros en San Francisco, esperando que llegara la comida, mientras Indiana se remojaba en el jacuzzi.

Desde su sillón podía observarla desnuda en el agua, con su mata indómita de crespos rubios sujeta con un lápiz en lo alto de la cabeza y algunos mechones enmarcándole la cara, la piel enrojecida, las mejillas arreboladas, los ojos brillantes de gusto, con la expresión encantada de una niña en un carrusel. Lo primero que ella hacía cuando se daban cita en el hotel era preparar el jacuzzi, que a su parecer era la culminación de la decadencia y el lujo. Él no la acompañaba en el agua, porque el calor le subía la presión —tenía que cuidarse de un infarto— y prefería observarla desde la comodidad del sillón. Indiana le estaba contando algo de Danny D’Angelo y una tal Carol, una mujer con cáncer que había aparecido en el panorama de sus extrañas amistades, pero el ruido de los remolinos de agua le impedía oírla bien. El tema no le interesaba en absoluto, sólo deseaba admirarla reflejada en el gran espejo biselado detrás de la bañera, anticipando el momento en que llegarían las ostras y el salmón, descorcharía una segunda botella de su sauvignon blanc y ella saldría del agua, como Venus del mar. Entonces él la arroparía con una toalla, envolviéndola en sus brazos, y besaría esa piel joven, húmeda, acalorada; después iniciarían los juegos del amor, esa lenta danza conocida. Eso era lo mejor de la vida: la anticipación del placer.