Domingo, 5
Ryan Miller fue a buscar a Indiana a su casa en Potrero Hill a las nueve de la mañana como habían acordado, sin hacer caso del desalentador pronóstico meteorológico de la televisión, con el plan optimista de llevar las bicicletas y pasar el día paseando por los bosques y cerros del oeste de Marin. El agua de la bahía estaba encrespada, el cielo color plomo y soplaba un viento helado capaz de desanimar a cualquiera menos testarudo y enamorado que Miller. Se disponía a conquistar a Indiana con la fiera determinación que antes le servía en la guerra, pero tenía que avanzar de a poco. No era cosa de lanzarse al ataque, porque podía asustarla e incluso perder la extraordinaria amistad que habían forjado. Debía darle tiempo para reponerse de Keller, aunque no pensaba darle mucho, porque ya había sido muy considerado y, tal como decía Pedro Alarcón, podía aparecer otro más listo y se la arrebataba. Mejor ni contemplar esa posibilidad, porque tendría que matarlo, pensaba con cierta euforia, lamentando que las reglas del combate no fuesen aplicables en esa circunstancia. ¡Cuánto más fácil sería dar cuenta del rival sin ceremonia! Sentía que había estado presente en la vida de Indiana durante una eternidad, aunque eran sólo tres años, y que la conocía mejor que a sí mismo. Ahora se le presentaba una oportunidad, pero ella no estaba lista para un nuevo amor, parecía deprimida. Seguía trabajando como siempre, pero incluso él, que se consideraba el menos perceptivo de sus pacientes, incapaz de apreciar las sutilezas del Reiki o los imanes, se daba cuenta de que le faltaba la energía de antes.
Indiana lo aguardaba con café recién hecho, que bebieron de pie en la cocina. Tenía pocos deseos de salir bajo amenaza de tormenta, pero le dio lástima defraudar a Miller, que llevaba hablando de esa excursión toda la semana, y a Atila, instalado junto a la puerta en actitud expectante. Enjuagó las tazas, le dejó una nota a su padre, avisándole que volvería por la tarde y quería ver a Amanda antes de que se la llevara al internado, se puso un chaquetón y ayudó a Miller a colocar su bicicleta en la camioneta. Después se instaló en la cabina entre él y Atila, que jamás cedía su puesto junto a la ventanilla.
El viento silbaba entre los cables del puente, sacudiendo a los escasos vehículos que circulaban a esa hora. No se veían los veleros habituales del domingo ni a los turistas llegados de lejos para cruzar a pie el puente del Golden Gate. La esperanza de que al otro lado estuviera despejado, como solía ocurrir, se esfumó rápidamente, pero Miller no hizo caso de la sugerencia de Indiana de postergar el paseo, siguió por la autopista 101 hasta la avenida Sir Francis Drake y por allí hacia el parque estatal Samuel P. Taylor, donde se habían conocido.
En esos cuarenta y tantos minutos la tempestad se desató con implacable furia, los nubarrones oscuros se cargaron de electricidad y a la luz blanca de los relámpagos los árboles doblados por el viento parecían espectros. Dos veces tuvieron que detenerse, porque la catarata de lluvia impedía ver más allá del parabrisas, pero apenas amainaba un poco, Miller seguía adelante, sorteando curvas resbaladizas y ramas arrancadas de cuajo, con riesgo de estrellarse o perecer achicharrados por un relámpago. Por fin, derrotado por la naturaleza, detuvo el motor en un costado del camino, escondió la cara entre los brazos cruzados sobre el volante y maldijo su suerte en lenguaje de soldado, mientras Atila observaba el desastre desde su cojín rosado con tal expresión de desamparo, que a Indiana le dio risa. Pronto Miller se contagió y empezaron a reírse y reírse de la grotesca situación, cada vez más descontrolados, hasta que les corrían lágrimas por la cara, ante el desconcierto del perro, que no veía la gracia de estar atrapado en el vehículo en vez de corretear en el bosque.
Después, cuando cada uno se quedó a solas con el recuerdo del amor recién vivido, no sabría a qué atribuirlo, si al rugido de la tormenta sacudiendo el mundo, al alivio de la risa compartida o a la proximidad en la cabina de la camioneta, o si fue inevitable porque los dos estaban listos. El gesto fue simultáneo, se miraron, descubriéndose, sin subterfugios, como nunca lo habían hecho antes, y ella vio el amor en los ojos de él, un sentimiento tan sincero que le despertó el deseo reprimido y sublimado desde hacía años.
Indiana conocía a ese hombre mejor que nadie, el ancho y el largo de su cuerpo desde la cabeza hasta su único pie, la piel rojiza y brillante del muñón, los muslos firmes marcados de cicatrices, la cintura poco flexible, la línea de la columna, vértebra a vértebra, los músculos formidables de la espalda, el pecho y los brazos, las manos elegantes, dedo a dedo, el cuello duro como madera, la nuca siempre tensa, las orejas sensibles que ella no tocaba en el masaje para evitarle el bochorno de una erección; distinguía a ciegas su olor a jabón y sudor, la textura de su pelo cortado al rape, la vibración de su voz; le gustaban sus gestos particulares, la forma de conducir con una sola mano, de jugar con Atila como un muchacho, de usar los cubiertos en la mesa, de quitarse la camiseta, de ajustarse la prótesis; sabía que lloraba en el cine con las películas sentimentales, que su helado favorito era el de pistacho, que si estaba con ella nunca miraba a otras mujeres, que echaba de menos su vida de soldado, tenía el alma dolida y nunca, nunca se quejaba. En innumerables sesiones curativas había recorrido palmo a palmo ese cuerpo de hombre, más joven en apariencia de lo habitual a sus cuarenta años, admirando su ruda virilidad y su fuerza contenida, que a veces, distraídamente, comparaba con Alan Keller. Su amante, delgado y guapo, con su refinamiento, sensibilidad e ironía, era lo opuesto de Ryan Miller. Pero en ese momento, en la cabina de la camioneta, Keller no existía, no había existido jamás, lo único real para Indiana era su deseo vehemente por ese hombre que de pronto era un desconocido.
En esa larga mirada se dijeron todo lo que había por decir. Rodeándola con un brazo, Miller la atrajo, ella levantó la cara y se besaron sin vacilar, como si no fuera la primera vez, con una pasión que a él lo sacudía desde hacía tres años y ella no pensaba volver a sentir, porque se había acomodado en el amor maduro de Alan Keller. En los prolongados juegos eróticos con su antiguo amante, quien suplía con drogas, adminículos y destreza lo que le faltaba en vigor, ella obtenía placer y se divertía, pero no experimentaba la caliente urgencia con que en ese momento se aferraba a Ryan Miller, sujetándolo a dos manos, besándolo hasta perder el aliento, sorprendida de la suavidad de sus labios y el sabor de su saliva y la intimidad de su lengua, apurada, tratando de quitarse el chaquetón, el chaleco, la blusa, sin desprenderse del beso, y montársele encima en la estrechez de la cabina, con el volante de por medio. Tal vez lo habría conseguido si Atila no los hubiera interrumpido con un largo aullido de perro escandalizado. Lo habían olvidado por completo. Eso les trajo un soplo de cordura y pudieron separarse por unos instantes para decidir qué hacer con ese renuente testigo, y como no podían echarlo afuera en la tormenta, optaron por la solución más lógica: buscar un hotel.
Mientras Miller manejaba a ciegas en la lluvia a velocidad imprudente, Indiana lo acariciaba y le daba besos adonde le cayeran, bajo la mirada ofendida de Atila. Las primeras luces que divisaron correspondían al mismo pretencioso hotelito donde habían ido otros domingos a desayunar las mejores tostadas francesas con crema fresca de la región. No esperaban clientes en ese clima, pero les facilitaron la mejor habitación, un delirio de papel mural floreado, muebles de patas torneadas y cortinas con flecos, con una cama ancha de buena factura, capaz de resistir los embates del amor. Atila debió esperar varias horas en la camioneta, hasta que Miller se acordó de su existencia.