Sábado, 18

Pedro Alarcón y Ryan Miller con Atila pegado a los talones, tocaron puntualmente el timbre de Indiana a las ocho y media de la noche del sábado, seguidos a pocos pasos por Matheus Pereira, Yumiko Sato y su compañera de vida, Nana Sasaki. Indiana, quien los había reclutado a pedido de Danny D’Angelo, los recibió con un sobrio vestido negro de seda y tacones altos, obsequios de Alan Keller en la época en que intentaba convertirla en una dama, que provocaron silbidos admirativos de los hombres. Nunca la habían visto tan elegante y vestida de ese color; ella creía que el negro atraía energía negativa y lo usaba con cautela. Atila olfateó con deleite la mezcla de aceites esenciales que impregnaba el apartamento. El perro detestaba los aromas sintéticos, pero se rendía ante los naturales, eso explicaba su debilidad por Indiana, a quien distinguía entre los seres humanos. Miller atrapó a Indiana y la besó de lleno en la boca, mientras el resto de los invitados fingía no darse cuenta. Después la anfitriona abrió una botella de Primus, delicada mezcla de carmenere y cabernet, también regalo de Keller, ya que ella no podía permitirse una botella de vino que costaba más que su abrigo de invierno, y a Miller le sirvió su gaseosa favorita. Antes, el navy seal se jactaba de ser connaisseur de vinos, y después, cuando dejó de beber, se convirtió en catador de Coca-Cola, que prefería en botella pequeña —jamás en lata— importada de México, porque contenía más azúcar, y sin hielo.

El día anterior Danny había invitado a Indiana a su espectáculo del sábado. Se trataba de una ocasión especial, porque estaba de cumpleaños y la dueña del local, como homenaje a sus años sobre el escenario, le había asignado un papel principal, que él había preparado cuidadosamente. «¿De qué me sirve ser la estrella del show si a nadie le importa? Ven a verme, Indi, y trae a tus amigos para que me aplaudan». Como Danny le había avisado con poca anticipación, a ella le faltó tiempo para arrear con una multitud, como hubiera deseado, y debió conformarse con esos cinco amigos fieles. Todos se vistieron para la ocasión, incluso Matheus, que llevaba sus eternos vaqueros manchados de pintura, pero se había puesto una camisa a rayas almidonada y un pañuelo al cuello. En North Beach había consenso general en que el pintor brasileño era el hombre más guapo del vecindario y él lo sabía. Muy alto y delgado, con un rostro marcado de arrugas profundas, como talladas a cincel, ojos verde-amarillos de felino, labios sensuales y pelo trenzado en rastas de africano. Llamaba tanto la atención que a menudo las turistas lo detenían en la calle para fotografiarse con él, como si fuera una atracción local.

Yumiko y Nana se habían conocido en la infancia en la prefectura de Iwate, en Japón, habían emigrado al mismo tiempo a Estados Unidos, vivían y trabajaban juntas y habían optado por vestirse igual. Esa noche llevaban su uniforme de salir: pantalón y chaqueta negros, blusa de seda blanca estilo Mao. Se habían casado el 16 de junio de 2008, el mismo día que se legalizó el matrimonio de parejas del mismo sexo en California, y esa noche celebraron la boda en la galería Oruga Peluda con sushi, sake y la asistencia de todos los médicos del alma de la Clínica Holística.

Matheus ayudó a Indiana a servir la cena, que consistió en varias delicias de un restaurante tailandés, en platos de cartón y con palillos. Los amigos se instalaron a comer en el suelo, porque la mesa servía de laboratorio para la aromaterapia. La conversación derivó, como todas las conversaciones de esos días, hacia la posibilidad de que Obama perdiera la elección presidencial y la película Midnight in Paris ganara el Oscar. Apuraron la botella de vino y de postre hubo helados de té verde que trajo la pareja japonesa, luego se distribuyeron en el auto de Yumiko y la camioneta de Miller, con Atila en el asiento delantero, que nadie se atrevió a usurparle.

Se dirigieron a la calle Castro y estacionaron, dejando al perro en el vehículo dispuesto a esperar horas con paciencia budista, y caminaron dos cuadras hasta el Narciso Club. A esa hora el barrio se animaba con gente joven, algunos turistas noctámbulos y homosexuales, que llenaban los bares y teatros frívolos. Por fuera, el local donde actuaba Danny era una puerta con el nombre en luces azules, que habría pasado inadvertida si no hubiera una cola para entrar y grupos de gays fumando y charlando. Alarcón y Miller aventuraron un par de comentarios jocosos sobre la naturaleza del club, pero siguieron mansamente a Indiana, quien saludó al bravucón a cargo de la puerta y presentó a sus acompañantes como invitados especiales de Danny D’Angelo. Por dentro el establecimiento era más amplio de lo que cabía suponer, sofocante, atiborrado de clientes, casi todos hombres. En los rincones más oscuros se distinguían figuras abrazadas o bailando lento, absortas en lo suyo, pero el resto del público se entremezclaba, hablando a gritos para hacerse oír, o se apiñaba en torno a la barra, donde consumían alcohol y tacos mexicanos.

En la pista de baile, que también servía de escenario, bajo luces parpadeantes se meneaban al ritmo estridente de la música cuatro coristas en biquini, coronadas de plumas blancas. Parecían cuatrillizas, todas de la misma altura, con pelucas, bisutería y maquillaje idénticos, las piernas bien torneadas, las nalgas firmes, los brazos cubiertos de largos guantes de satén y los senos desbordando sostenes bordados de pedrería. Sólo examinándolas de cerca y a la luz del día se habría podido descubrir que no eran mujeres.

Los amigos de Danny se abrieron paso a codazos entre la bullanguera concurrencia y un empleado los condujo junto al escenario a una mesa reservada para Indiana. Alarcón, Yumiko y Nana fueron a la barra a buscar tragos y una gaseosa para Miller, quien todavía no se daba cuenta de que el pintor y él llamaban la atención, creía que los parroquianos miraban a Indiana.

Poco después las coristas emplumadas dieron por concluida su coreografía, se apagaron las luces y el club se sumió en total oscuridad, que fue acogida con chirigotas y chiflidos. Así pasó un minuto completo, interminable, y entonces, cuando se hubieron callado los bromistas, la voz cristalina de Whitney Houston llenó el local con un largo quejido de amor, estremeciendo el alma de cada uno de los asistentes. El rayo amarillo de un foco alumbró el centro del escenario, donde el fantasma de la cantante, muerta siete días antes, aguardaba de pie, la cabeza gacha, el micrófono en una mano y la otra sobre el corazón, el cabello corto, los párpados cerrados, con un vestido largo que resaltaba los senos y la espalda descubierta. La aparición dejó al público sin aliento, paralizado. Lentamente, Houston levantó la cabeza, se llevó el micrófono a la cara y del fondo de la tierra se elevó la primera frase de I will always love you. El público reaccionó con una ovación espontánea, seguida de reverente silencio, mientras la voz cantaba su despedida, un torrente de caricias, promesas y lamentos. Era ella, con su rostro inconfundible y sus manos expresivas, con sus gestos, su intensidad y su donaire. Cinco minutos más tarde las últimas notas de la canción quedaron vibrando en el aire en medio de un atronador aplauso. La ilusión resultó tan perfecta, que a Indiana y sus acompañantes no se les ocurrió que esa célebre mujer, resucitada y redimida por encantamiento, pudiera ser Danny D’Angelo, el esmirriado mozo del Café Rossini, hasta que se encendieron las luces del club y Whitney Houston hizo una reverencia y se quitó la peluca.

***

Ryan Miller había asistido a clubes como el Narciso Club en otros países con sus camaradas de armas, que disimulaban con bromas groseras la excitación que el espectáculo gay les producía. Le divertían los travestis, que consideraba criaturas exóticas e inocuas, como de otra especie. Se definía como hombre de criterio amplio, que había visto mundo y a quien nada podía escandalizar, tolerante con las preferencias sexuales ajenas siempre que no involucraran niños ni animales, como decía. No aprobaba la presencia de gays en las Fuerzas Armadas, porque temía que fuesen elementos de distracción y se prestaran a conflicto, como las mujeres. No es que dudara de su valor, aclaraba, pero en el combate se prueban la hombría y la lealtad, la guerra se hace con testosterona; cada soldado depende de sus compañeros y él no estaría tranquilo si su vida estuviera en manos de un homosexual o de una mujer. Esa noche en el Narciso Club, sin el respaldo de otros navy seals, su tolerancia fue puesta a prueba.

El ambiente cerrado, la sexualidad y seducción en el aire, el roce de los hombres apretujados a su alrededor, el olor a sudor, alcohol y loción de afeitar, todo le crispó los nervios. Se preguntó cómo reaccionaría su padre en esas circunstancias y, tal como ocurría cada vez que lo invocaba con el pensamiento, lo vio de pie a su lado, con el uniforme impecable, sus condecoraciones en el pecho, rígido, la mandíbula tensa, el ceño fruncido, desaprobando lo que él era y todo lo que él hacía. «¿Por qué un hijo mío se encuentra en este lugar asqueroso, entre estos maricones sinvergüenzas?», masculló su padre con esa manera de hablar que había tenido en vida, sin mover los labios, mordiendo las consonantes.

No pudo apreciar la actuación de Danny D’Angelo, porque para entonces se había dado cuenta de que las miradas cargadas de intención no iban dirigidas a Indiana, sino a él; se sentía violado por esa palpitante energía masculina, fascinante, peligrosa y tentadora, que le repugnaba y lo atraía. Sin pensar en lo que hacía echó mano del vaso de whisky de Pedro Alarcón y se empinó el contenido de tres largos tragos. El licor, que no había probado en varios años, le quemó la garganta y se extendió por sus venas hasta el último filamento, inundándolo con una ola de calor y energía que le borró pensamientos, recuerdos y dudas. No hay nada como este líquido mágico, decidió, nada como este oro derretido, ardiente, delicioso, esta agua de los dioses que te electriza, te fortalece, te inflama, nada como este whisky que no sé por qué ni cómo he evitado, qué imbécil he sido. Su padre retrocedió un par de pasos y la multitud se lo tragó. Miller se volvió hacia Indiana y se inclinó buscando su boca, pero el gesto murió en el aire y en vez de besarla le arrebató el vaso de cerveza sin que ella, hipnotizada por Whitney Houston, lo notara.

Miller no supo en qué momento se levantó de la mesa y se abrió paso a empujones furiosos hasta la barra, no supo cómo terminó el espectáculo ni cuántos tragos se tomó antes de perder por completo el control; no supo de dónde surgió la furia que lo cegó con un resplandor incandescente cuando un hombre joven le puso un brazo en los hombros y le sopló algo al oído, tocándolo con los labios; no supo en qué momento exacto se borraron los contornos de la realidad y sintió que se hinchaba, no le cabía el cuerpo en la piel, iba a reventar; no supo cómo comenzó la trifulca, contra cuántos arremetió a puñetazos sistemáticos, ni por qué gritaban Indiana y Alarcón, ni cómo se encontró esposado en un coche patrullero con la camisa ensangrentada y los nudillos machucados.

***

Pedro Alarcón recogió la chaqueta de Miller del suelo, sacó las llaves de la camioneta y siguió al carro en que se llevaron a su amigo hasta el cuartel de policía. Estacionó cerca y se presentó en el recinto, donde debió esperar hora y media antes de que un oficial lo atendiera. Le explicó lo sucedido, atenuando la participación de Miller, mientras el uniformado lo oía distraído, con la vista en su computadora.

—El lunes el detenido podrá alegar su caso ante un juez, entretanto aquí tiene una celda para reponerse de la intoxicación y tranquilizarse —dijo el policía en tono amable.

Alarcón le informó que Ryan Miller no estaba ebrio, sino medicado, porque había sufrido trauma cerebral en la guerra de Irak, donde también perdió una pierna, y sufría esporádicos episodios de conducta errática, pero no era peligroso.

—¿Que no es peligroso? Explíqueles eso a las tres personas que mandó a Emergencias.

—Es la primera vez que ocurre un incidente como el del Narciso Club, oficial. A mi amigo lo provocaron.

—¿En qué forma?

—Un hombre trató de manosearlo.

—¡No me diga! ¿En ese club? ¡Las cosas que a uno le toca oír! —se burló el policía.

Entonces Pedro Alarcón usó la carta reservada para última instancia y le anunció que Ryan Miller trabajaba para el gobierno y estaba en una misión confidencial; si el oficial dudaba de su palabra, podía revisar la billetera del detenido donde encontraría la identificación necesaria y si eso resultaba insuficiente, él le facilitaría una clave para comunicarse directamente con la oficina de la CIA en Washington. «Comprenderá que no nos conviene un escándalo», concluyó. El policía, que había cerrado la computadora y lo escuchaba con expresión escéptica, lo mandó de vuelta a su silla con instrucciones de esperar.

Pasó otra hora antes de que pudieran corroborar con Washington la información de Alarcón y otra más antes de que soltaran a Miller, después de hacerle firmar una declaración. En ese largo rato se le había despejado un poco la borrachera, pero todavía se tambaleaba. Salieron del cuartel cerca de las cinco de la madrugada, Alarcón desesperado por prepararse el primer mate del día, Miller con un dolor de cabeza monumental, y el desafortunado Atila, que había pasado la noche en la camioneta, ansioso por parar la pata en cualquier árbol disponible.

—Te felicito, Miller, le arruinaste su espectáculo a Whitney Houston —comentó Pedro Alarcón en el loft, mientras ayudaba a su amigo a quitarse la ropa, después de darle a Atila ocasión de orinar y tomar agua.

—Me va a reventar el cerebro —murmuró Miller.

—Muy merecido. Voy a preparar café.

Sentado al borde de su cama, con la cara entre las manos y el hocico de Atila pegado a su rodilla, Miller trató en vano de reconstruir los acontecimientos de la noche, agobiado por una vergüenza infinita, con la cabeza llena de arena, la boca partida, las manos y los párpados hinchados, y las costillas tan machucadas que le costaba respirar. Ésa había sido su única recaída; alcanzó a pasar tres años y un mes de total abstinencia, limpio de alcohol y drogas, salvo un pito de marihuana de vez en cuando. Lo hizo a lo macho, sin ayuda psiquiátrica a que tenía derecho como veterano, sólo con antidepresivos; si en la guerra era capaz de soportar más esfuerzo y dolor que cualquier mortal, porque para eso lo entrenaron, ¿cómo iba a vencerlo un vaso de cerveza? No comprendía qué le había pasado ni en qué momento bebió el primer trago y comenzó a resbalar hacia el abismo.

—Tengo que llamar a Indiana. Pásame el teléfono —le dijo a Alarcón.

—Son las cinco y cuarto del domingo. No es hora de llamar a nadie. Tómate esto y descansa, voy a pasear a Atila —respondió Alarcón.

Ryan Miller tragó a duras penas el café retinto con un par de aspirinas y corrió a vomitar al excusado, mientras su amigo procuraba en vano convencer a Atila de que se dejara poner el bozal y la correa. El animal no tenía intención de abandonar a Miller en tan mal estado y gemía sentado frente a la puerta del baño, con su única oreja parada y su único ojo alerta, aguardando instrucciones de su compañero de infortunio. Miller sumergió varios minutos la cabeza en el chorro de agua fría de la ducha, luego salió del baño en shorts, mojado, saltando con su única pierna y le dio permiso al perro para salir con Alarcón. Enseguida se dejó caer de bruces en la cama.

En la calle, el móvil de Alarcón repicó con un estrépito de instrumentos de viento: los acordes marciales del himno nacional del Uruguay. Luchando con los tirones del perro, rescató el teléfono del fondo de un bolsillo y oyó la voz de Indiana preguntando por Ryan. Lo último que ella supo de él fue que dos fornidos oficiales de policía lo llevaban a la rastra a un coche patrullero, mientras otros dos, ayudados por el gorila que vigilaba la puerta, procuraban restablecer orden en el club, donde algunos parroquianos, entusiasmados y bebidos, continuaban dándose golpes entre el griterío de las estrellas del espectáculo, que todavía vestían plumas. Danny D’Angelo, parapetado detrás de la barra, observaba el desastre con una media de nailon en la cabeza, la peluca de Whitney Houston en la mano y la pintura de los ojos chorreada de llanto. En su estilo lacónico, Alarcón puso al día a Indiana. «Voy para allá. ¿Puedes pagarme el taxi?», le pidió ella.

Treinta y cinco minutos más tarde Indiana se presentó en el loft con sus botas de reptil, un impermeable encima del vestido negro que llevaba en la noche y un ojo en tinta. Besó al uruguayo y al perro y se acercó a la cama de sus amores, donde Miller roncaba tapado con la frazada que Pedro le había tirado encima. Indiana lo sacudió hasta que sacó la cabeza de su refugio bajo la almohada y se incorporó a medias, tratando de enfocar la vista.

—¿Qué te pasó en el ojo? —le preguntó a Indiana.

—Traté de sujetarte y me cayó un tortazo.

—¿Yo te pegué? —exclamó Miller, completamente despierto.

—Fue un accidente, nada grave.

—¡Cómo he podido caer tan bajo, Indi!

—Todos fallamos de vez en cuando, nos caemos de bruces y después nos levantamos. Vístete, Ryan.

—No puedo moverme.

—¡Vaya con este valiente navy seal! ¡Arriba! Vas a venir conmigo.

—¿Adónde?

—Ya lo verás.