Sábado, 28
La bahía de San Francisco amaneció cubierta por la bruma lechosa que suele envolverla, borrando los contornos del mundo. La neblina descendía rodando desde las cimas de los cerros, como una lenta avalancha de algodón, cubriendo el resplandor de aluminio del agua. Era uno de aquellos días típicos, con una diferencia de varios grados entre ambos extremos del puente Golden Gate: en San Francisco sería invierno y cuatro kilómetros más al norte habría sol de otoño. Para Ryan Miller, la mayor ventaja de ese lugar era el clima bendito, que le permitía entrenar todo el año al aire libre. Había participado en cuatro ironman: 3,86 kilómetros nadando, 180,25 kilómetros en bicicleta y 42,2 kilómetros corriendo, con un promedio mediocre de catorce horas, pero en cada ocasión la prensa lo había llamado «un ejemplo de superación», lo cual lo enfurecía, porque el muñón de su pierna era tan común entre los veteranos de guerra que no valía la pena mencionarlo. Al menos sus prótesis eran excelentes, en eso aventajaba a otros amputados, que carecían de recursos propios y debían conformarse con las prótesis comunes. Su cojera era leve y habría podido bailar tango si hubiera tenido más sentido del ritmo y menos temor de hacer el ridículo; nunca fue buen bailarín. A su entender, un ejemplo de superación era Dick Hoyt, un padre que participaba en el triatlón cargando a su hijo discapacitado, ya adulto y tan pesado como él. El hombre nadaba arrastrando un bote de goma con el muchacho adentro, lo llevaba en bicicleta amarrado a un asiento delantero y corría empujando su silla de ruedas. Cada vez que a Miller le tocaba verlo competir, el testarudo amor de ese padre, que contrastaba con la severidad del suyo, le arrancaba lágrimas.
Su jornada había comenzado, como siempre, a las cinco de la madrugada con un rato dedicado al Qigong. Eso lo anclaba para el resto del día y casi siempre lograba reconciliarlo con su conciencia. Había leído en un libro sobre samuráis una frase que adoptó como su lema: un guerrero sin práctica espiritual es sólo un asesino. Enseguida preparó su desayuno, un batido verde y espeso con suficientes proteínas, fibra y carbohidratos como para sobrevivir en la Antártida, y llevó a Atila a correr, para que no se apoltronara. El perro ya no era tan joven, tenía ocho años, pero le sobraba energía y después de haber servido en la guerra se aburría con su apacible existencia en San Francisco. Lo habían adiestrado para defender y atacar, detectar minas y terroristas, disuadir enemigos, lanzarse en paracaídas, nadar en aguas heladas y otras ocupaciones sin cabida en la sociedad civil. Estaba sordo y ciego de un ojo, pero compensaba sus limitaciones con un sentido del olfato notable, incluso para un perro. Con Miller se entendía por señas, adivinaba sus intenciones y le obedecía si se trataba de una orden que a su parecer era relevante; de lo contrario se refugiaba en la sordera para no hacer caso.
Después de correr durante una hora, hombre y perro regresaron acezando y Atila se echó en un rincón, mientras Miller se sometía a las máquinas de ejercicio, repartidas como macabras esculturas por su loft, un gran espacio desnudo donde había una cama ancha, televisor, equipo de música y una mesa rústica, que usaba de comedor, oficina y taller. En una enorme consola estaban las computadoras que lo conectaban directamente con las agencias de gobierno, a las que vendía sus servicios. No tenía a la vista fotografías, diplomas, adornos… nada personal, como si acabara de llegar o estuviera a punto de partir, pero en las paredes estaba desplegada su colección de armas, que se entretenía desarmando y limpiando.
Su vivienda ocupaba todo el segundo piso de una antigua imprenta en el barrio industrial de San Francisco, con suficiente espacio para su alma inquieta, y provisto de un amplio garaje y un ascensor industrial, una jaula de hierro en la que podía subir un tanque, de ser necesario. Había escogido ese loft por su tamaño y porque le gustaba la soledad. Era el único inquilino del edificio y a las seis de la tarde y los fines de semana nadie circulaba por las calles de ese barrio.
Día por medio Miller nadaba en una piscina olímpica y los otros lo hacía en la bahía. Aquel sábado llegó al Parque Acuático, donde podía estacionar gratis en la calle durante cuatro horas, y se dirigió con Atila al Dolphin Club. Hacía frío y a esa hora temprana sólo había unas cuantas personas trotando, que surgían de pronto en la espesa neblina, como apariciones. El perro iba con correa y bozal, por precaución: todavía podía correr cincuenta kilómetros a la hora, era capaz de desgarrar un chaleco antibala con sus fauces y una vez que cerraba las mandíbulas sobre una presa no había forma de que la soltara. A Miller le había costado un año adaptarlo a la ciudad, pero temía que si el perro era provocado o sorprendido, pudiera atacar y si ocurriera eso tendría que recurrir a la eutanasia. Había adquirido ese compromiso cuando le entregaron a Atila, pero la idea de sacrificar a su camarada de armas y su mejor amigo le resultaba intolerable. Le debía la vida. Cuando lo hirieron en un asalto en Irak en el 2007, destrozándole la pierna, alcanzó a aplicarse un torniquete antes de desmayarse, y habría muerto sin la intervención de Atila, que lo arrastró más de cien metros bajo intensa metralla y luego se le echó encima para protegerlo con su cuerpo hasta que llegó ayuda. En el helicóptero de rescate Miller llamaba a su perro y siguió llamándolo en el avión que lo condujo a un hospital americano en Alemania.
Meses más tarde, durante el largo padecimiento de la rehabilitación, Miller averiguó que a Atila le habían asignado un nuevo entrenador y estaba sirviendo con otro equipo de navy seals en una zona tomada por Al-Qaida. Alguien le mandó una fotografía en la que no reconoció al perro, porque lo habían afeitado enteramente, excepto una raya en el lomo, como a un mohicano, para darle un aspecto aún más terrorífico. Le siguió la pista, valiéndose de sus hermanos del Seal Team 6, que solían mandarle noticias, y así se enteró de que en noviembre de 2008 el perro fue herido.
Para entonces Atila había participado en innumerables asaltos y acciones de rescate, había salvado muchas vidas y se estaba convirtiendo en una leyenda entre los navy seals. Pero un día iba en una caravana con su entrenador y varios hombres cuando detonó una mina en el camino. La explosión destrozó un par de vehículos y dejó un saldo de dos muertos y cinco heridos, además de Atila. Estaba en tan malas condiciones, que lo creyeron muerto, pero lo recogieron junto a los demás, porque no se abandona a un compañero en la batalla, ése es un principio sagrado. Atila recibió atención médica y sobrevivió a sus heridas, aunque ya no servía en combate, y fue condecorado; Ryan Miller tenía en una caja una fotografía de la breve ceremonia y la medalla de Atila entre las suyas.
Al saber que el perro había sido dado de baja, Miller comenzó el engorroso proceso de ingresarlo a Estados Unidos y adoptarlo, venciendo varios obstáculos burocráticos. El día en que por fin pudo ir a buscarlo a la base militar, Atila lo reconoció de inmediato, se le tiró encima y ambos rodaron por el suelo, jugando como hacían antes.
***
El Dolphin Club, de natación y remo, existía desde 1877 y desde entonces mantenía una amistosa rivalidad con el club de al lado, el South End, en la misma vetusta construcción de madera, separado por un tabique y una puerta sin llave. Ryan le hizo una muda seña a Atila y éste se deslizó sigiloso a esconderse en los vestuarios, junto a un gran letrero amarillo que prohibía llevar perros, mientras él ascendía la escalera hacia el mirador, una salita circular con dos sillones desvencijados y una mecedora. Allí estaba Frank Rinaldi, el administrador, quien con sus ochenta y cuatro años a cuestas era siempre el primero en llegar, instalado en su mecedora para gozar del mejor espectáculo de la ciudad: el puente del Golden Gate iluminado por la luz del amanecer.
—Necesito voluntarios para limpiar los baños. Anótate en la lista, muchacho —fue su bienvenida.
—Lo haré. ¿Vas a nadar hoy, Frank?
—¿Qué crees? ¿Que me voy a quedar sentado junto a la estufa el resto del día? —gruñó el viejo.
No era el único octogenario que desafiaba las aguas heladas de la bahía. Acababa de morir un miembro del club que a los noventa y seis años se metía en el agua, el mismo que al cumplir sesenta nadó desde Alcatraz con grilletes en los pies y arrastrando un bote. Rinaldi, como Ryan Miller y Pedro Alarcón, pertenecía al Club Polar, cuyos miembros completaban sesenta y cuatro kilómetros a nado durante la temporada de invierno. Cada uno anotaba su cuota del día en una hoja cuadriculada fijada a la pared con cuatro chinchetas. Para calcular la distancia recorrida había un mapa del Parque Acuático y un cordel con nudos, método primitivo que nadie consideraba necesario cambiar. La cuenta de los kilómetros, como todo en el club, se fiaba al honor y el sistema funcionaba a la perfección desde hacía ciento treinta y cinco años.
En los vestuarios Ryan Miller se puso el bañador y antes de bajar a la playa le hizo un cariño en el lomo a Atila, que se dispuso a esperarlo agazapado en su rincón, con la nariz entre las patas delanteras, procurando pasar inadvertido. En la playa se encontró con Pedro Alarcón, quien se le había adelantado, pero no quería mojarse, porque andaba con gripe. Tenía un bote preparado para salir a remar, estaba abrigado con un pesado chaquetón, gorro y bufanda, y llevaba el mate en una mano y su termo de agua caliente bajo el brazo. Se saludaron con un gesto casi imperceptible.
Alarcón empujó el bote, se subió a él de un salto y desapareció en la neblina, mientras Miller se colocaba la gorra color naranja y las gafas, se desprendía de la prótesis, que dejó tirada en la arena, seguro de que nadie la tocaría, y se lanzaba al mar. Sintió el golpe de agua fría como una súbita paliza, pero enseguida la euforia de nadar lo elevó al cielo. En momentos como ése, ingrávido, desafiando las corrientes traicioneras y soportando la temperatura de 8 °C, que hacía crujir sus huesos, impulsado por los músculos poderosos de los brazos y la espalda, volvía a ser el de antes. A las pocas brazadas dejó de sentir frío y se concentró en su respiración, en la velocidad y la dirección, guiándose por las boyas, que apenas distinguía a través de las gafas protectoras y la bruma.
Los dos hombres entrenaron durante una hora y volvieron al mismo tiempo a la playa. Alarcón arrastró su bote a tierra y le alcanzó la prótesis a Miller.
—No estoy en buena forma —masculló éste, dirigiéndose al club apoyado en el hombro del otro y cojeando, porque le molestaba el muñón entumecido.
—Las piernas contribuyen sólo un diez por ciento al impulso en el agua. Tienes muslos de caballo, hombre. No los malgastes nadando. En el triatlón tienes que reservarlos para la bicicleta y la carrera.
Los interrumpió un silbido de Frank Rinaldi en lo alto de la escalera para anunciarles que tenían una visita. A su lado estaba Indiana Jackson con dos vasos de papel en la mano, la nariz colorada y los ojos llorosos por el trayecto en bicicleta, su medio habitual de transporte.
—Les traje lo más decadente que encontré: chocolate caliente con sal marina y caramelo, de Ghirardelli —dijo.
—¿Pasa algo? —le preguntó Ryan, alarmado ante su presencia en el club, donde nunca antes ella había puesto los pies.
—Nada urgente…
—Entonces deja que Miller entre en la sauna por un rato. Algunos imprudentes se han muerto de hipotermia en estas aguas —le dijo Rinaldi.
—Y otros han sido devorados por tiburones —se burló Miller.
—¿Es cierto? —preguntó ella.
Rinaldi le explicó que no se habían visto tiburones en mucho tiempo, pero años atrás había entrado un león marino al Parque Acuático. Le mordió las piernas a catorce personas y persiguió a diez más, que a duras penas alcanzaron a ponerse a salvo. Los expertos opinaron que estaba protegiendo su harén, pero Rinaldi estaba convencido de que el animal tenía daño cerebral provocado por algas tóxicas.
—¿Cuántas veces te he dicho que no puedes traer a tu perro al club, Miller?
—Muchas, Frank, y cada vez te he explicado que Atila es un animal de servicio, como los perros de ciegos.
—¡Quisiera saber qué servicio presta esa bestia!
—Me calma los nervios.
—Los miembros del Dolphin se quejan, Miller. Tu perro puede morder a alguien.
—¡Cómo va a morder si tiene puesto un bozal, Frank! Además, sólo ataca si se lo ordeno.
***
Ryan se dio una breve ducha caliente y se vistió deprisa, sorprendido de que Indiana se acordara de que los sábados a esa hora entrenaba en el club. Creía que ella andaba siempre volada. Su amiga era un poco lunática, se le escapaban los detalles cotidianos, se extraviaba en las calles, era incapaz de llevar la cuenta de sus gastos, perdía el teléfono y la cartera, pero inexplicablemente lograba ser puntual y ordenada en su trabajo. Cuando se sujetaba el pelo con un elástico y se ponía la bata blanca que usaba en su consulta, se transformaba en la hermana razonable de la otra mujer, la de melena salvaje y ropa estrecha. Ryan Miller amaba a las dos: la amiga distraída y alocada que alegraba su existencia y a quien deseaba proteger, la misma que bailaba embriagada de ritmo y piña colada en un club latino, donde los llevaba el pintor brasileño, mientras él la observaba desde una silla, y la otra mujer, la curandera sobria y seria que aliviaba sus dolores musculares, la hechicera de esencias ilusorias, imanes para enderezar las fuerzas del universo, cristales, péndulos y velas. Ninguna de las dos sospechaba ese amor que él sentía, como una planta trepadora que iba envolviéndolo.
Le hizo una seña a Atila para que permaneciera en su rincón y se reunió en el mirador con Indiana, que lo esperaba sola, porque Alarcón y Rinaldi ya se habían ido. Se instalaron en los aporreados sillones frente a los ventanales, acompañados por un alboroto de gaviotas, observando el paisaje lechoso y las puntas de las altas torres del puente asomando entre la niebla, que comenzaba a disiparse.
—¿A qué debo el placer de tu visita? —preguntó Ryan, esforzándose por beber el chocolate casi frío, con la crema apelotonada como engrudo, que ella le había traído.
—Supongo que ya sabes que se acabó todo entre Alan y yo.
—¡No me digas! ¿Cómo pasó? —le pregunto Miller, sin disimular su satisfacción.
—¡Y todavía me lo preguntas! Tú fuiste la causa. Me mandaste esa revista. Estaba tan segura del amor de Alan… ¿cómo puedo haberme equivocado tanto con él? Cuando vi las fotos fue como si me hubieran golpeado, Ryan. ¿Por qué lo hiciste?
—Yo no te he mandado nada, Indi, pero si eso ha servido para que te desprendieras de ese vejete, en buena hora.
—No es viejo, tiene cincuenta y cinco años y se ve estupendamente. Y no es que me importe, ya no está en mi vida —anunció ella, sonándose con un pañuelo de papel.
—Cuéntame qué fue lo que pasó.
—Primero, júrame que no fuiste tú quien me mandó el recorte.
—¡Parece que no me conocieras! —exclamó Miller, enojado—. Yo no ando con subterfugios, actúo de frente. Jamás te he dado motivos para sospechar de mi honradez, Indiana.
—Cierto, Ryan. Perdóname, estoy muy confundida. Encontré esto en mi correo —dijo ella, pasándole un par de hojas dobladas por la mitad, que él leyó rápidamente y se las devolvió.
—La Van Houte se parece a ti —fue el comentario desatinado que se le ocurrió.
—¡Somos idénticas! Sólo que ella tiene veinte años más, pesa diez kilos menos y se viste de Chanel —replicó ella.
—Tú eres mucho más bonita.
—No puedo con la deslealtad, Ryan. Es más fuerte que yo.
—Hace un segundo me acusabas a mí de traicionarte.
—Al contrario, pensé que me habías enviado el artículo por lealtad, por hacerme un favor, para abrirme los ojos.
—Sería un cobarde si no te lo dijera a la cara, Indiana.
—Sí, por supuesto. Necesito saber quién lo hizo, Ryan. No me llegó por correo, el sobre venía sin estampilla. Alguien se tomó la molestia de ponerlo en mi buzón.
—Puede haber sido cualquiera de tus admiradores, Indi, y lo hizo con la mejor intención: para que supieras la clase de tipo que es Alan Keller.
—Esa persona la dejó en mi casa, no en la clínica, sabe dónde vivo y tiene información sobre mi vida privada. ¿Te conté que se me han perdido algunas prendas de ropa interior? Estoy segura de que alguien entró en mi apartamento, tal vez ha entrado más de una vez, no tengo cómo saberlo. Es fácil subir a mi apartamento sin que te vean desde la calle, porque la escalera queda en un costado de la casa disimulada por un pino frondoso. Amanda se lo contó a Bob y ya sabes cómo es de posesivo, llegó sin avisar acompañado de un cerrajero y cambió las chapas de las puertas de la casa de mi papá y de mi apartamento. Desde entonces no ha desaparecido nada más, pero a veces tengo la sensación de que alguien ha estado adentro, no te lo puedo explicar, su presencia queda en el aire, como un fantasma. Creo que alguien me está espiando, Ryan…