Jueves, 5
Después de escuchar el resto de la historia de Lee Galespi, los jugadores de Ripper decidieron por unanimidad informar de su descubrimiento al inspector jefe. A primera hora Amanda marcó el móvil de su padre y al no obtener respuesta, llamó a Petra Horr, quien le explicó que los agentes del FBI habían citado a todo el Departamento a una reunión.
—Creen que los estamos saboteando en el asunto de Miller. Han perdido el tiempo sin conseguir nada. Yo les aconsejé que aprovecharan para hacer turismo y lo tomaron a mal. Son muy pesados —dijo Petra.
—Tal vez Miller se fue a Afganistán. Siempre hablaba de una deuda de honor pendiente en ese país —sugirió Amanda con la intención de despistarla.
—Pretenden que busquemos a Miller, como si no tuviéramos nada más que hacer. ¿Por qué no lo encuentran ellos? Para eso vigilan a todo el mundo. Ya no existe nada privado en este jodido país, Amanda, cada vez que compras algo, usas tu teléfono, internet o una tarjeta de crédito, cada vez que te suenas los mocos, dejas un rastro y el gobierno se entera.
—¿Estás segura? —le preguntó Amanda, alarmada, porque si el gobierno y su padre se enteraban de que ella estaba jugando a Ripper con Ryan Miller, iba a terminar presa.
—Completamente.
—Dile a mi papá que apenas salga de la reunión me llame, es urgente.
Bob Martín llamó a su hija veinte minutos más tarde. En los últimos días había dormido a ratos en el sofá de su oficina, se había alimentado de café y emparedados y no había tenido tiempo de ir al gimnasio, sentía el cuerpo rígido, como en una armadura, y estaba tan irritable que la reunión había terminado a gritos. Odiaba a Lorraine Barcott, esa mujer amargada, y el Napoleon ese lo volvía loco con sus manías. La voz de Amanda, que todavía tenía el poder de conmoverlo como cuando era chica, le calmó un poco el mal humor.
—¿Querías decirme algo? —le preguntó a su hija.
—Primero dame tus noticias.
—Tenemos el tráiler de los Farkas en depósito desde diciembre, pero nadie lo había revisado, hay otras prioridades en el Departamento. Analizamos el contenido de la botella de ginebra que había dentro y resulta que está drogada con Xanax. ¿Y sabes que otra cosa hallamos, Amanda?
—Un lobito de peluche —replicó ella.
—Un álbum con fotos turísticas de los lugares donde los Farkas estuvieron; viajaron por varios estados antes de establecerse en California. Había una tarjeta postal interesante firmada por el hermano de Joe, con fecha 14 de noviembre del año pasado, invitándolos a verse en San Francisco en diciembre.
—¿Qué tiene de interesante?
—Dos puntos. Primero: la imagen de la tarjeta es un lobo. Segundo: el hermano de Joe asegura que nunca la envió.
—O sea, El Lobo los citó para matarlos.
—Seguramente, pero como prueba, esa tarjeta es insuficiente, no resistiría el menor escrutinio.
—Agrégale el Xanax y la luna llena.
—Digamos que El Lobo se presentó en el tráiler con alguna disculpa, seguramente les llevó la botella de licor de regalo, porque sabía que eran bebedores. La ginebra contenía la droga. Esperó que eso los noqueara, una media hora, y abrió la válvula de gas antes de irse. Dejó la botella para que pareciera el típico accidente de un par de borrachos y eso es exactamente lo que supuso la policía.
—Eso no nos acerca al Lobo, papá. Nos quedan treinta y nueve horas para salvar a mi mamá.
—Lo sé, hija.
—Yo también te tengo novedades —le dijo Amanda en ese tono exaltado que en las últimas semanas él había aprendido a respetar.
Las novedades de su hija no defraudaron al inspector jefe. De inmediato le dio una llamada a la directora del Servicio de Protección de la Infancia y ésta le envió con un mensajero el expediente de Lee Galespi que Angelique Larson había recopilado en los siete años que estuvo a cargo del muchacho.
En una hoja suelta escrita a mano, la asistente social reflexionaba que Lee Galespi había sufrido mucho y el Servicio, como el resto de la gente que debió ayudarlo, le había fallado una y otra vez; ella misma sentía que había podido hacer muy poco por él. Lo único bueno que le había sucedido a Lee en su desgraciada existencia era el seguro de vida por doscientos cincuenta mil dólares que le dejó su madre. El Tribunal de Menores estableció un fondo fiduciario y él podría cobrar su dinero a los dieciocho años.
***
Para levantarte el ánimo te he traído chocolates, los mismos que te regalaba Keller. Extraña mezcla, chocolate con chile. El azúcar es dañino y engorda, aunque a ti no te preocupan los kilos, tienes la idea de que son sensuales, pero te advierto que a los cuarenta años se convierten en simple gordura. Por el momento tus kilos te hacen gracia. Eres muy bonita. No me extraña que los hombres pierdan la chaveta por ti, Indiana, pero la belleza no es un don, como en los cuentos de hadas, es una maldición, acuérdate del mito de Elena de Troya, que provocó una cruenta guerra entre griegos. Casi siempre la maldición se vuelve contra la bella, como Marilyn Monroe, símbolo sexual por excelencia, depresiva y drogadicta, que murió abandonada y pasaron tres días antes de que alguien reclamara su cadáver. Yo sé mucho de esto, las mujeres fatales me fascinan y repelen, me atraen y me dan miedo, como los reptiles. Estás tan acostumbrada a llamar la atención, a ser admirada y deseada, que ni cuenta te das del sufrimiento que causas. Las mujeres coquetas como tú andan sueltas por el mundo provocando, seduciendo y martirizando a otras personas sin ningún sentido de la responsabilidad o del honor. No hay nada más terrible que el amor rechazado, te lo digo por experiencia, es un suplicio atroz, una muerte lenta. Piensa, por ejemplo, en Gary Brunswick, ese buen hombre que te ofrecía un amor desinteresado, o Ryan Miller, a quien descartaste como basura, y para qué hablar de Alan Keller, que murió por ti. No es justo. Tienes que pagar por eso, Indiana. En estos días te he estudiado con atención, primero tu carácter, pero sobre todo tu cuerpo, que conozco al detalle, desde tu cicatriz en la nalga, hasta los pliegues de tu vulva. Incluso te he contado los lunares.
***
Lee Galespi permaneció dos años con los Constante, hasta que en un examen de salud se descubrió que el chico tenía quemaduras de cigarrillo. Aunque Galespi se negó a decir lo que había sucedido, Angelique Larson concluyó que ése debía de ser el método didáctico de los Constante para enseñarle a no orinarse en la cama y retiró de allí al niño, pero no logró que la licencia a los Constante fuera revocada. Poco después Galespi fue enviado por un año al Boys Camp de Arizona. Angelique Larson le rogó a la jueza Rachel Rosen que reconsiderara su decisión, porque ese establecimiento con disciplina paramilitar, conocido por su brutalidad, era lo menos adecuado para un niño vulnerable y traumatizado como Galespi, pero la Rosen ignoró sus argumentos.
En vista de que las contadas cartas que recibió del chico estaban censuradas con marcador negro, la asistente decidió ir a verlo a Arizona. En el Boys Camp no aceptaban visitas, pero ella consiguió una autorización del Tribunal. Lee se veía pálido, delgado y retraído, presentaba magulladuras y cortes en brazos y piernas, que de acuerdo al consejero, un ex soldado llamado Ed Staton, eran normales, porque los muchachos hacían ejercicio al aire libre, y además Lee se peleaba con sus compañeros, que lo detestaban por ser quejumbroso y llorón, un marica. «Pero como que me llamo Ed Staton, yo lo voy a hacer hombre», añadió el consejero. Angelique exigió que le permitieran hablar a solas con Lee, pero no pudo sonsacarle nada, a todas sus preguntas él respondía como autómata que no tenía quejas. Interrogó a la enfermera del reformatorio, una mujer gruesa y antipática, por quien se enteró de que Galespi se había declarado en huelga de hambre, que no era el primero en ir con esos trucos, pero había desistido rápidamente al comprobar cuán desagradable era recibir alimento a la fuerza por un tubo en la garganta. En su informe, Larson escribió que Lee Galespi estaba en pésimas condiciones, «parecía un zombi», y recomendaba retirarlo de inmediato del Boys Camp. Nuevamente Rachel Rosen hizo oídos sordos a su petición, entonces ella formalizó una denuncia por su cuenta contra Ed Staton, que tampoco sirvió de nada. Lee Galespi cumplió su sentencia de un año en el infierno.
Cuando regresó a California, Larson lo colocó en el hogar de Jane y Edgar Fernwood, una familia evangélica que lo acogió con la compasión que él ya no esperaba de nadie. Edgar Fernwood, que trabajaba en la construcción, lo convirtió en su ayudante y el muchacho empezó a aprender un oficio; por fin parecía haber encontrado un lugar seguro en el mundo. Durante los dos años siguientes, Lee Galespi sacó buenas notas en la secundaria y trabajó con Fernwood. Era de rostro agradable, pelo rubio, bajo y delgado para un chico americano de su edad, tímido y solitario, se entretenía con cómics, videojuegos y películas de acción. En una ocasión Angelique Larson le preguntó si todavía creía que «los chicos eran malos y las chicas eran buenas», pero Galespi no supo a qué se refería; había bloqueado de su memoria la época en que quiso ser niña.
En el expediente existían varias fotografías de Lee Galespi, la última tomada en 1999, cuando cumplió dieciocho años y el Servicio de Protección de la Infancia dejó de tenerlo a su cargo. Rachel Rosen decidió que, dados los problemas de conducta que había presentado, no recibiría el dinero del seguro que le dejó su madre hasta que cumpliera veintiuno. Ese año Angelique Larson se jubiló y se fue a vivir a Alaska.
El inspector jefe puso a su gente a buscar a Lee Galespi, Angelique Larson y los Fernwood.
***
Te he traído Coca-Cola, necesitas tomar mucho líquido y un poco de cafeína te vendrá bien. ¿No quieres? Vamos, Indi, no te pongas difícil. Si te niegas a comer y beber porque crees que te estoy dando drogas, piensa un poco: puedo inyectártelas, como hice con el antibiótico. Fue una buena medida, te bajó la fiebre y sangras menos, pronto podrás dar unos pasos.
Voy a seguir con mi historia, porque es importante que me conozcas y comprendas mi misión. Este recorte de periódico es del 21 de julio de 1993. El título dice: «Niña casi muere de hambre encerrada por su madre» y luego hay dos párrafos plagados de mentiras. Dice que una mujer sin identificación murió en el hospital sin revelar la existencia de su hija y un mes más tarde la policía descubrió a una niña de once años, que había sido mantenida prisionera bajo llave durante toda su vida y… Dice que se encontraron con una escena macabra. ¡Mentiras! Yo estaba allí y te aseguro que todo estaba limpio y en orden, no había nada macabro. Además no fue un mes, sólo tres semanas, y mi pobre madre no tuvo la culpa de lo ocurrido. Le falló el corazón y nunca recuperó el conocimiento, ¿cómo iba a explicar que yo me había quedado sola? Me acuerdo muy bien de lo que pasó. Ella salió por la mañana como siempre, me dejó listo el almuerzo y me recordó que le pusiera los dos cerrojos a la puerta y no le abriera a nadie por ningún motivo. Cuando no regresó a la hora habitual, pensé que se había atrasado en el trabajo, comí un plato de cereal con leche y me quedé viendo la televisión hasta que me dormí. Desperté muy tarde y ella todavía no había vuelto, entonces empecé a asustarme, porque mi mamá jamás me dejaba sola por tanto tiempo y nunca había pasado una noche afuera. Al otro día la esperé pendiente del reloj, rezando y rezando, llamándola con el corazón. Yo tenía instrucciones suyas de nunca responder al teléfono, pero decidí hacerlo en caso que repicara, porque si algo le había ocurrido a mi mamá, sin duda me llamaría. Pero no me llamó y tampoco volvió por la noche ni a la mañana siguiente; así fueron pasando los días, que yo contaba uno a uno en el calendario que teníamos pegado en el refrigerador. Se me terminó toda la comida, al final empecé a comer la pasta de dientes, el jabón, papel remojado, en fin, lo que pudiera echarme a la boca. Los últimos cinco o seis días me mantuve sólo con agua. Estaba desesperada, no podía imaginar por qué mi mamá me había abandonado. Se me ocurrieron toda suerte de explicaciones: se trataba de una prueba para medir mi obediencia y mi fortaleza; mi mamá había sido atacada por bandidos o detenida por la policía; era un castigo por algo malo que yo había hecho sin querer. ¿Cuántos días más podría resistir? Calculaba que muy pocos, que el hambre y el miedo acabarían conmigo. Rezaba y llamaba a mi mamá. Lloré mucho y le dediqué mis lágrimas a Jesús. En esa época yo era muy creyente, como mi mamá, pero ya no creo en nada; he visto demasiada maldad en este mundo como para tener fe en Dios. Después, cuando me encontraron, todos me preguntaban lo mismo: ¿por qué no saliste del apartamento?, ¿por qué no pediste ayuda? La verdad es que no había a quién recurrir. No teníamos parientes ni amistades, no conocíamos a los vecinos. Yo sabía que en una emergencia se debe llamar al 911, pero nunca había usado el teléfono y la idea de hablar con un extraño me resultaba aterradora.
Finalmente, veintidós días más tarde, acudió ayuda. Sentí los golpes en la puerta y los gritos de que abriera, que era la policía. Eso me asustó más todavía, porque mi mamá me había machacado que lo más temible de todo era la policía, que jamás, bajo ninguna circunstancia, hay que acercarse a alguien con uniforme. Me escondí en el clóset, que había convertido en mi guarida, allí me había hecho un nido con ropa. Entraron por la ventana, rompieron un vidrio, invadieron el apartamento… Después me llevaron a un hospital, me trataron como a un animal de laboratorio, me hicieron exámenes humillantes, me obligaron a vestirme de niño, nadie se compadeció de mí. El más cruel fue Richard Ashton, que hizo experimentos conmigo: me daba drogas, me hipnotizaba, me confundía la mente y después diagnosticaba que yo estaba loca. ¿Sabes qué es la terapia electroconvulsiva, Indi? Algo espantoso, indescriptible. Es justo que Ashton lo sufriera en carne propia, por eso fue ejecutado con electricidad.
Estuve en varios hogares, pero no aguanté en ninguno, porque estaba acostumbrada al cariño de mi mamá y me había criado sola; los otros niños me molestaban, eran sucios y desordenados, me quitaban mis cosas. El hogar de los Constante fue el peor. En esa época Michael Constante todavía bebía y cuando estaba ebrio era temible; había seis niños a su cargo, todos más fregados que yo, pero a mí me tenía una rabia particular, no me podía ni ver, si supieras cómo me castigaba. Su mujer era tan mala como él. Ambos merecían la pena de muerte por sus crímenes, así se lo dije. Estaban drogados, pero conscientes, me reconocieron y supieron qué les iba a suceder. Cada uno de los ocho condenados tuvo tiempo de oírme y a cada uno le expliqué por qué iba a morir, menos a Alan Keller, porque el cianuro fue muy rápido.
¿Sabes qué día es hoy, Indiana? Jueves 5 de abril. Mañana será Viernes Santo y los cristianos conmemoran la muerte de Jesús en la cruz. En tiempos de los romanos la crucifixión era una forma común de ejecución.
***
Blake Jackson, que no había ido a trabajar en varios días, pasó volando por la farmacia a verificar que todo estuviera en orden; contaba con empleados de confianza, pero siempre era necesario el ojo del jefe. En un momento de inspiración decidió llamar de nuevo a Angelique Larson, con quien había sentido una rara afinidad. No era hombre de impulsos románticos, sentía verdadero pavor por los enredos sentimentales, pero con Angelique no había el menor peligro: los separaban más o menos cinco mil kilómetros de variada geografía. La imaginaba forrada en pieles enseñando el alfabeto a niños Inuit, con su trineo tirado por perros a la entrada del iglú. Se encerró en su pequeña oficina y marcó el número. La mujer no demostró extrañeza de que el supuesto escritor la llamara dos veces en pocas horas.
—Estaba pensando en Lee Galespi… —dijo Blake, furioso consigo mismo por no haber preparado alguna pregunta inteligente.
—¡Es una historia tan triste! Espero que le sirva para la novela.
—Será la columna vertebral de mi libro, Angelique, se lo aseguro.
—Me alegra haber contribuido con algo.
—Pero debo confesarle que todavía no he escrito el libro, estoy en la etapa de planear el contenido.
—¡Ah! ¿Ya tiene título?
—Ripper.
—¿Es una novela policial?
—Digamos que sí. ¿Le gusta ese género?
—Prefiero otros, para serle franca, pero leeré su libro de todos modos.
—Se lo mandaré apenas salga. Dígame, Angelique, ¿se acuerda de algo más sobre Galespi que pueda servirme?
—Mmm… Sí, Blake. Hay un detalle que tal vez no tiene importancia, pero se lo cuento de todos modos. ¿Está grabando?
—Estoy tomando notas, si no le importa. ¿Cuál es ese detalle?
—Siempre tuve dudas de que Marion Galespi fuera la madre de Lee. Cuando murió, Marion tenía sesenta y un años y el niño tenía once, eso significa que dio a luz a los cincuenta años, a menos que hubiera algún error en los certificados de nacimiento.
—Puede suceder, ahora existen tratamientos de fertilidad. En California se ven a cada rato mujeres de cincuenta años empujando un cochecito con trillizos.
—Aquí en Alaska no. En el caso de Marion, me parece poco probable que hiciera un tratamiento de fertilidad, porque tenía mala salud y era soltera. Además, la autopsia reveló una histerectomía. Nadie averiguó dónde ni cuándo le hicieron la operación.
—¿Por qué no expuso sus sospechas, Angelique? Podrían haberle hecho un examen de ADN al niño.
—Por lo del seguro de vida. Pensé que si existían dudas sobre la identidad del beneficiario, Lee podía perder el dinero que le dejó Marion. La última vez que hablé con Lee, en la Navidad de 2006, le dije que Marion era obesa, sufría de diabetes, presión alta y problemas cardíacos, y que a menudo esas condiciones son hereditarias. Me aseguró que él tenía muy buena salud. Le mencioné de pasada que Marion lo tuvo a una edad en que la mayoría de las mujeres han dejado atrás la menopausia y le pregunté por la histerectomía. Me contestó que no sabía nada de eso, pero que a él también le llamaba la atención que su madre fuera tan mayor.
—¿Tiene una buena fotografía del chico, Angelique?
—Tengo varias, pero la mejor es una que me mandaron los Fernwood el día en que Lee pudo cobrar el cheque del seguro de vida. Se la puedo mandar ahora mismo. Déme su correo electrónico.
—No es preciso que le diga cuánto me ha ayudado, Angelique. ¿Podría volver a llamarla si tengo alguna pregunta?
—Por supuesto, Blake. Es un placer hablar con usted.
El abuelo colgó y llamó a su ex yerno y a su nieta. Para entonces Bob Martín ya tenía encima de su escritorio el primer informe sobre los Farkas y mientras escuchaba iba comparando lo que le decía Blake Jackson con lo que sabía de los Farkas. Sin soltar el teléfono escribió el nombre de Marion Galespi y la ciudad de Tuscaloosa, seguido de un signo de interrogación, y se lo pasó a Petra Horr, quien se conectó con la base de datos. El inspector le contó a su ex suegro que los Farkas eran de Tuscaloosa, Alabama, que habían tenido problemas menores con la ley —posesión de drogas, hurto, conducción bajo los efectos del alcohol— y que vivieron temporalmente en varios estados. En 1986, en Pensacola, Florida, se les murió una hija de cinco semanas, asfixiada con una frazada, mientras ellos estaban en un bar; habían dejado sola a la niña. Cumplieron un año de cárcel por negligencia. Se trasladaron a Del Río, Texas, donde vivieron tres años, luego a Socorro, Nuevo México, donde estuvieron hasta 1997. Joe obtenía empleo esporádico de obrero y Sharon de mesera. Siguieron trasladándose hacia el oeste, quedándose aquí y allá por poco tiempo, hasta que se instalaron en Santa Bárbara en 1999.
—Y fíjate en esto, Blake: en 1984 les raptaron a un hijo de dos años en circunstancias sospechosas —agregó el inspector—. El niño fue internado tres veces en el hospital, primero a los diez meses por un brazo quebrado y moretones, los padres dijeron que se había caído. Ocho meses más tarde tuvo neumonía, llegó a Emergencias con fiebre y muy desnutrido. La policía interrogó a los padres, pero no hubo cargos contra ellos. La tercera vez el chico tenía dos años y presentaba una lesión en el cráneo, magulladuras y costillas quebradas; según los padres, lo atropelló una moto que se dio a la fuga. Tres días después de salir del hospital, el niño desapareció. Los Farkas parecían muy afectados y aseguraban que su hijo había sido raptado. Nunca lo encontraron.
—¿Qué sugieres, Bob? ¿Que ese niño podría ser Lee Galespi? —le preguntó Blake Jackson.
—Si Lee Galespi es El Lobo, y los Farkas también fueron sus víctimas, como creemos, debe haber un nexo entre ellos. Espérate un momento, aquí viene Petra con algo sobre Marion Galespi.
Bob Martín le echó una mirada rápida al par de páginas que le pasó su asistente y le leyó la parte relevante a Blake Jackson: En 1984 Marion Galespi trabajaba como enfermera en el Departamento de Pediatría del Hospital General de Tuscaloosa. Ese año renunció súbitamente a su trabajo y se fue de la ciudad. No se supo de ella hasta su muerte, en 1993, en Daly City, cuando aparece como madre de Lee Galespi.
—Para qué buscamos más, Bob —dijo Blake Jackson—. Marion se robó al niño para salvarlo del abuso de los padres. Madura, soltera, sin hijos, creo que esa criatura se convirtió en su razón de vida. Se cambiaba de residencia y lo crió como niña encerrado en la casa para esconderlo. La compadezco, me imagino que vivía temerosa de que en cualquier momento las autoridades le echaran el guante. Estoy seguro de que quería mucho al niño.
En las horas siguientes el inspector jefe comprobó que encontrar a Lee Galespi era tan difícil como a Carol Underwater. Los Fernwood, como Angelique Larson, no habían tenido noticias de él desde 2006. Ese año Lee invirtió la mitad del dinero que obtuvo del seguro en una casa en mal estado en la calle Castro, que arregló en cuatro meses y se la vendió a una pareja gay, con más de cien mil dólares de ganancia. En el último mensaje de Navidad anunció que se iría por un tiempo a tentar suerte en Costa Rica. Sin embargo en Inmigración no existía registro de un pasaporte con ese nombre. Pudieron rastrear una licencia de constructor e inspector de propiedades con fecha de 2004, que todavía sería válida, pero no hallaron contratos firmados por él, fuera de los de la casa en la calle Castro.
***
Estarás de acuerdo conmigo, Indiana, en que los padres no son quienes te engendran, sino quienes te crían. A mí me crió Marion Galespi, ella fue mi única madre. Los otros, Sharon y Joe Farkas, nunca se portaron como padres, eran un par de vagabundos alcohólicos, que dejaron morir a mi hermanita por negligencia y a mí me golpeaban tanto, que de no ser por Marion Galespi, que me salvó, me habrían matado. Los busqué hasta encontrarlos y luego esperé. Me puse en contacto con ellos el año pasado, cuando tenía todo listo para cumplir mi misión. Entonces me presenté ante ellos. ¡Si vieras lo emocionados que estaban ante el hijo perdido! No sospechaban la sorpresa que yo les tenía preparada.
¿Qué clase de bestia le pega a un bebé? Tú eres madre, Indiana, conoces el amor protector que inspiran los hijos, es un impulso biológico, sólo seres desnaturalizados, como los Farkas, maltratan a sus hijos. Y ya que hablamos de hijos, quiero felicitarte por Amanda, esa chica es muy inteligente, te lo digo con admiración y respeto. Tiene mente analítica, como yo. Le gustan los desafíos intelectuales; a mí también. No temo a Bob Martín y su gente, son ineptos, como todos los policías, resuelven sólo uno de cada tres homicidios y eso no siempre significa que arresten y condenen al verdadero culpable. Es mucho más fácil burlar a la policía que a tu hija.
Te aclaro que yo no encajo en el perfil de psicópata, como me han calificado. Soy una persona racional, culta y educada, leo, me informo y estudio. He planeado esta misión por muchos años y una vez cumplida volveré a hacer una vida normal lejos de aquí. En realidad, la misión debería haber concluido en febrero, con la ejecución de Rachel Rosen, la última condenada de la lista, pero tú complicaste mis planes y me vi obligada a quitar del medio a Alan Keller. Ésa fue una decisión de última hora, no pude preparar las cosas con el mismo cuidado que puse en los otros casos. Lo ideal hubiera sido que tu amante muriera en San Francisco, a la hora exacta que le correspondía. Si quieres saber por qué le tocó morir, la respuesta es que tú tienes la culpa: murió porque tú volviste con él. Durante meses tuve que escucharte hablar de Keller y después de Miller, tus líos sentimentales y tus confidencias íntimas me revolvían el estómago, pero los memorizaba porque me iban a servir. Eres el tipo de mujerzuela que no puede estar sin un hombre: apenas terminaste con Keller corriste a los brazos de Miller. Me has defraudado por completo, Indiana, me das asco.
Era el soldado quien debía morir para que tú quedaras libre, pero se salvó porque lo dejaste plantado sin explicación. Podrías haberle dicho la verdad. ¿Por qué no le dijiste que estabas embarazada de Keller?, ¿cuál era tu plan?, ¿abortar? Sabías que Keller nunca quiso tener hijos. ¿O pensabas convencer a Miller de que el crío era suyo? No creo que alcanzaras a contárselo, pero se me ocurre que eso no lo habría disuadido; se habría hecho cargo del crío de otro hombre, como corresponde a su complejo de héroe. Me divertí mucho con la carta astral que le hizo Celeste Roko.
Conociéndote, Indiana, creo que tu plan era ser madre soltera, como te aconsejó tu padre. Sólo dos personas estábamos al tanto del secreto, tu padre y yo, y ninguno de los dos previmos la reacción de Keller. Cuando te pidió que te casaras con él en el Café Rossini, él no sabía nada del embarazo y tú acababas de descubrirlo. Dos días más tarde, cuando se lo anunciaste, el hombre se puso a lloriquear ante la perspectiva de ser padre, algo que nunca pensó que pudiera ocurrirle. Era como un milagro. Te convenció de que aceptaras su anillo. ¡Qué escena tan grotesca debió ser!
Nunca tuve intención de inducirte un aborto, Indiana, fue accidental. Una sola dosis de ketamina para que me siguieras hasta aquí habría sido inofensiva, pero después tuve que mantenerte drogada unos días y seguramente eso provocó un aborto. Me diste un susto tremendo. El lunes, cuando vine a verte, te encontré en un charco de sangre y casi me desmayo, no soporto ver sangre. Temí lo peor, que te las habías ingeniado para suicidarte, pero entonces me acordé del embarazo. A tu edad el porcentaje de abortos espontáneos es de diez a veinte por ciento y es un proceso natural que rara vez requiere intervención. La fiebre me preocupó, pero la resolvimos con el antibiótico. Te he cuidado bien, Indi, comprenderás que no voy a permitir que te mueras desangrada, tengo otros planes.
***
Al examinar la fotografía de Lee Galespi, que Angelique Larson le mandó a su abuelo, Amanda sintió una garra en el estómago y un sabor metálico en la boca, sabor a sangre. Estaba segura de que conocía a esa persona, pero no podía situarla. Después de barajar varias posibilidades se dio por vencida y recurrió a su abuelo, quien a la primera mirada opinó que se parecía a la señora con cáncer que les había regalado a Salve-el-Atún. Sin pensarlo más, ambos se fueron al Café Rossini, porque sabían que Carol Underwater pasaba horas allí leyendo, mientras hacía tiempo para sus tratamientos en el hospital o esperando a Indiana.
Danny D’Angelo, siempre teatral en sus reacciones, los recibió con grandes muestras de afecto. No había olvidado que Blake Jackson lo cuidó en su propia casa cuando estuvo enfermo. Vertió lágrimas de congoja por la tragedia que los afectaba a todos. No podía ser que Indiana se hubiera hecho humo, raptada por extraterrestres, qué otra explicación cabía… Amanda lo interrumpió poniéndole la foto ante los ojos.
—¿Quién es éste, Danny? —le preguntó.
—Yo diría que es la Carol esa, la amiga de Indiana, cuando era joven.
—Éste es hombre —le dijo Blake.
—La Carol también. Es obvio, cualquiera se da cuenta.
—¿Hombre? ¡Mi mamá no se dio cuenta y nosotros tampoco! —exclamó Amanda.
—¿No? Pensé que Indiana lo sabía. Tu mamá anda en la luna, querida, no se fija en nada. Esperen, tengo una foto de Carol, la tomó Lulu. ¿Conocen a Lulu Gardner? Seguramente la han visto, siempre anda por aquí. Es una viejita extravagante que se dedica a tomar fotos en North Beach.
Se fue deprisa en dirección a la cocina y regresó minutos más tarde con una Polaroid en color en que figuraban Indiana y Carol en una mesa cerca de la ventana y Danny posando asomado detrás.
—Esto del transformismo es un arte delicado —les explicó Danny—. Hay hombres vestidos de mujer más bellos que una modelo, pero son raros, en general se nota mucho. Carol no trata de verse guapa, le basta con sentirse femenina. Escogió un estilo desaliñado, pasado de moda, que disimula mejor el cuerpo. Cualquiera puede vestirse de fea. ¡Ay! Yo no debiera hablar así de una persona con cáncer. Aunque en realidad eso la ayuda, porque uno le perdona la peluca y los pañuelos que se pone en la cabeza. También puede ser que no tenga cáncer, que se lo haya inventado para desempeñar su papel de mujer o para llamar la atención. Eso de fingir enfermedades tiene un nombre…
—Síndrome de Munchausen —intervino Blake, que como farmacéutico había visto de todo.
—Eso mismo. Para un transformista disimular la voz es un problema, por lo de las cuerdas vocales, que son más gruesas en un hombre que en una mujer. Por eso Carol habla en susurros.
—Mi mamá cree que es por la quimioterapia.
—¡Qué va! Es un truco del oficio, todas hablan como la difunta Jacqueline Kennedy.
—El tipo de la foto tiene ojos claros y los de Carol son oscuros —dijo Amanda.
—No sé para qué se pone lentes de contacto café, le quedan pésimo, se le ven los ojos salidos.
—¿Has visto a Carol por aquí?
—Ahora que me lo preguntas, Amanda, parece que no la he visto en varios días. Si viene le diré que te llame.
—No creo que aparezca, Danny.
***
No me había vestido de mujer en mucho tiempo, Indi, y lo hice sólo por ti, para ganarme tu confianza. Tenía que acercarme al inspector Martín, necesitaba obtener detalles de la investigación, porque lo poco que publican los medios es por lo general inexacto, y supuse que ibas a servirme para eso. Tú y Bob Martín son un par de extraños divorciados; hay pocas parejas de casados tan amigables como ustedes. Pero ése no fue el único motivo: esperaba que llegarías a quererme y a depender de mí. ¿Te has fijado en que no tienes amigas? Casi todas tus amistades son hombres, como ese soldado cojo; necesitabas una amiga. El cáncer fue una idea genial, admítelo, porque en tu afán de ayudarme bajaste tus escasas defensas. ¡Cómo ibas a desconfiar de una desdichada con cáncer terminal! Fue fácil sonsacarte información, pero no imaginé que tu hija también me ayudaría; si creyera en la suerte, diría que fue un regalo del cielo, pero prefiero creer que mi estrategia dio frutos. Con el pretexto de tener noticias de Salve-el-Atún —qué nombre más raro para una mascota— visité a tu hija algunas veces y hablábamos por teléfono. Siempre fui muy prudente, para no alarmarte, pero en la conversación comentábamos su juego Ripper y ella me mantenía al día de lo que iba descubriendo. No sabía el favor que me hacía.
***
Del Café Rossini, el abuelo y la nieta se fueron deprisa al Departamento de Homicidios con la foto de Carol Underwater que Danny les había facilitado. Era tanta la ansiedad de Amanda, imaginando cuánto esa persona sabía de su madre, que apenas podía hablar, así que Blake tomó la palabra para explicarle a Bob Martín que Carol era Lee Galespi. El inspector convocó de urgencia a sus detectives y a los dos psicólogos criminalistas del Departamento y llamó a Samuel Hamilton, que llegó en quince minutos. Todo apuntaba a Lee Galespi como autor de los homicidios y responsable de la desaparición de Indiana. Dedujeron que Galespi alimentó durante años la idea de vengarse de las personas que lo habían maltratado, pero no se decidió a actuar hasta que Angelique Larson le planteó la duda de que Marion Galespi, el único ser que realmente lo había querido en su vida, no era su madre. Buscó a sus padres biológicos y cuando logró identificarlos se enteró de que sus desgracias habían empezado el mismo día de su nacimiento, entonces abandonó el trabajo y a sus amistades, desapareció legalmente y dedicó los años siguientes a prepararse para aquello que a sus ojos constituía un deber de justicia: librar al mundo de esos seres depravados y evitar que se ensañaran con otros niños. Vivía frugalmente y había cuidado su dinero, podía mantenerse hasta terminar su cometido, planeando a tiempo completo cada uno de los homicidios, desde obtener drogas y armas, hasta encontrar la forma de realizarlos sin dejar huellas.
—Galespi se borró a sí mismo del mundo y reapareció el año pasado para matar a Ed Staton —dijo el inspector.
—Convertido en Carol Underwater —agregó Blake Jackson.
—No creo que cometiera los homicidios con una identidad femenina. En la infancia recibió el mensaje de Marion Galespi de que «las niñas son buenas y los niños son malos». Es probable que los cometiera con una identidad masculina —aventuró uno de los psicólogos.
—Entonces, ¿por qué se vestía de mujer?
—Es difícil saberlo. Puede que sea un transformista.
—O bien lo hizo para conseguir la amistad de Indiana. Carol Underwater, o mejor dicho Lee Galespi, está obsesionado con mi hija —explicó Blake Jackson—. Creo que fue Galespi, vestido de Carol, quien le hizo llegar la revista en que Alan Keller aparecía con otra mujer, lo que rompió la relación entre ambos.
—Tenemos la venganza como motivo en todos los homicidios menos el de Keller —dijo el inspector.
—Es el mismo asesino, pero con diferente motivo. A Keller lo mató por celos —dijo el otro psicólogo.
Blake explicó que Indiana confiaba en Carol y le había dado acceso a su intimidad. A veces Carol/Lee la esperaba en la recepción de la consulta, mientras ella atendía a sus pacientes. No le faltaron oportunidades de entrar en su computadora, leer la correspondencia, ver su agenda y plantar los vídeos sadomasoquistas y el del lobo.
—Las vi juntas muchas veces en el Café Rossini —agregó Samuel Hamilton—. El jueves 8 de marzo Indiana le debe haber contado a Carol que iba a cenar con Alan Keller en San Francisco, igual que le contaba otros detalles de su vida. Carol/Lee dispuso de toda la tarde para ir a Napa, introducirse en la casa de Keller y envenenar los dos vasos con cianuro, después se ocultó para esperarlo, cerciorarse de que estaba muerto y dispararle la flecha.
—Pero no esperaba que se presentara Ryan Miller a hablar con Keller. Debió de haberlo visto, o por lo menos haberlo oído desde su escondite —aventuró Amanda.
—¿Cómo sabes cuándo fue Miller a esa casa? —le preguntó su padre, que llevaba tres semanas con la sospecha de que su hija le ocultaba algo; tal vez había llegado el momento de intervenirle la computadora y el teléfono.
—Es cosa de lógica —interrumpió el abuelo rápidamente—. Miller encontró a Keller vivo, discutieron, lo golpeó y se fue, dejando sus huellas por todas partes. Muy conveniente para el asesino. Después Keller se tomó el agua envenenada y murió instantáneamente. Pero no entiendo por qué le disparó un flechazo al cadáver.
—Para Lee Galespi también se trataba de una ejecución —explicó uno de los psicólogos—. Alan Keller le hizo daño, le quitó a Indiana, y debía pagarlo. La flecha al corazón es un mensaje claro: Cupido convertido en verdugo. Es similar al acto de sodomizar el cadáver de Staton, una referencia a lo que ese hombre le hizo a él en Boys Camp, y de quemar a los Constante, como ellos lo quemaron a él con cigarrillos cuando se orinaba en la cama.
—Matheus Pereira es la última persona que vio a Indiana y Carol el viernes por la tarde —dijo Samuel Hamilton—. Hablé con Pereira, porque hay algo que me da vueltas en la cabeza.
—¿Qué? —preguntó el inspector.
—Carol le dijo al pintor que iban al cine, pero según el señor Jackson, Indiana siempre cenaba en casa los viernes.
—Para ver a Amanda cuando llegaba del colegio. El señor Hamilton tiene razón, Indiana no iría al cine un viernes —confirmó el abuelo.
—Indiana es alta y fuerte, Carol no podría llevarla a la fuerza —intervino el inspector.
—A menos que le hubiera administrado esas drogas que eliminan por completo la voluntad y producen amnesia, las que se usan para violar, por ejemplo —replicó Hamilton—. A Pereira no le llamó la atención ver a las dos amigas, pero cuando le planteé la posibilidad de que Indiana hubiera sido drogada, me confirmó que parecía un poco ausente, que no le contestó cuando él la saludó y que Carol la llevaba cogida del brazo.
A las once y cuarto de la noche todos estaban cansados y hambrientos, pero nadie pensó en comer algo ni dormir. Amanda no necesitaba mirar el reloj de la pared en la oficina de su padre, llevaba dos años practicando para adivinar la hora: a su madre le quedaban veinticuatro horas y cuarenta y cinco minutos de vida.
***
Ryan Miller tampoco descansó esa noche. Estuvo enfrascado en su computadora, buscando la punta del hilo que le permitiría desenredar la madeja de incógnitas que tenía entre manos. Contaba con los programas que utilizaba en su trabajo, que le daban acceso a cualquier información del mundo entero, desde lo más secreto hasta lo más trivial. Podía averiguar en pocos minutos qué había sucedido en la reciente reunión de los directores de Exxon Mobil, Petro China y Saudi Aramco, o cuál había sido el menú del almuerzo del Ballet Bolshoi. El problema no estaba en conseguir la respuesta, sino en formular la pregunta precisa.
Denise West había sacrificado uno de sus pollos para hacerle un suculento estofado, que le dejó en la cocina con una hogaza de pan integral, para que pasara la noche. «Que tengas suerte, hijo», le dijo, besándolo en la frente, y Ryan, que llevaba dos semanas con ella, pero todavía no se acostumbraba a la ternura espontánea, enrojeció. En el día se notaba la tibieza de la incipiente primavera, pero las noches todavía estaban frías y con los bruscos cambios de temperatura las maderas de la casa se quejaban, como una anciana artrítica. Las únicas fuentes de calor eran la chimenea de la sala, que servía de poco, y una estufa de gas, que Denise arrastraba consigo de pieza en pieza, según donde se instalara; Ryan Miller, habituado a su gélido loft, no la necesitaba. La mujer se fue a la cama y lo dejó absorto en su computadora, con Atila echado a los pies. Como el perro sólo podía ejercitarse dentro de la hectárea y media de Denise, porque más allá llamaba demasiado la atención, había engordado, y desde que compartía su espacio con dos chuchos falderos y varios gatos, por primera vez en su ruda existencia de guerrero movía la cola y sonreía como un perdiguero vulgar.
A las dos de la madrugada Miller terminó el estofado de pollo, que compartió con el perro. Había hecho sus ejercicios de Qigong, pero no lograba centrarse. Su mente saltaba de una cosa a otra. No podía pensar, las ideas se le embrollaban y la imagen de Indiana interrumpía el curso de cualquier razonamiento. Le ardía la piel, tenía ganas de gritar, de arremeter contra las paredes a puñetazos; quería acción, necesitaba instrucciones, una orden terminante, un enemigo visible. Esa espera sin un propósito determinado era mucho peor que el fragor del más cruento combate. «Tengo que calmarme, Atila. En este estado no sirvo para nada». Con la tremenda pesadez de la derrota, se echó en el sofá para obligarse a descansar. Hizo un esfuerzo por respirar como le había enseñado Indiana, fijándose en cada inhalación, en cada exhalación, y de relajarse como había aprendido de su maestro de Qigong. Transcurrieron veinte minutos sin que lograra dormirse.
Entonces, en el tenue resplandor rojizo de las últimas brasas de la chimenea, vio dos siluetas, una niña de unos diez años con falda larga y un chal sobre la cabeza, y tomado de su mano, un niño menor. Ryan Miller permaneció inmóvil, sin parpadear, sin respirar para no asustarlos. La visión duró un tiempo imposible de medir, tal vez sólo escasos segundos, pero fue tan clara como si los niños hubieran venido desde Afganistán a visitarlo. Los había visto anteriormente tal como eran durante la guerra, en 2006, escondidos en un hoyo: una niñita de cuatro años y un bebé. Pero esa noche en casa de Denise West no fueron fantasmas del pasado quienes acudieron, sino ellos, Sharbat y su hermano, como eran en ese momento, seis años más tarde. Cuando los niños se retiraron, con su misma discreción de siempre, el soldado sintió que se soltaba la garra que había aprisionado su corazón durante esos seis años y empezó a sollozar de alivio y de agradecimiento porque Sharbat y su hermano estaban vivos, se habían salvado de los horrores de la guerra y del dolor de la orfandad, estaban esperándolo, llamándolo. Les prometió que iría a buscarlos tan pronto cumpliera su última misión de navy seal: rescatar a la única mujer a la que podía amar.
El sueño sorprendió a Miller un minuto después. Se durmió con las mejillas húmedas de lágrimas.
***
Espero que me perdones por haberte engatusado en mi papel de Carol, ya te expliqué que fue una humorada sin malicia. Lo único que pretendía era acercarme a ti. Más de una vez pensé que te habías dado cuenta de que Carol era hombre y simplemente aceptabas la situación, como aceptas casi todo, pero la verdad es que nunca tuviste interés en mirarme, en conocerme a fondo. Para ti lo nuestro fue una amistad superficial, pero para mí era tan importante como mi misión.
Como comprenderás, Indiana, eliminar a Ed Staton, los Farkas, los Constante, Richard Ashton y Rachel Rosen no podía pasar inadvertido, era fundamental que el público se enterara. Podría haberlo hecho de manera que pareciera accidental, nadie se habría tomado el trabajo de investigar y yo no tendría de qué preocuparme, pero mi propósito siempre fue escarmentar a otros seres perversos como ellos, que no tienen derecho a vivir en la sociedad. Debía ser absolutamente evidente que mis víctimas fueron juzgadas, condenadas a muerte y ejecutadas. Lo he logrado en todos los casos, aunque estuve a punto de fracasar con los Farkas, porque la policía no analizó el contenido de la ginebra, a pesar de que dejé la botella en el tráiler a propósito. Me acabo de enterar de que por fin tu ex marido descubrió que el licor estaba drogado. ¡Tres meses más tarde! Eso te prueba la incapacidad de la policía.
Mi plan contaba con ser noticia en los medios y alarmar a quienes tienen la conciencia sucia, pero los periodistas son perezosos y el público es indiferente. Tenía que encontrar la forma de llamar la atención. En septiembre del año pasado, cuando faltaba menos de un mes para la primera ejecución, la de Ed Staton, vi en la televisión a Celeste Roko con el horóscopo del día. La mujer es excelente, hay que decirlo, logró cautivarme, aunque no creo en la astrología; con razón su programa es tan popular. Se me ocurrió utilizarla para dar la debida publicidad a mi misión y le mandé cinco mensajes breves diciéndole que habría un baño de sangre en San Francisco. Supongo que ella descartó el primero como una broma; el segundo, como el acto de un demente, pero debió de haberle puesto atención a los siguientes y, si es tan profesional como dice ser, estudió las estrellas.
Ten en cuenta la sugestión, Indiana, que es un factor muy poderoso. La Roko buscó en la astrología lo que deseaba encontrar: la evidencia del baño de sangre anunciado en las misivas que había recibido. Y la encontró, por supuesto, tal como tú ves aciertos en tu horóscopo. Los pronósticos son muy vagos y quienes creen en la astrología, como tú, los interpretan de acuerdo a sus deseos. La Roko tal vez vio la profecía escrita con sangre en el firmamento y decidió advertir al público, tal como yo esperaba. Bien, Indiana, te concedo, por el gusto de argumentar, que tal vez no fue así.
¿Qué está primero, el huevo o la gallina? Tal vez mi misión realmente ha sido determinada por la posición de los planetas. Es decir, estaba escrita desde mi nacimiento. Yo me limité a cumplir mi destino, era inevitable. Nunca lo sabremos, ¿verdad?