Sábado, 17

Tan pronto se tranquilizaron los ánimos en su casa y cesó el llanto de su madre, que había asumido el dolor de una viuda sin haber tenido tiempo de casarse, Amanda convocó a los de Ripper. Lo menos que podía hacer para apaciguar al infeliz Keller, que andaba buscándola con una flecha ensartada en el pecho, era descubrir quién la disparó. Alan Keller había sido el gran amor de la vida de su madre, como le había dado a Indiana por decir entre lágrimas, y su trágico fin era una afrenta a su familia. Les contó a sus compinches lo que sabía sobre «el crimen del flechazo», y los conminó a atrapar al verdadero culpable como un favor personal a ella y para evitar que Ryan Miller pagara por un delito que no había cometido.

Sherlock Holmes propuso que revisaran la información disponible hasta ese momento y anunció que había descubierto algo de importancia después de estudiar al milímetro varias de las fotografías obtenidas por Kabel, ampliándolas en su computadora.

—La marca del licor encontrado en el refrigerador del ex alcohólico Michael Constante es Cher Byk, que significa lobo de nieve en serbio —dijo Sherlock—. El tema del lobo aparece en el libro que recibió por correo la mujer de Richard Ashton un par de días después del crimen. Los psicólogos de la policía buscaron claves en el contenido de la novela, pero creo que la clave está en el título, El lobo estepario. El logotipo del bate de béisbol en el caso de Ed Staton corresponde a los Lobos Rojos de la Universidad de Arkansas.

—Eso dijo Abatha, que era un mensaje —les recordó Amanda.

—No es un mensaje ni una clave, es la firma del asesino —aseguró el coronel Paddington—. La firma sólo tiene significado para él.

—En ese caso habría firmado todos los crímenes. ¿Por qué no lo hizo con la Rosen ni con Keller? —intervino Esmeralda.

—¡Momento! —exclamó Amanda—, Kabel, llama a mi papá y pregúntale sobre la figura de cristal que recibió la jueza después de su muerte.

Mientras los chicos continuaban con sus especulaciones, el abuelo se comunicó con su ex yerno, que siempre respondía a sus llamadas, excepto si estaba en el baño o en cama con una mujer, y éste le respondió que la figura de Swarovski era un perro. ¿Podría ser un lobo?, insistió Blake Jackson. Sí, podría serlo: parecía un pastor alemán con el cuello estirado como si estuviera aullando. Correspondía a una serie antigua, discontinuada desde 1998, lo que agregaba valor a la pieza, que seguramente la Rosen había comprado por internet, pero no se habían encontrado rastros de la transacción.

—Si es un lobo, tenemos la firma del autor en todos los casos, menos en el de Alan Keller —concluyó Amanda.

—Todos los crímenes tienen similitudes en el modus operandi, aunque a primera vista parezcan diferentes, menos el de Keller. ¿Por qué? —preguntó Esmeralda.

—No hay lobo en el de Keller y se llevó a cabo a cierta distancia de la bahía de San Francisco, el territorio definido por la profecía astrológica y el que había cubierto nuestro asesino hasta ahora. Keller es el único que fue golpeado antes de la muerte, pero como los demás, no se defendió —dijo Amanda.

—Tengo un presentimiento… el autor podría ser el mismo, pero el motivo podría ser diferente —insinuó Abatha.

—No tenemos el motivo en ninguno de los casos —apuntó Paddington.

—Pero debemos tener en cuenta lo que dice Abatha. Sus presentimientos casi siempre son acertados —les advirtió Amanda.

—Es porque me llegan mensajes del Más Allá. A mí me hablan los ángeles y los espíritus. Los vivos y los muertos estamos juntos, somos la misma cosa… —musitó Abatha.

—Si yo me alimentara de aire, también vería visiones y escucharía voces —la interrumpió Esmeralda, temiendo que la otra se perdiera en el ocultismo y precipitara el juego en una dirección errada.

—¿Por qué no lo haces? —le preguntó la psíquica, convencida de que la humanidad evolucionaría a un estado superior si dejara de comer.

—Basta, acuérdense de que están prohibidos los comentarios sarcásticos en Ripper. Vamos a atenernos a los hechos —ordenó la maestra del juego.

—Presentimientos no son hechos —masculló el coronel Paddington.

—Nuestro asesino se excedió con sus víctimas, como Jack el Destripador y otros criminales de leyenda que hemos estudiado, pero lo hizo después de matarlas. Eso es un mensaje. Tal como plantó su firma, plantó un mensaje —dijo Sherlock.

—¿Te parece?

—Elemental, Esmeralda. También la ejecución es un mensaje. El autor no escogió la forma de muerte al azar. Éste es un criminal organizado y ritualista.

—Planea cada paso y la retirada, no deja pistas, debe de tener entrenamiento militar, es un excelente estratega; sería un magnífico general —dijo el coronel con admiración.

—En vez de eso, este hombre es un asesino a sangre fría —dijo Amanda.

—Tal vez no es hombre. Soñé que era una mujer —intervino Abatha.

Kabel pidió permiso para hablar y, una vez concedido, puso al día a los jugadores sobre la investigación del caso de Alan Keller. Por el ángulo del golpe en la cara el equipo forense determinó que fue propinado de frente, con el puño cerrado, por una persona zurda, particularmente fuerte, que medía por lo menos un metro ochenta, posiblemente un metro ochenta y cinco de altura, lo que coincidía con el gran tamaño de las huellas de botas en la entrada de la casa y en el suelo de cerámica; eso descartaba a una mujer como autora del atentado. La autopsia reveló que el fallecimiento se produjo una media hora antes de que el cuerpo fuera atravesado por el virote de la ballesta. Por el color anormalmente rosado de la piel de Keller, se sospechó que la causa de la muerte fue cianuro, lo cual fue confirmado por la autopsia.

—Explícanos eso, Kabel —le pidió Amanda.

—Es complicado, pero voy a simplificar. El cianuro es un veneno metabólico rápido y efectivo que impide a las células usar oxígeno. Es como si de súbito todo el oxígeno del cuerpo fuera eliminado. La víctima no puede respirar, se marea, tiene náuseas o vomita, pierde la conciencia y puede sufrir convulsiones antes de la muerte.

—¿Por qué la piel se pone sonrosada?

—Por una reacción química entre el cianuro y las moléculas de hemoglobina en las células rojas de la sangre. El color de la sangre se vuelve rojo brillante, intenso, como pintura.

—¿Así era la sangre en la camisa de Keller? —preguntó Esmeralda.

—No toda. El hombre sangró de la nariz antes de ingerir el veneno. Hay algo de sangre posterior al cianuro, pero muy poca. No sangró por la herida, porque ya estaba muerto.

—Explícanos cómo le administraron el veneno, Kabel —pidió Sherlock.

—Se encontró cianuro en un vaso de agua cerca de la víctima, así como en otro vaso sobre la mesa de noche en su habitación. El homicida puso una pizca del polvo blanco, prácticamente invisible a simple vista, en el fondo del vaso para asegurarse de que si Alan Keller no ingería el veneno en el whisky, que normalmente bebía antes de acostarse, lo haría durante la noche.

—El cianuro es muy tóxico, basta una cantidad mínima para producir la muerte en un par de minutos. También se absorbe por la piel o aspirándolo, así es que el asesino tuvo que protegerse muy bien —explicó Sherlock Holmes.

—Los espías de las películas tienen cápsulas de cianuro para suicidarse en caso de que los vayan a torturar. ¿Cómo se consigue? —preguntó Esmeralda.

—Fácilmente. Se usa en metales, en la extracción de oro y plata, en galvanoplastia de esos metales y de cobre y platino. El homicida pudo comprarlo en una tienda de suministros químicos o por internet.

—El veneno es un arma femenina. Es un método cobarde. Los hombres no matamos con veneno, lo hacemos cara a cara —apuntó Paddington y una risotada general acogió su observación.

—Una mujer de más de metro ochenta, forzuda, con botas de soldado debe parecer campeona olímpica de levantamiento de pesas. Alguien así no necesita recurrir al veneno, podría haberle aplastado la cabeza a la víctima con otro puñetazo —insistió el coronel.

—¿Se han puesto en el caso de que la persona que le pegó a Keller no fuera la misma que lo mató? —sugirió Abatha.

—Muy rebuscado, muchas coincidencias, no me gusta —replicó el coronel.

—Es posible, pero debemos examinar la evidencia y tener en consideración lo que dice Abatha —intervino Sherlock Holmes.

***

Unos días antes, los dos jóvenes genios de Inteligencia Artificial de Stanford se quedaron esperando al profesor Pedro Alarcón, que no llegó a la reunión programada. Apenas recibió la llamada de Indiana anunciándole la muerte de Alan Keller, el uruguayo dio media vuelta y emprendió el regreso a San Francisco. Por el camino hizo varios intentos inútiles de comunicarse con Miller. Llegó al loft cuando Miller acababa de terminar de ducharse y vestirse, después de correr con Atila y conferenciar con un general del Pentágono en Washington. Se abrió la puerta metálica del ascensor y antes de que Miller alcanzara a preguntarle por qué estaba de vuelta, Alarcón le dio la noticia de sopetón.

—¡Qué dices! ¿Cómo murió Keller?

—Indiana me avisó hace una hora, pero no pudo hablar, su ex marido, el inspector Martín, cogió el teléfono y ella no alcanzó a decirme más. Iba en el coche de Martín. Sólo sé que no fue muerte natural. Podría jurar que Indiana me llamó para que yo te avisara. ¿Qué pasa con tu teléfono?

—Se me mojó, tengo que comprar otro.

—Si esto es un crimen, como sospecho, estás en un lío, Ryan. Estuviste con Keller anoche, fuiste a verlo armado con pistola y según tus palabras, lo zamarreaste un poco. Eso te coloca en el envidiable papel de principal sospechoso. ¿Dónde estuviste toda la noche?

—¿Me estás acusando de algo? —gruñó Miller.

—Vine a ayudarte, hombre. Quise llegar aquí antes que la policía.

Miller trató de controlar la rabia que lo quemaba por dentro. La muerte de su rival era muy oportuna y no la lamentaba, pero Pedro estaba en lo cierto, su situación era grave: él había tenido el motivo y la oportunidad. Le contó a su amigo que llegó al viñedo de Keller al atardecer del día anterior, debían de ser alrededor de las seis y media, pero no se había fijado en la hora, encontró el portón abierto, condujo por un camino de unos trescientos metros, vio la casa y una fuente redonda con agua, se detuvo frente a la puerta y se bajó con Atila, atado a su correa, porque el perro necesitaba orinar. Tocó la puerta como tres veces antes de que por fin le abriera una mujer hispana, secándose las manos en el delantal, quien le dijo que Alan Keller no estaba. No alcanzó a seguir hablando, porque apareció un perro detrás de ella, un labrador blancuzco moviendo la cola, parecía manso, pero al ver a Atila se puso a ladrar. A su vez Atila empezó a tironear de la correa, nervioso, y la mujer les cerró la puerta en la cara. Fue a dejar a Atila a la camioneta, volvió a tocar el timbre y esta vez ella abrió apenas y por la rendija le dijo en pésimo inglés que Keller volvería por la noche y si deseaba podía dejar su nombre; él le respondió que prefería llamarlo más tarde. Entretanto los dos perros ladraban, uno dentro de la casa y el otro en la camioneta. Decidió esperar a Keller, pero no podía hacerlo allí, la mujer no lo había invitado a entrar y le parecería raro que él se instalara a esperar en su vehículo, creyó más prudente hacerlo en la calle.

***

Miller había estacionado con las luces apagadas en un lugar desde donde podía ver claramente la entrada de la propiedad, iluminada por faroles antiguos.

—El portón permaneció abierto de par en par. Keller estaba clamando que lo asaltaran, no tomaba medidas de precaución, aunque tenía obras de arte y cosas valiosas, según parece.

—Sigue —dijo Alarcón.

—Hice un reconocimiento mínimo del lugar, hay diez metros de pared de adobe a cada lado del portón, más por decoración que por seguridad, el resto del cerco que limita la propiedad está compuesto de rosales. Me fijé en que ya había muchas flores, aunque recién estamos en marzo.

—¿A qué hora llegó Keller?

—Esperé unas dos horas. Su Lexus se detuvo en la entrada, Keller se bajó a sacar la correspondencia del buzón, luego entró con el auto y cerró el portón con un control remoto. Comprenderás que un cerco de rosas no iba a detenerme. Dejé a Atila en la camioneta, no quería asustar a Keller, y fui a la casa por el medio del camino, no creas que traté de esconderme o de sorprenderlo, nada de eso. Toqué el timbre y casi de inmediato me abrió el mismo Keller. Y esto no lo vas a creer, Pedro, ¿sabes lo que me dijo? Buenas noches, Miller, te estaba esperando.

—La mujer debió decirle que un rufián de tu catadura lo buscaba. Es fácil describirte, Miller, sobre todo si andas con Atila. Keller te conocía. También puede ser que Indiana le advirtiera que tú habías amenazado con resolver las cosas a tu manera.

—Entonces no me habría hecho entrar, habría llamado a la policía.

—Ya ves, no era tan mequetrefe, después de todo.

Miller le relató escuetamente cómo había seguido a Keller hasta la sala, se había negado a tomar asiento, rechazó un whisky que éste le ofreció y, de pie, le había dicho lo que pensaba de él, que perdió su oportunidad con Indiana, ahora ella estaba con él y más le valía no interponerse, porque las consecuencias serían muy desagradables. Si su rival se asustó, supo disimularlo bien y le contestó sin alterarse que esa decisión le correspondía sólo a Indiana. Que gane el mejor de los dos, dijo en tono burlón, y le mostró la puerta, pero como él no se movió, intentó tomarlo por un brazo. Mala idea.

—Mi reacción fue instintiva, Pedro. No me di ni cuenta cuando le mandé un puñetazo a la cara —dijo Miller.

—¿Le pegaste?

—No le di fuerte. Se tambaleó un poco y le salió sangre de la nariz, pero no se cayó. Me sentí pésimo. ¿Qué me pasa, Pedro? Pierdo los estribos por cualquier tontería. Yo no era así.

—¿Habías bebido?

—Ni una jodida gota, hombre, nada.

—¿Qué hiciste después?

—Le pedí disculpas, lo ayudé a llegar hasta un sillón y le serví agua. Había una botella de agua y otra de whisky sobre un aparador.

Keller se limpió la sangre con la manga de la camisa, recibió el vaso y lo puso sobre una mesa cerca del sillón, le señaló la puerta a Miller por segunda vez y le dijo que Indiana no tenía por qué enterarse de ese vulgar episodio. Según Miller, eso fue todo, volvió a su camioneta y enfiló de vuelta a San Francisco, pero estaba extenuado, empezaba a lloviznar y el reflejo de las luces en el pavimento lo cegaba, porque andaba sin los lentes de contacto que casi siempre usaba, y creyó más prudente descansar un rato en el vehículo. «No estoy bien, Pedro. Antes mantenía la sangre fría bajo metralla cerrada y ahora un altercado de cinco minutos me da dolor de cabeza», dijo. Agregó que salió del camino, detuvo la camioneta, se acomodó en el asiento y se durmió casi instantáneamente. Vino a despertar horas más tarde, cuando apenas comenzaba a aclarar con las luces del amanecer en un cielo nublado y Atila lo arañaba discretamente, desesperado por salir. Le dio oportunidad al perro de parar la pata en unos matorrales, siguió hasta el primer McDonald’s que encontró abierto a esa hora, le compró una hamburguesa a Atila, desayunó y se fue a su loft, donde encontró a Alarcón esperándolo.

—Yo no lo maté, Pedro.

—Si creyera que lo has hecho, no estaría aquí. Dejaste un reguero de pistas, incluso tus huellas dactilares en el timbre, el vaso, la botella de agua y quién sabe dónde más.

—No tenía nada que ocultar, ¿por qué iba a pensar en mis jodidas huellas? Excepto un poco de sangre de nariz, Keller estaba perfectamente cuando me fui.

—Costará convencer de eso a la policía.

—No pienso intentarlo. Bob Martín me detesta y el sentimiento es mutuo, nada le daría tanto placer como culparme de la muerte de Keller y si puede, del resto de los recientes crímenes. Sabe que Indiana y yo somos amigos y sospecha que fuimos amantes. Cuando nos encontramos se electriza el aire y saltan chispas, a veces nos vemos en el polígono de tiro y se pica porque soy mucho mejor tirador que él, pero lo que más le revienta es que su hija me quiera. Amanda, que nunca ha tolerado a ningún pretendiente de su madre, estaba feliz cuando supo que ella estaba conmigo. Bob Martín no me lo perdona.

—¿Qué vas a hacer?

—Resolverlo a mi manera, como siempre he hecho. Voy a encontrar al asesino de Keller antes de que Martín me encierre y dé por resuelto el caso. Tengo que desaparecer.

—¿Estás demente? Escapar es prueba de culpabilidad, es mejor que busquemos un buen abogado.

—No me iré lejos. Necesito tu ayuda. Disponemos de varias horas antes de que identifiquen mis huellas y vengan por mí. Debo transferir el contenido completo de mis computadoras a un USB y borrar los discos duros, porque será lo primero que confisquen y esa información es ultrasecreta. Me va a llevar tiempo.

Le pidió a su amigo que entretanto le consiguiera un bote con cabina y buen motor, pero que no se lo comprara a un distribuidor, porque sospecharía del pago en efectivo y podía informar a la policía; tenía que ser una embarcación usada y en perfectas condiciones. También necesitaba bidones de combustible para varios días y dos celulares nuevos para comunicarse, ya que el suyo no servía y Alarcón necesitaba otro sólo para hablar con él.

El navy seal abrió una caja fuerte disimulada en la pared y sacó varios fajos de billetes, tarjetas de crédito y licencias de conducir. Le pasó al uruguayo quince mil dólares en billetes de cien atados con un elástico.

—¡Jesús! Lo que siempre pensé: eres espía —exclamó Alarcón con un silbido admirativo.

—Gasto poco y me pagan bien.

—¿La CIA o los Emiratos Árabes?

—Ambos.

—¿Eres rico? —le preguntó Alarcón.

—No. Ni quisiera serlo. Lo que hay en la caja fuerte es casi todo lo que tengo. El dinero nunca me ha interesado, Pedro, en eso me parezco a Indiana. Me temo que juntos terminaríamos convertidos en una pareja de mendigos.

—¿Qué te interesa entonces?

—La aventura. Quiero que te lleves todo lo que hay en la caja fuerte, para que no lo confisque la policía. Vamos a tener algunos gastos. Si me pasa algo, le entregas el resto a Indiana, ¿de acuerdo?

—Ni hablar. Me quedaré con todo y nadie se va a enterar. Total, esto es dinero ilegal o falsificado.

—Gracias, Pedro, sé que puedo confiar en ti.

—Si algo te pasa, Ryan, será por arrogante. Te falta sentido de la realidad, te crees Superman. ¡Ajá! Veo que tienes cinco pasaportes con nombres distintos, todos con tu foto —dijo Alarcón, atisbando los documentos.

—Nunca se sabe cuándo pueden ser útiles. Es como las armas: aunque no las use, me siento más seguro teniéndolas. Soy arrogante, pero también precavido, Pedro.

—Si no fueras militar serías mafioso.

—Sin duda. Estaré en el muelle de Tiburón dentro de tres horas, te esperaré hasta las dos de la tarde. Es importante que no dejes huellas de la compra del bote. Después tienes que hacer desaparecer mi camioneta. Todo esto te convierte en cómplice. ¿Algún problema?

—Ninguno.