Miércoles, 4

A las diez de la noche Blake Jackson terminó de leer la novela de turno y fue a la cocina a preparar avena con leche, que le traía recuerdos de infancia y lo consolaba cuando se sentía agobiado por la imbecilidad de la raza humana. Algunas novelas lo afectaban de esa manera. Los miércoles por la tarde estaban reservados para su partida de squash, pero esa semana el amigo que jugaba con él estaba de viaje. Se instaló frente al plato, aspirando el delicado olor a miel y canela, y llamó a Amanda al móvil, sin temor a despertarla, porque a esa hora debía de estar leyendo. La pieza de Indiana quedaba lejos, era imposible que oyera la conversación, pero él hablaba en susurros por exceso de precaución. Era preferible que su hija ignorara en qué andaba él con la nieta.

—¿Amanda? Soy Kabel.

—Te conozco la voz. Desembucha.

—Es sobre Ed Staton. Aprovechando la agradable temperatura de este hermoso día, hizo 22 °C, como en verano…

—Al grano, Kabel, no dispongo de toda la noche para el calentamiento global.

—Me fui a tomar una cerveza con tu papá y averigüé algunas cosas que te pueden interesar.

—¿Qué cosas?

—El reformatorio donde trabajaba Staton antes de venir a San Francisco se llama Boys Camp y queda en pleno desierto de Arizona. Staton estuvo allí varios años, hasta que lo expulsaron en agosto de 2010, a raíz de un escándalo causado por la muerte de un chico de quince años. No es el primer caso, Amanda, tres muchachos han muerto en los últimos ocho años, pero el reformatorio sigue funcionando. En cada ocasión el juez se ha limitado a suspenderle la licencia temporalmente, mientras se lleva a cabo la investigación.

—¿Cómo murieron esos niños?

—Por disciplina paramilitar en manos inexpertas o sádicas. Negligencia, abuso, tortura. A los niños los golpean, les obligan a hacer ejercicio hasta que pierden el conocimiento, les racionan la comida y las horas de sueño. El chico que murió tenía pulmonía, hervía de fiebre y se desmayaba, pero lo obligaron a correr con los demás a pleno sol, con ese calor de Arizona que es como un horno, y cuando se desplomó, lo patearon en el suelo. Estuvo enfermo dos semanas antes de morir. Después se descubrió que tenía dos litros de pus en los pulmones.

—Y Ed Staton era uno de esos sádicos —dedujo Amanda.

—Tenía un largo historial en Boys Camp. Su nombre aparece en varios informes contra el reformatorio por abusos con los internos, pero no lo echaron hasta 2010. Por lo visto a nadie le importa la suerte de esos infelices muchachos. Parece un novelón de Charles Dickens.

Oliver Twist. Sigue, no te vayas por las ramas.

—A Ed Staton trataron de despedirlo discretamente, pero fue imposible, porque la muerte del niño causó cierto revuelo. A pesar de eso lo contrataron en la escuela Golden Hills de San Francisco. Raro, ¿no te parece? ¡Cómo no iban a conocer sus antecedentes!

—Debía de tener buenas conexiones.

—Nadie se tomó el trabajo de averiguar su pasado. El director de Golden Hills estaba satisfecho con el tipo porque sabía imponer disciplina, pero algunos alumnos y maestros lo describen como un matón, uno de esos seres cobardes que se arrastran ante la autoridad, pero que si tienen una pizca de poder, hacen alarde de crueldad. Por desgracia el mundo está lleno de gente de esa calaña. Al final el director le asignó un turno de noche, para evitar problemas. Ed Staton empezaba su turno a las ocho de la noche y se iba a las seis de la mañana.

—Tal vez lo mató alguien que estuvo en ese reformatorio y sufrió en manos de Staton.

—Tu papá está examinando esa posibilidad, aunque sigue aferrado a la teoría de la reyerta entre homosexuales. Staton era aficionado a la pornografía gay y usaba los servicios de escoltas.

—¿Qué?

—Escoltas, así les llaman a los hombres que se prostituyen. Los escoltas habituales de Staton eran dos jóvenes portorriqueños, tu papá los ha interrogado, pero tienen buenas coartadas. Y respecto a la alarma de la escuela, diles a los de Ripper que normalmente Ed Staton la conectaba por la noche, pero esa vez no lo hizo. Tal vez salió con prisa, pensando que la conectaría cuando regresara.

—Sé que estás guardando lo mejor para el final —dijo la nieta.

—¿Yo?

—¿Qué es, Kabel?

—Algo bastante curioso, que también le intriga a tu papá —dijo Blake Jackson—. En el gimnasio hay pelotas, guantes y bates de béisbol, pero el bate que emplearon con Staton no pertenecía a la escuela.

—¡Ya sé lo que me vas a decir! ¡El bate es de un equipo de Arizona!

—¿Los Diablos de Arizona, por ejemplo? En ese caso la conexión con Boys Camp sería obvia, Amanda, pero no lo es.

—¿De dónde es?

—Tiene un sello de la Universidad Estatal de Arkansas.

***

Según Celeste Roko, que había estudiado la carta astral de todas sus amistades y parientes, el carácter de Indiana Jackson correspondía a su signo zodiacal, Piscis. Eso explicaría su propensión al esoterismo y su impulso irrefrenable de socorrer a cuanto ser en desgracia se cruzara en su camino, incluso a aquellos que no lo solicitaban ni lo agradecían. Carol Underwater era el blanco ideal para la errática compasión de Indiana.

Se conocieron una mañana de diciembre de 2011; Indiana estaba encadenando su bicicleta en la calle y vio con el rabillo del ojo a una mujer apoyada en un árbol cercano como si fuera a desmayarse. Corrió a ayudarla, la sostuvo, se la llevó a pasitos cortos a la Clínica Holística y la ayudó a subir la escalera hasta la oficina número 8, donde la desconocida se dejo caer, exhausta, en una de las dos frágiles sillas de la recepción. Cuando recuperó el aliento, le dio su nombre y le contó que padecía de un cáncer agresivo y la quimioterapia estaba resultando peor que la enfermedad. Conmovida, Indiana le ofreció su camilla de masaje para que se tendiera un rato, pero la otra contestó con voz vacilante que le bastaba con la silla y que si no era mucha molestia, le vendría bien algo caliente de beber. Indiana la dejó sola y partió a la carrera a comprarle una tisana, lamentando que en su reducida consulta no hubiera un hornillo para hervir agua. A la vuelta encontró a la mujer bastante repuesta, incluso había hecho un patético intento de arreglarse un poco y se había pintado los labios; la boca color ladrillo le daba un aire grotesco a ese rostro verdoso y crispado por la enfermedad, donde los ojos oscuros resaltaban como botones en la cara de un muñeco. Tenía treinta y seis años, según dijo, pero la peluca de rizos fosilizados le echaba encima diez más.

Así comenzó una alianza basada en la desgracia de una y la vocación samaritana de la otra. En repetidas oportunidades Indiana le ofreció sus métodos para fortalecer el sistema inmunológico, pero Carol se las ingeniaba para postergarlos. Al principio Indiana sospechó que tal vez no podía pagarle y se dispuso a atenderla gratis, como hacía con otros pacientes en apuros, pero ante las repetidas disculpas de Carol dejó de insistir; era consciente de que mucha gente todavía desconfía de la medicina alternativa. Ambas compartían el gusto por el sushi, los paseos por el parque y las películas románticas, así como el respeto por los animales, que en Carol Underwater se traducía en vegetarianismo como el de Amanda, pero hacía una excepción con el sushi, mientras que Indiana se limitaba a protestar por el sufrimiento de los pollos en criaderos y los ratones en laboratorios, así como por el uso de pieles en la moda. Una de sus organizaciones favoritas era Gente en Favor del Tratamiento Ético de los Animales, que el año anterior había hecho una petición al alcalde de San Francisco para cambiarle el nombre al Tenderloin, porque era inadmisible que un barrio de la ciudad se llamara como el solomillo de un vacuno maltratado y sería mejor darle el nombre de un vegetal. El alcalde no respondió.

A pesar de los ideales comunes, la amistad resultaba forzada, porque Indiana trataba de mantener cierta distancia, ya que Carol se le pegaba como caspa. La mujer se sentía impotente y desamparada, su vida era una suma de abandonos y engaños, se creía aburrida, sin atractivo, talento o habilidad social, y sospechaba que su marido se había casado con ella para obtener el visado americano. Indiana le había sugerido que revisara ese guión de víctima y lo cambiara, porque el primer paso para sanar consistía en desprenderse de la energía negativa y el resentimiento; necesitaba una historia positiva que la conectara con la totalidad del universo y la luz divina, pero Carol seguía aferrada a su desgracia. Indiana temía verse succionada por el insondable vacío de esa mujer, que se quejaba por teléfono a horas ingratas, se instalaba en su consulta a esperarla durante horas y le regalaba bombones finos, que debían de costarle un porcentaje significativo de su cheque del seguro social, y que ella consumía calculando las calorías y sin verdadero placer, porque prefería el chocolate negro con chile picante, como el que compartía con su enamorado, Alan Keller.

Carol carecía de hijos y parientes, pero contaba con un par de amigas, a quienes Indiana no conocía, que la acompañaban a la quimioterapia. Sus temas obsesivos eran su marido, un colombiano deportado por tráfico de drogas, a quien ella estaba tratando de traer de vuelta a su lado, y su cáncer. Por el momento la enfermedad no le producía dolor, pero el veneno inyectado en sus venas la estaba matando. Tenía un color ceniciento, poca energía y la voz débil, pero Indiana abrigaba la esperanza de que mejoraría, porque su olor era distinto al de otros pacientes de cáncer que ella había tratado en su consulta. Además, su propia sensibilidad para sintonizar con las enfermedades ajenas no funcionaba con Carol, y eso le parecía buen signo.

Un día, conversando de esto y aquello en el Café Rossini, Carol confesó su terror a morir y su esperanza de que Indiana la guiara, una responsabilidad que ésta no se sentía capaz de asumir.

—Tú eres una persona muy espiritual, Indi —le dijo Carol.

—¡No me asustes, mujer! La gente supuestamente espiritual que conozco es santurrona y roba libros esotéricos en las librerías —se rió Indiana.

—¿Crees en la reencarnación? —le preguntó Carol.

—Creo en la inmortalidad del alma.

—Si es cierto lo de la reencarnación, significa que he malgastado esta vida y voy a reencarnarme en una cucaracha.

Indiana le prestó sus libros de cabecera, una ecléctica mezcla de sufismo, platonismo, budismo y psicología moderna, pero se abstuvo de decirle que llevaba nueve años estudiando y recién daba los primeros pasos en el camino inacabable de la superación, le faltaban eones para experimentar la plenitud del Ser y liberar su alma de conflicto y sufrimiento. Esperaba que su instinto de curandera no le fallara, que Carol se recuperara de su cáncer y que le alcanzara el tiempo en este mundo para lograr el estado de iluminación al que aspiraba.

***

Ese miércoles de enero, Carol e Indiana habían quedado en encontrarse en el Café Rossini a las cinco de la tarde, aprovechando que un cliente había cancelado su sesión de Reiki y aromaterapia. La cita fue propuesta por Carol, quien le adelantó por teléfono a su amiga que había comenzado la radioterapia, después de pasar un par de semanas de alivio al término de la quimioterapia. Ella fue la primera en llegar, vestida con su atuendo étnico usual, que apenas disimulaba su cuerpo desgarbado y su mala postura: pantalón y túnica de algodón, de estilo vagamente marroquí, zapatillas de tenis, collar y pulseras de semillas africanas. Danny D’Angelo, uno de los meseros, que la había atendido varias veces, la recibió con la exuberancia que algunos clientes habían aprendido a temer. El hombre se jactaba de ser amigo de medio mundo en North Beach, en especial de los parroquianos del Café Rossini, donde había servido tantos años que ya nadie recordaba el local sin su presencia.

—Mira, querida, ese turbante que llevas puesto te queda mucho mejor que la peluca —fue su saludo a Carol Underwater—. La última vez que viniste me dije: Danny, tu deber es aconsejarle a esta persona que se quite el jodido zorro muerto de la cabeza, pero la verdad es que no me atreví.

—Tengo cáncer —le informó ella, ofendida.

—Pues claro, linda, cualquiera se da cuenta. Pero te verías bien calva. Ahora se usa. ¿Qué te sirvo?

—Un té de manzanilla y una biscotti, pero voy a esperar a Indiana.

—Indiana es como la jodida Madre Teresa, ¿no es cierto? Yo le debo la vida —dijo Danny, listo para sentarse a la mesa a contarle algunas anécdotas de su querida Indiana Jackson, pero el local estaba lleno y el dueño le hacía señas para que se apurara en servir las otras mesas.

Por las ventanas Danny divisó a Indiana cruzando Columbus Avenue en dirección al Café y voló a prepararle un capuchino doble coronado de crema, como a ella le gustaba, para recibirla en la puerta con la taza en la mano. «¡Saluden a la reina, plebeyos!», anunció a voz en cuello, como siempre hacía, y los clientes, acostumbrados a ese ritual, obedecieron. Indiana le dio un beso en la mejilla y llevó su capuchino a la mesa de Carol.

—De nuevo ando con náuseas, sin fuerzas para nada, Indi. No sé qué hacer, lo único que quiero es tirarme del puente —suspiró Carol.

—¿De qué puente? —preguntó Danny D’Angelo, que iba pasando con una bandeja para otra mesa.

—Es una manera de hablar, Danny —le riñó Indiana.

—Te lo pregunto, querida, porque si piensas saltar del Golden Gate no te lo recomiendo. Han puesto una rejilla y cámaras de seguridad para desalentar a los suicidas. Vienen bipolares y depresivos de todo el mundo a lanzarse de ese jodido puente, es una atracción turística. Y todos saltan por el mismo lado, hacia la bahía. No se tiran por el lado del mar por miedo a los tiburones.

—¡Danny! —exclamó Indiana, pasándole una servilleta de papel a Carol para que se sonara la nariz.

El mesero siguió con su bandeja, pero al par de minutos ya estaba de vuelta, atento a la conversación, mientras Indiana procuraba consolar a su desafortunada amiga. Le entregó un medallón de cerámica para colgarse al cuello y tres frascos oscuros con aceites de niauli, lavanda y menta; le explicó que los aceites esenciales son remedios naturales y se absorben por la piel en cosa de minutos, ideales para quien no puede soportar una medicina por vía oral. Debía poner dos gotas de niauli en el medallón y usarlo a diario contra las náuseas, unas gotas de lavanda en la almohada y frotarse la menta en la planta de los pies para levantar el ánimo. ¿Sabía que les ponen menta en los testículos a los toros viejos para…?

—¡Indi! —la interrumpió Carol—. ¡No quiero ni pensar en lo que debe ser eso! ¡Pobres toros!

En ese momento se abrió la puerta de madera y vidrio biselado, antigua y a mal traer, como casi todo en el Café Rossini, para dar paso a Lulu Gardner, que iniciaba su ronda habitual por el barrio. Todos menos Carol Underwater conocían a esa diminuta viejecita, sin dientes, arrugada como una manzana seca, con la punta de la nariz pegada a la barbilla, bonete y capa de Caperucita Roja, que existía desde los tiempos olvidados de los beatniks y se proclamaba fotógrafa oficial de la vida en North Beach. La pintoresca anciana aseguraba que había retratado a los antiguos habitantes del barrio a comienzos del siglo XX, cuando empezó a poblarse de inmigrantes italianos después del terremoto de 1906, y por supuesto, a algunos personajes inolvidables, como Jack Kerouac, que según ella escribía muy bien a máquina; a Allen Ginsberg, su poeta y activista preferido; a Joe Dimaggio, el legendario jugador de béisbol que vivió allí en los años cincuenta con su mujer, Marilyn Monroe; a las bailarinas de striptease del Condor Club, que formaron una cooperativa en los sesenta; en fin, virtuosos y pecadores, todos protegidos por San Francisco de Asís, patrono de la ciudad, desde su capilla en la calle Vallejo. Lulu andaba apoyada en un bastón tan alto como ella, con una cámara Polaroid de esas que ya no se usan y un gran álbum bajo el brazo.

Circulaban toda suerte de rumores sobre Lulu, que ella jamás desmentía: decían que parecía mendiga, pero tenía millones escondidos en alguna parte, que sobrevivió en un campo de concentración y que perdió al marido en Pearl Harbor. Sólo se sabía con certeza que era judía practicante, pero celebraba la Navidad. El año anterior Lulu había desaparecido misteriosamente y después de tres semanas sin verla en las calles del barrio, los vecinos la dieron por muerta y decidieron rendirle un homenaje póstumo. En un sitio prominente del parque Washington pusieron una fotografía ampliada de la centenaria Lulu Gardner y a su alrededor la gente dejó flores, muñecos de peluche, reproducciones de fotos tomadas por ella, sentidos poemas y mensajes. El domingo al atardecer, cuando se habían juntado espontáneamente docenas de personas con velas encendidas para darle un reverente último adiós, Lulu Gardner llegó al parque preguntando quién se había muerto, lista para retratar a los deudos. Sintiéndose burlados, varios vecinos no le perdonaron que siguiera viva.

La fotógrafa avanzó con pasitos de baile, al ritmo lento de los blues en el altoparlante, canturreando y ofreciendo sus servicios de mesa en mesa. Se acercó a Indiana y Carol, observándolas con ojillos lacrimosos; antes de que las mujeres alcanzaran a rehusar, Danny D’Angelo se colocó entre las dos, agachado para quedar a la altura de ellas, y Lulu Gardner apretó el obturador. Carol Underwater, sorprendida por el fogonazo del flash, se puso de pie con tanta violencia que se cayó la silla. «¡No quiero tus jodidas fotos, vieja bruja!», gritó, tratando de arrebatarle la cámara. Lulu retrocedió aterrada y Danny D’Angelo se interpuso para detener a Carol. Indiana trató de tranquilizar a su amiga, extrañada de esa reacción tan exagerada, mientras se elevaba un murmullo de desaprobación entre los parroquianos del local, incluso entre los ofendidos por el asunto de la resurrección. Carol, abochornada, se dejó caer en su silla, con la cara entre las manos. «Estoy con los nervios en carne viva», sollozó.