Lunes, 30
A lo largo de los tres años en que Denise West acudía a la Clínica Holística se había convertido en la paciente más querida de varios de los practicantes. Los lunes por la tarde, aunque hubiera tormenta, los dedicaba a su salud y al arte, tenía cita con Indiana Jackson para Reiki, drenaje linfático y aromaterapia, con Yumiko Sato para acupuntura, David McKee le administraba sus dulces píldoras de homeopatía y para concluir una tarde feliz, tomaba clase de pintura con Matheus Pereira. Nunca faltaba, aunque debía viajar hora y media en el mismo ruidoso camión en que llevaba los productos de su pequeña granja a los mercados callejeros. Salía temprano, porque estacionar el camión en North Beach era un desafío, y siempre les llevaba alguna delicia de su huerto a los médicos del alma, como los llamaba: limones, lechugas, cebollas, ramos de narcisos, huevos frescos.
Denise tenía sesenta años y aseguraba que estaba viva gracias a la Clínica Holística, donde le habían devuelto la salud y el optimismo después de un accidente en que acabó con seis huesos partidos y contusión cerebral. En la Clínica descargaba sus frustraciones políticas y sociales —era anarquista— y recibía suficiente energía positiva para mantenerse combativa el resto de la semana. Sus médicos del alma le tenían inmenso cariño, incluso Matheus Pereira, aunque el estilo pictórico de Denise lo ponía nervioso. Los cuadros de Pereira eran grandes lienzos de seres torturados y brochazos en colores primarios, mientras que ella pintaba pollitos y corderos, temas que sólo se justificaban porque vivía de la agricultura y la crianza de animales, ya que no tenían nada que ver con su carácter de amazona. A pesar de las diferencias en estilo, la clase transcurría con buen humor por parte de ambos. Denise le pagaba rigurosamente cincuenta dólares por clase, que Pereira aceptaba con sentido de culpa, porque lo único que ella había aprendido en tres años era a preparar telas y limpiar pinceles. Para Navidad, la mujer distribuía sus obras de arte entre sus amistades, incluso entre sus médicos del alma; Indiana poseía una colección de pollos y corderos en el garaje de su padre y Yumiko recibía el regalo con ambas manos y profundas inclinaciones, de acuerdo con la etiqueta de su país, aunque luego lo hacía desaparecer discretamente. Sólo David McKee apreciaba esos óleos y los colgaba en su oficina, porque era veterinario de profesión, aunque sus aciertos homeopáticos habían resultado tan notables que toda su clientela era humana, con excepción del caniche con reumatismo, que también era paciente de Indiana.
Fueron Ryan Miller y Pedro Alarcón quienes llevaron a Denise West a la Clínica Holística por primera vez y se la entregaron a Indiana con la esperanza de que pudiera ayudarla. Denise y Alarcón eran grandes amigos; habían sido amantes una breve temporada, pero ninguno de los dos lo mencionaba y fingían haberlo olvidado. Los huesos de Denise habían soldado tras varias operaciones complicadas, pero quedó con las rodillas y las caderas débiles y la sensación ingrata de tener una lanza clavada en el espinazo, inconvenientes que no limitaban sus actividades y que ella soportaba con puñados de aspirinas y tragos de ginebra. Andaba cansada por falta de sueño y rabiosa con el mundo, hasta que el esfuerzo combinado de los médicos del alma y la distracción de la pintura al óleo obraron el prodigio de devolverle la alegría que años antes había seducido a Pedro Alarcón.
Al término de la sesión de ese lunes con Indiana, Denise descendió de la camilla con un suspiro de dicha, se vistió con los pantalones de pana, la camisa de leñador y las botas de hombre que siempre usaba, y esperó a Ryan Miller, quien tenía cita con Indiana después de ella. Gracias a los tratamientos holísticos podía subir al segundo piso, aferrada al pasamanos art déco, pero jamás habría podido ascender por la escalera de buque que conducía al ático, de modo que la clase de pintura se llevaba a cabo en la oficina número 3, desocupada desde hacía varios años. El inversionista chino, dueño del inmueble, no había logrado alquilarla, porque allí se habían suicidado dos inquilinos: el primero se ahorcó discretamente y el otro se voló la cabeza de un pistoletazo, con el consecuente escándalo de sangre y sesos. Más de un practicante de medicina alternativa se había interesado en ese local, que estaba bien ubicado y contaba con el respaldo de la prestigiosa Clínica Holística, pero desistía al conocer la historia. En North Beach se rumoreaba que en la oficina número 3 penaban los suicidas, pero Pereira, que vivía en el edificio, nunca había visto nada sobrenatural.
A menudo Ryan Miller, que veía a Indiana los lunes, pasaba después de su sesión a buscar a Denise a la clase de pintura y la acompañaba hasta su camión. También él tenía la suerte de recibir óleos de animales domésticos para Navidad, que iban a dar a la subasta anual de un refugio para mujeres víctimas de abuso, donde eran debidamente apreciados.
***
Miller salió de la consulta de Indiana en paz con el mundo y consigo mismo, llevándose la imagen de ella y la sensación viva de sus manos en el cuerpo. En el pasillo se cruzó con Carol Underwater, con quien se había topado varias veces en la clínica.
—¿Cómo está, señora? —le preguntó por cortesía, anticipando la respuesta, que siempre tenía el mismo cariz.
—Con cáncer, pero todavía viva, como ve.
Después de la sesión con Miller, a Indiana se le esfumó la serenidad que la invadía en su trabajo, cuando estaba absorta en la intención de sanar, y volvió a sumirse en la tristeza de su romance frustrado y el vago temor de sentirse observada, del que no lograba desprenderse. A las pocas horas de separarse de su amante en el parque se le había pasado el enojo y había comenzado el duelo por haberlo perdido; nunca había llorado tanto por amor. Se preguntaba cómo no percibió los indicios de que algo andaba mal. Alan tenía el alma ausente, estaba preocupado y deprimido, se habían distanciado. En vez de indagar, ella optó por darle tiempo y espacio, sin sospechar que la causa fuera otra mujer. Recogió las sábanas y toallas, ordenó su pequeño consultorio y anotó un par de observaciones sobre el estado de salud de Denise West y Ryan Miller, tal como hacía con cada paciente.
Ese día le tocó a Carol Underwater consolar a Indiana, una novedad en esa amistad, en la que ella había adoptado el papel de víctima. El domingo se había enterado de lo ocurrido con Keller cuando llamó a Indiana para invitarla al cine, notó que estaba angustiada y la obligó a desahogarse. Indiana la vio entrar con un canasto bajo el brazo y, conmovida con la bondad de esa mujer que podía morirse en poco tiempo y tenía razones más serias que las suyas para desesperarse, se arrepintió de las múltiples ocasiones en que le fallaba la paciencia con ella. La vio sentada en la silla de la recepción, con su pesada falda, chaquetón color tierra, pañuelo en la cabeza y el canasto en las rodillas, y decidió que cuando Carol terminara con la radioterapia y se sintiera mejor, la llevaría a sus tiendas favoritas de ropa usada y le compraría algo más juvenil y femenino. Se consideraba una experta en materia de ropa usada, se le había afinado el ojo y solía descubrir inapreciables tesoros enterrados entre trapos inútiles, como sus botas de culebra, el colmo de la elegancia, que podía usar sin escrúpulos, porque ningún reptil había sido despellejado; eran de plástico, hechas en Taiwán.
—Me da pena por ti, Indi. Sé que estás sufriendo, pero pronto verás que esto es una bendición para ti. Mereces un hombre mucho mejor que Alan Keller —dijo Carol.
Su voz era vacilante y quebradiza, hablaba en susurros espasmódicos, como si le faltara aire o se le confundieran las ideas, la voz de las rubias tontas del cine antiguo en el cuerpo de una campesina de los Balcanes, como la describió Alan Keller después de conocerla, en la única oportunidad en que se encontraron los tres en el Café Rossini. Indiana, que debía esforzarse para oírla, apenas podía disimular la irritación que le producía esa forma de hablar, que atribuía a la enfermedad, tal vez Carol tenía dañadas las cuerdas vocales.
—Hazme caso, Indiana, Keller no te convenía.
—En el amor nadie piensa en la conveniencia, Carol. Alan y yo estuvimos juntos cuatro años y fuimos felices, al menos eso creía.
—Es mucho tiempo. ¿Cuándo pensaban casarse?
—Nunca hablamos de eso.
—¡Qué extraño! Los dos son libres.
—No teníamos apuro. Yo pensaba esperar que Amanda se fuera a la universidad.
—¿Por qué? ¿Tu hija no se llevaba bien con él?
—Amanda no se lleva bien con nadie que esté conmigo o con su padre, es celosa.
—No llores, Indiana. Pronto habrá una cola de pretendientes en tu puerta y espero que esta vez seas más selectiva. Keller es cosa del pasado, como si estuviera muerto, no te acuerdes más de él. Mira, traje un regalo para Amanda, dime qué te parece.
Colocó el canasto sobre el escritorio y levantó el trapo que lo cubría. Adentro, en un nido improvisado con una bufanda de lana, había un animal diminuto durmiendo.
—Es una gatita —dijo.
—¡Carol! —exclamó Indiana.
—Me dijiste que tu hija quería una gata…
—¡Qué regalo maravilloso! Amanda va a estar feliz.
—No me costó nada, me la dieron en la Sociedad Protectora de Animales. Tiene seis semanas, está sana y le pusieron las vacunas. No molesta en nada. ¿Puedo entregársela personalmente a tu hija? Me gustaría conocerla.