Viernes, 9
Pedro Alarcón llegó al loft de Miller pasadas las diez de la noche del jueves, después de haber intentado en vano comunicarse con él por teléfono. Al mediodía había recibido una llamada de Indiana, muy preocupada por Ryan, porque había hablado con él la noche anterior para decirle que iba a casarse con Alan Keller.
—Creí que querías a Ryan —le dijo Alarcón.
—Lo quiero mucho, es un gran tipo, pero llevo cuatro años con Alan y tenemos algo en común que no tengo con Ryan.
—¿Qué cosa?
—No es el caso hablar de eso, Pedro. Además, Ryan tiene que resolver algunos asuntos del pasado, no está listo para una relación seria.
—Eres su primer amor, eso me dijo. Iba a casarse contigo. Es típico de Miller llegar a esa decisión sin informar a la principal interesada.
—Me informó, Pedro. Todo esto es culpa mía, porque no fui clara con él. Supongo que yo estaba muy mal por haber roto con Alan y me aferré a Ryan como a un salvavidas. Tuvimos unas semanas ideales, pero mientras estaba con Ryan pensaba en Alan, era inevitable.
—¿Comparándolos?
—Tal vez… No lo sé.
—Me cuesta creer que Keller saliera ganando con la comparación.
—No es tan simple, Pedro. Hay otro motivo, pero no se lo dije a Ryan, porque no tiene nada que ver con él. Se indignó. Dijo que Alan me domina y manipula, que soy incapaz de tomar una decisión racional, que él iba a protegerme para impedir que hiciera una estupidez, empezó a gritar y me amenazó con arreglar este asunto a su manera. Se transformó, Pedro, se puso como loco, igual que en el club de Danny D’Angelo, sólo que anoche no había tomado alcohol. Ryan es como un volcán que de repente estalla y escupe lava ardiendo a borbotones.
—¿Qué quieres que haga yo, Indiana?
—Anda a verlo, habla con él, trata de hacerlo entrar en razón, a mí no quiso oírme y ahora no me contesta el teléfono ni el email.
Alarcón era la única persona a quien Miller le había dado llave de su loft, porque se hacía cargo de Atila cuando él viajaba; si se trataba sólo de una o dos noches, se quedaba con el perro en el loft, si la ausencia se prolongaba, se lo llevaba a su departamento. Alarcón tocó el timbre un par de veces y como no recibió respuesta, abrió la puerta de la antigua imprenta con la clave, subió en el enorme ascensor industrial hasta el único piso ocupado del edificio, usó la llave que le había dado Miller para destrabar las pesadas puertas metálicas y se encontró directamente en el gran espacio vacío que era la vivienda de su amigo.
Estaba oscuro, no oyó ladrar al perro y nadie contestó a su llamado. Tanteando la pared dio con el interruptor, encendió la luz y se apresuró en desconectar la alarma, el sistema de seguridad, que podía electrocutar al intruso que entrara sin invitación, y las cámaras que se activaban con cualquier movimiento y siempre estaban encendidas cuando Miller salía. La cama estaba hecha, no había ni un vaso sucio en el lavaplatos, imperaba orden y limpieza militar. Se sentó a leer un manual de las computadoras de Miller, mientras esperaba.
Una hora más tarde, después de intentar varias veces comunicarse con su amigo con el móvil, Alarcón fue a su coche a buscar la hierba mate y la novela latinoamericana que estaba leyendo y volvió al piso. Puso a tostar dos rebanadas de pan, calentó agua para su mate y volvió al sillón a leer, esta vez con una de las almohadas y la frazada eléctrica de Miller, porque el loft estaba helado y él no había logrado curarse del todo de una gripe persistente, que lo molestaba desde comienzos de enero. A medianoche, cansado, apagó la luz y se durmió.
A las seis y veinticinco de la mañana Alarcón despertó sobresaltado con el cañón de un arma en la frente. «¡Casi te mato, idiota!». En el amanecer de ese día brumoso la luz apenas se filtraba por las ventanas sin cortinas y la figura de Miller parecía gigantesca con el arma empuñada a dos manos, el cuerpo en actitud de ataque, la expresión determinada de un asesino. La imagen duró apenas un instante, hasta que Miller se enderezó y guardó su pistola en la cartuchera, que llevaba bajo la chamarra de cuero, pero se quedó fija en la mente de su amigo con el impacto de una revelación. Atila observaba la escena acechando desde el ascensor, donde sin duda Miller le había indicado que esperara.
—¿Dónde andabas, hombre? —preguntó el uruguayo, con fingida tranquilidad y el corazón en la boca.
—¡No vuelvas a entrar aquí sin avisarme! La alarma y la electricidad estaban desconectadas, pensé lo peor.
—¿Un mafioso ruso o un terrorista de Al-Qaida? Siento haberte defraudado.
—Te lo advierto en serio, Pedro. Ya sabes que aquí hay información de alta seguridad. No vuelvas a darme este susto.
—Te llamé hasta cansarme. Indiana también. Vine porque ella me lo pidió. Te repito la pregunta, ¿adónde fuiste?
—A hablar con Keller.
—¡Armado de una pistola! Excelente. Supongo que lo mataste.
—Me limité a zamarrearlo un poco. ¿Qué ve Indiana en ese mequetrefe? Podría ser su padre.
—Pero no lo es.
Miller le contó que había ido al viñedo de Napa dispuesto a entenderse de hombre a hombre con Keller. Durante tres años lo había visto tratar a Indiana como a una querida temporal y semiclandestina, una de tantas, porque salía con otras, como una baronesa belga con quien decían que iba a casarse. Cuando por fin Indiana le tomó el peso a la situación y rompió con él, Keller pasó semanas sin comunicarse con ella, prueba de lo poco que realmente le importaba esa relación.
—Pero apenas supo que ella estaba conmigo, llegó con un anillo a ofrecerle matrimonio, otra de sus tácticas para ganar tiempo. ¡Tendrá que pasar sobre mi cadáver! Voy a defender a mi mujer como sea.
—Los métodos de navy seal pueden ser inadecuados en este caso —le sugirió Alarcón.
—¿Tienes una idea mejor?
—Que te dediques a convencer a Indiana en vez de amenazar a Keller. Voy a prepararme otro mate antes de irme a la universidad. ¿Quieres café?
—No, ya desayuné. Voy a hacer mis ejercicios de Qigong y después voy a salir a correr con Atila.
***
Una hora más tarde el uruguayo estaba llegando a Palo Alto, conduciendo por la carretera 280 con la voz sensual de Cesária Évora acompañándolo, sin apuro, gozando del panorama de ondulantes cerros verdes, como había hecho a diario por años, siempre con el mismo efecto benéfico en su ánimo. Ese viernes no tenía clases, pero en la universidad lo esperaban dos investigadores con quienes estaba desarrollando un proyecto, un par de jóvenes genios que con audacia e imaginación alcanzaban rápidamente las mismas conclusiones que a él le costaban esfuerzo y estudio. El campo de la inteligencia artificial pertenece a las nuevas generaciones, que traen la tecnología incorporada en el ADN y no a un tipo como yo, que debería estar pensando en jubilarme, suspiraba Alarcón. Había pasado mala noche en el sofá de Miller y sólo tenía un par de mates en el cuerpo, necesitaba desayunar apenas llegara a Stanford, donde se podía comer como la realeza en cualquiera de sus cafeterías. Lo interrumpió su móvil con el himno nacional del Uruguay y contestó por el altavoz del coche.
—¿Indiana? Iba a llamarte para contarte de Miller, todo está bien…
—¡Pedro! ¡Alan está muerto! —lo interrumpió Indiana y los sollozos no le permitieron continuar.
El inspector Bob Martín se puso en la línea y le informó que estaban llamando desde su coche, que veinte minutos antes Indiana había recibido una llamada del Departamento de Policía de Napa notificándole que Alan Keller había muerto en su viñedo. No quisieron darle detalles, excepto que no fue de muerte natural, le ordenaron que se presentara a reconocer el cadáver, aunque ya lo habían hecho los empleados de la casa, y le ofrecieron mandar a buscarla, pero él decidió llevarla personalmente, porque no deseaba que Indiana enfrentara la situación sin su apoyo. Su tono era seco y preciso y colgó antes de que Alarcón alcanzara a averiguar más.
Esa mañana Indiana salía de la ducha, desnuda y con el pelo empapado, cuando recibió el llamado de la policía de Napa. Pasó medio minuto antes de que reaccionara y bajara corriendo a la casa de su padre envuelta en una toalla, llamándolo a gritos. Blake Jackson cogió el teléfono y le pidió ayuda a la primera persona que vino a su mente en aquel trance: su ex yerno. En lo que tardaron Indiana y su padre en vestirse y colar café, Bob Martín se presentó con otro policía en un coche patrullero y partieron a la mayor velocidad posible, con la sirena encendida, a la autopista 101 norte.
Por el camino el inspector habló con su colega de Napa, el teniente McLaughlin, a quien no le cabía duda de que estaban frente a un homicidio, porque la causa de muerte no podía atribuirse a un accidente o un suicidio. Dijo que la llamada al 911 llegó a las siete diecisiete de la mañana de una persona que se identificó como María Pescadero, empleada doméstica de la residencia. Él fue el primero en llegar y procedió a verificar los hechos, hacer una somera inspección, sellar la escena e interrogar a los dos empleados, María y Luis Pescadero, mexicanos, legales, que habían trabajado en la viña durante once años, primero con el dueño anterior y luego con el difunto. Hablaban poco inglés, pero pronto llegaría uno de sus agentes que hablaba español y podría entenderse con ellos. Bob Martín le ofreció servir de intérprete, le pidió que limitara el acceso a toda la propiedad, no solamente la casa, y le preguntó quién iba a levantar el cuerpo. El teniente replicó que el suyo era un condado muy tranquilo, donde no se presentaban casos como ése y no disponían de un médico patólogo o forense, normalmente algún médico local, un dentista, un farmacéutico o el dueño de la funeraria local firmaban el certificado de muerte. Si existían dudas sobre la causa del fallecimiento y se requería una autopsia, llamaban a alguien de Sacramento.
—Cuente con nuestro apoyo, teniente —le dijo Bob Martín—. El Departamento de Homicidios de San Francisco está a su disposición. Tenemos todos los recursos necesarios. El señor Alan Keller pertenecía a una familia distinguida de nuestra ciudad y se encontraba temporalmente en la viña. Si le parece, daré orden de inmediato para que le manden a mi equipo forense a levantar el cuerpo y recopilar pruebas. ¿Ya avisó a la familia Keller?
—En eso estamos. Encontramos el nombre y el teléfono de la señorita Indiana Jackson puestos con un imán en el refrigerador de la casa. Los Pescadero tenían instrucciones de llamarla en caso de emergencia.
—Vamos entrando a la carretera 29, teniente McLaughlin, pronto estaremos allá.
—Lo espero, inspector jefe.
Indiana explicó que Alan temía por su salud, se tomaba la presión a diario y creía que a su edad podía darle un ataque al corazón en cualquier momento, además acababa de pasar un gran susto por error de un laboratorio médico, por eso tenía su número de teléfono en la billetera y en el refrigerador. «De poco le habría servido, porque tu móvil o lo has perdido o está sin batería», comentó el inspector, pero comprendió que en esos momentos debía ser más delicado con Indiana, que no había dejado de llorar en todo el camino. Su ex mujer quería a Keller más de lo que el tipo merecía, concluyó.
***
En el viñedo los recibió el teniente McLaughlin, de unos cincuenta años, con aspecto de irlandés, el pelo canoso, la nariz roja de buen bebedor y una gran barriga que le colgaba por encima del cinturón. Se movía con la pesadez de una foca fuera del agua, pero era de mente rápida y tenía una experiencia de veintiséis años en la policía, en la que había ascendido con paciencia y sin brillo hasta ese puesto en Napa, donde podía cumplir con tranquilidad el tiempo que le quedaba para jubilarse. El asesinato de Keller era un problema, pero se puso a la tarea con la disciplina adquirida en su profesión. La presencia del inspector jefe de Homicidios de San Francisco no lo intimidó. A su vez, Bob Martín lo trató con gran deferencia, para evitar molestias.
McLaughlin ya había hecho marcar el perímetro de la casa, había colocado varios carros policiales en torno a la propiedad para impedir la entrada, y había dejado a Luis Pescadero en el comedor y a su mujer en la cocina, con el fin de interrogarlos por separado, sin que tuvieran ocasión de ponerse de acuerdo en las respuestas. Sólo le permitió a Bob Martín que lo acompañara a la sala donde estaba el cadáver, para evitarle ese espectáculo a la señorita, como dijo, como si hubiera olvidado que él mismo la había llamado. Debían esperar al equipo forense que había enviado Petra Horr y que ya estaba en camino.
Alan Keller estaba recostado en un confortable sillón color tabaco, con la cabeza apoyada en el respaldo, en la posición de alguien sorprendido durmiendo la siesta. Había que verle la cara con el labio roto y rastros de sangre y el pecho atravesado por una flecha para comprender que su muerte había sido violenta. Bob Martín observó el cuerpo y el resto de la escena, dictando sus primeras observaciones en su grabadora de bolsillo, mientras McLaughlin lo observaba desde el umbral con los brazos cruzados sobre la barriga. La flecha había penetrado profundamente, clavando el cuerpo contra el respaldo del sillón, lo que indicaba un tirador experto o un disparo desde muy cerca. Dedujo que los rastros de sangre en un puño de la camisa correspondían a la nariz y le extrañó que la herida de la flecha hubiera sangrado tan poco, pero no podía inspeccionar el cuerpo hasta que llegara el equipo forense.
En la cocina, María había preparado café para todos y acariciaba por turnos la cabeza de un labrador color vainilla y la mano de Indiana, quien apenas podía abrir los párpados hinchados de llanto. Indiana creía ser la última persona que vio a Alan Keller con vida, aparte del asesino. Habían cenado temprano en San Francisco, él la había dejado en su casa y se habían despedido con planes de verse el domingo, después de que Amanda regresara al colegio. Keller había vuelto al viñedo, un viaje que no le pesaba, porque de noche no había tráfico y se acompañaba con audiolibros.
Bob Martín y el teniente McLaughlin interrogaron a María Pescadero a solas en la biblioteca, donde estaban las colecciones de huacos y jades en nichos empotrados en la pared, protegidos por gruesos cristales, bajo llave. María había desconectado la alarma para una primera inspección de McLaughlin, pero les advirtió que no tocaran los vidrios de las colecciones, que tenían un sistema de seguridad separado. Keller se confundía con los códigos y a menudo se le disparaba alguna alarma porque no alcanzaba a desconectarla, por eso no usaba las de la casa, sólo la de la biblioteca, donde también había detectores de movimiento y cámaras de televisión. En los vídeos de la noche anterior, que McLaughlin ya había visto, no figuraba nada anormal, nadie había entrado en esa sala antes de que María la abriera a la policía.
La mujer resultó ser uno de esos raros testigos con buena memoria y poca imaginación, que se limitan a responder las preguntas sin especular. Dijo que vivía con su marido en una casita dentro de la propiedad, a diez minutos a pie de la casa principal, ella corría con la cocina y otros aspectos domésticos y su marido se ocupaba del mantenimiento y hacía de cuidador, jardinero y chofer. Se llevaban muy bien con Keller, un patrón generoso y poco exigente en los detalles. El perro era suyo, había nacido y vivido siempre en la propiedad, pero nunca fue buen guardián, ya tenía más de diez años y le costaba un poco andar, dormía en su porche en el verano y dentro de su vivienda en invierno, de modo que no se enteró cuando el autor del homicidio entró a la casa grande. A eso de las siete de la tarde del día anterior, su marido llevó leña para la chimenea de la sala y de la habitación de Keller, luego cerraron la casa, sin conectar la alarma, y se fueron con el perro.
—¿Notó algo poco usual anoche?
—Desde nuestra casa no se ve la entrada a la viña ni a esta casa. Pero ayer por la tarde, poco antes de que llegara Luis con la leña, vino un hombre a hablar con el señor Keller. Le expliqué que no estaba, no quiso dejar su nombre y se fue.
—¿Usted lo conocía?
—Nunca lo había visto.
María explicó que esa mañana, a las siete menos cuarto, ella volvió a la casa grande, como todos los días, a preparar el café y las tostadas con que desayunaba su patrón. Se quedó en la cocina y le abrió la puerta al pasillo al perro, porque a Keller le gustaba despertar con el animal, que se subía con dificultad a su cama y se le echaba encima. Un instante más tarde, María escuchó los aullidos del labrador. «Fui a ver qué pasaba y vi al señor en el sillón de la sala. Me dio pena que se hubiera dormido allí, sin taparse, con la chimenea apagada, debía de tener mucho frío. Cuando me acerqué y vi… vi cómo estaba, volví a la cocina, llamé a Luis por el celular y enseguida al 911».