Viernes, 20

Blake Jackson había organizado su horario en la farmacia para estar libre los viernes por la tarde e ir a buscar a su nieta al internado a las tres, hora en que terminaba la semana escolar. La llevaba a su casa o a la de Bob Martín, según los turnos establecidos, y como ese fin de semana le tocaba con él, disponían de dos días completos de ocio y camaradería, tiempo sobrado para jugar al Ripper. La vio salir del colegio entre el tropel de alumnas, arrastrando sus bultos, con el pelo desordenado, buscándolo con esa expresión ansiosa que a él siempre lo conmovía. Cuando Amanda era pequeña él solía esconderse sólo para ver la sonrisa de enorme alivio de su nieta al encontrarlo. No quería pensar en lo que iba a ser su vida cuando ella abandonara el nido. Amanda lo besó y entre los dos echaron en la cajuela la mochila, la bolsa de ropa sucia, los libros y el violín.

—Tengo una idea para tu libro —dijo la nieta.

—¿Cuál?

—Una novela policial. Escoge cualquiera de los crímenes que estamos investigando, lo exageras un poco, lo haces bien sangriento, le metes algo de sexo, mucha tortura y persecuciones en coche. Yo te ayudo.

—Se necesita un héroe. ¿Quién sería el detective?

—Yo —dijo Amanda.

En la casa ya estaban Elsa Domínguez, que había llegado con un pollo a la cacerola, e Indiana lavando las toallas y sábanas de su consulta en la vieja lavadora de su padre, en vez de en la lavandería automática del sótano de la Clínica Holística, como hacían los inquilinos de las otras oficinas. Cuatro años antes, cuando Amanda había empezado la secundaria en el internado, Elsa decidió reducir sus horas de trabajo e iba sólo dos veces al mes a limpiar, pero visitaba a Blake Jackson con frecuencia. Con discreción, la buena mujer dejaba en el refrigerador recipientes de plástico con sus platillos preferidos, lo llamaba por teléfono para recordarle que se cortara el pelo, sacara la basura y cambiara sus sábanas, detalles que a Indiana y Amanda no se les ocurrían.

Si Celeste Roko lo visitaba, Blake Jackson se encerraba en el baño y llamaba a Elsa pidiendo socorro, asustado ante la posibilidad de quedarse solo con la pitonisa, porque poco después de que él enviudara ella le había notificado que las cartas astrales de ambos eran particularmente compatibles y, ya que estaban solos y libres, no sería mala idea juntarse. En esas ocasiones Elsa acudía a toda prisa, servía té y se instalaba en la sala a acompañar a Blake hasta que Celeste se daba por vencida y se retiraba con un portazo.

Elsa tenía cuarenta y seis años y aparentaba sesenta, padecía de dolor de espalda crónico, artritis y venas varicosas, pero no le fallaba el buen humor y andaba siempre cantando himnos religiosos entre dientes. Nadie la había visto sin blusa o remera de mangas largas, porque la avergonzaban las cicatrices de los machetazos que recibió cuando los soldados mataron a su marido y a dos de sus hermanos. Llegó sola a California a los veintitrés años, dejando cuatro niños chicos con parientes en un pueblo fronterizo de Guatemala, trabajó de sol a sol para mantenerlos y luego los trajo a su lado uno por uno, cabalgando de noche en los techos de los trenes, cruzando México en camiones y arriesgando la vida para pasar la frontera por senderos clandestinos, convencida de que si la existencia como inmigrante ilegal era dura, peor sería en su país. El mayor de sus hijos se incorporó al ejército con la esperanza de hacer carrera y obtener la ciudadanía estadounidense, iba por el tercer turno en Irak y Afganistán y no había visto a su familia en dos años, pero en sus breves comunicaciones telefónicas se manifestaba muy satisfecho. Sus dos hijas, Alicia y Noemí, tenían vocación de empresarias y se las habían arreglado para obtener permisos de trabajo; Elsa estaba segura de que saldrían adelante y en un futuro, si había una amnistía para los inmigrantes clandestinos, tendrían la residencia. Las dos muchachas dirigían a un grupo de mujeres latinas indocumentadas, en uniformes rosados, que limpiaban casas. Ellas las transportaban a sus empleos en camionetas también rosadas con el curioso nombre de «Cenicientas Atómicas» pintado en la carrocería.

***

Amanda descargó sus bultos en el vestíbulo, besó a su madre y a Elsa, que la llamaba «mi ángel» y la había mimado por todo lo que no pudo mimar a sus propios hijos cuando eran pequeños. Mientras Indiana y Elsa doblaban ropa recién salida de la secadora, ella empezó una partida de ajedrez a ciegas desde la cocina con su abuelo, que estaba frente al tablero en la sala.

—Han desaparecido una camisa de dormir, sostenes y bragas de mi ropero —anunció Indiana.

—No me mires a mí, mamá. Yo uso talla 2 y tú apenas entras en la talla 10. Además no me pondría ni muerta algo con encaje, porque pica —replicó Amanda.

—No te estoy acusando, pero alguien me sacó ropa interior.

—Será que la perdiste… —sugirió Elsa.

—¿Dónde, Elsa? Sólo me saco las bragas en mi casa —le contestó Indiana, aunque eso era inexacto, pero si las hubiera dejado en una habitación del Fairmont se habría dado cuenta antes de llegar al ascensor—. Me faltan un sostén rosado y otro negro, dos bragas también rosadas y mi camisa de dormir fina, no alcancé a ponérmela ni una sola vez, la tenía reservada para una ocasión importante.

—¡Qué raro, niña! Tu apartamento siempre queda cerrado.

—Alguien entró, estoy segura. Esa persona también se metió con mis frascos de aromaterapia, pero creo que no se llevó ninguno.

—¿Te los desordenó? —le preguntó Amanda, súbitamente interesada.

—Los alineó en orden alfabético y ahora no puedo encontrar nada. Yo tengo mi propio orden.

—Es decir, tuvo tiempo de sobra para escarbar en tus cajones, sacar la ropa que le gustó y ordenar tus frascos. ¿Se llevó algo más? ¿Te fijaste en la cerradura de la puerta, mamá?

—No se llevó nada más, me parece. La cerradura está intacta.

—¿Quién tiene llave de tu puerta?

—Varias personas: Elsa, mi papá y tú —replicó Indiana.

—Y Alan Keller, aunque él no te va a robar la misma lencería ridícula que te regala —masculló Amanda entre dientes.

—¿Alan? No tiene llave, nunca viene aquí.

En la sala Blake Jackson movió un caballo, se lo notificó a gritos a su nieta y ella le contestó en la misma forma que iba a darle mate en tres.

—Mi papá también tiene llave de tu apartamento —le recordó su hija a Indiana.

—¿Bob? ¿Por qué iba a tenerla? ¡Yo no tengo llave del suyo!

—Tú se la diste para que te instalara el televisor, cuando te fuiste a Turquía con Keller.

—Pero, Amanda, cómo se te ocurre sospechar de tu papá, niña por Dios. Tu papá no es ningún ladrón, es policía —intervino Elsa Domínguez, desconcertada.

En principio Indiana estaba de acuerdo con ella, aunque le entraban algunas dudas, porque Bob Martín era imprevisible. Solía darle disgustos, más que nada porque violaba los acuerdos que hacían respecto a Amanda, pero en general la trataba con la consideración y el cariño de un hermano mayor. También le daba conmovedoras sorpresas, como en su último cumpleaños, cuando le mandó una torta a la consulta. Sus colegas de la Clínica Holística acudieron provistos de champán y vasos de papel, encabezados por Matheus Pereira, a brindar por ella y compartir la torta. Al partirla con un cortapapeles, Indiana descubrió adentro una bolsita de plástico con cinco billetes de cien dólares, suma nada despreciable para su ex marido, cuyo único ingreso era su sueldo de policía, y fabulosa para ella. Sin embargo, ese mismo hombre que había mandado a hacer la torta con el tesoro adentro era capaz de introducirse en su apartamento sin permiso.

En los tres años que estuvieron casados y convivieron bajo el techo de Blake Jackson, Bob la controlaba como un maniático y después del divorcio pasó un buen tiempo antes de que se resignara a mantener cierta distancia y respetar su privacidad. Había madurado, pero todavía tenía el carácter dominante y agresivo del capitán de equipo que había sido y que tanto lo había ayudado en su carrera en el Departamento de Policía. De joven sufría arrebatos de ira y destrozaba lo que cayera en sus manos; durante esas crisis Indiana abrazaba a su hija y corría a refugiarse en la casa de algún vecino hasta que llegara su padre, al que había llamado de urgencia a la farmacia. En presencia de su suegro, Bob se calmaba de inmediato, prueba de que en realidad no perdía la cabeza por completo. El vínculo entre ambos hombres llegó a ser muy fuerte y se mantuvo intacto cuando Bob e Indiana se divorciaron. Blake siguió tratándolo con la autoridad de un padre benévolo y a su vez Bob era servicial como un buen hijo. Iban juntos a partidos de fútbol, a ver películas de acción y tomar unos tragos en el Camelot, el bar preferido de ambos.

Antes de conocer a Ryan Miller, su ex marido era la segunda persona, después de su padre, a quien Indiana acudía en caso de necesidad, segura de que resolvería el problema, aunque de paso la apabullara con consejos y reproches. Admiraba sus cualidades y lo quería mucho, pero Bob era capaz de gastarle esa broma, podía haberle sustraído su ropa interior para demostrar lo fácil que resultaba robarle. Llevaba tiempo insistiendo en la necesidad de cerraduras nuevas y una alarma.

—¿Recuerdas que me prometiste una gata? —le preguntó Amanda a su madre, interrumpiendo sus cavilaciones.

—A fines de agosto vas a ir a la universidad, hija. ¿Quién se hará cargo de la gata cuando te vayas?

—El abuelo. Ya lo hablamos y él está de acuerdo.

—A mister Jackson le vendrá bien tener un animalito. Va a estar muy solo sin su nieta —suspiró Elsa.