Como era Martí

Según los que lo conocieron, Martí era físicamente un hombre de tipo corriente a primera vista, pero en su trato se revelaban su atractivo, su gran talento, cultura y humanismo, que le imprimían el sello indiscutible de hombre extraordinario.

Era delgado, pálido; medía aproximadamente cinco pies y seis pulgadas y pesaba entre 130 y 140 libras. De ancha frente y ojos glaucos, su mirada era suave, pero penetrante. Su voz era persuasiva, de pronunciación castellana sin exageración. Durante toda su vida sufrió de la dolencia que le causaron la cadena y el grillete cuando estuvo preso en las canteras de San Lázaro por luchar por la independencia de Cuba. Dormía poco y, pese a ser de cuna humilde, conocía la buena comida, aunque comía poco. No era aficionado ala bebida, y sólo tomaba vino reconstituyente Mariani, entonces en boga, y alguna que otra copa de Tokay o Chanti. No era fumador.

De pelo negro, su poblado bigote cubría una boca fina. A medida que iba hablando en la tribuna revolucionaria, su verbo se volvía candente y subyugaba a su auditorio con su magnetismo.

Vestía modestamente, negros el traje y la corbata, en señal de luto por la patria encadenada.

Era hombre cordial y cortés, siempre tenía una palabra amable, hasta para sus enemigos; aunque mantenía con firmeza sus convicciones.

Trabajador incansable, su labor como revolucionario, escritor, periodista, poeta y orador era admirable por la profundidad y videncia de su pensamiento.

Sus manos de intelectual y artista eran finas. En la izquierda usaba un anillo de hierro con la palabra “Cuba”.

Amaba la Naturaleza, los buenos libros y la buena música. Sabía apreciar la pintura y fue aficionado al teatro, para el que escribió varias obras y proyectó otras, que no tuvo tiempo ni sosiego para realizar.

Sacando nuevas fuerzas ante cualquier revés, desde su adolescencia rebelde hasta su muerte, luchó sin desmayo, con voluntad de hierro por la independencia de Cuba, por “Nuestra América” y por la Humanidad, “con todos y para el bien de todos”.

Fue un gran hombre, por su vida limpia y fecunda al servicio de los más altos ideales, y por su noble y luminoso ideario, que se mantiene vigente por la sagacidad y profundidad de sus postulados. Murió “de cara al sol” a los 42 años.