36° 15´23´´Norte — 32° 43´02´´Oeste
A más de dos mil millas del pequeño café de Washington D.C. donde se hallan los tripulantes del Pingarrón, el Atlántico Norte parece dormitar en una quietud sobrenatural, se diría que recuperándose aún de la furia de pasadas tormentas.
Sin viento, sin olas, sin una sola nube en el cielo que enturbie la luz de la luna brillando sobre un océano en absoluta calma que, como un espejo, devuelve el reflejo de hasta la última de las estrellas que tachonan la bóveda celeste.
Por ello quizá, llama aún más la atención un extraño objeto flotando en mitad de la nada. Una minúscula e incoherente anomalía quebrando la superficie del agua.
Una pequeña caja hermética de aluminio.
Pero entonces, algo inesperado viene a romper la quietud nocturna.
Se trata de un sonido. Un lejano ronroneo mecánico que va ganando en intensidad a medida que se aproxima.
Un barco.
Un pesquero de arrastre que atraviesa la noche con las luces de posición apagadas para ocultar su presencia.
Navega con las redes tendidas, presto a capturar cualquier pez que nade en las proximidades, dirigiéndose sin saberlo hacia el punto exacto donde flota la caja metálica. El recipiente en cuyo interior, se conserva viva la cepa de un virus gracias a la gélida temperatura del mar que la rodea.
Paciente, como solo una forma de vida prácticamente inmortal puede llegar a serlo.