El banquero y el almirante

A pesar del mal estado de la línea telefónica, el banquero mallorquín identificó la voz al otro extremo como la del almirante. No era la primera vez que hablaban así, ni la segunda, y lo que había sido un encuentro casual dos años antes en una recepción de la embajada española en Berlín, había fraguado hasta convertirse en una estrecha y beneficiosa colaboración para ambas partes. Sobre todo desde que Joan March se había ofrecido a proporcionar combustible a los submarinos alemanes de forma clandestina, dentro de las aguas territoriales españolas. A cambio, no solo había recibido ingentes cantidades de dinero por parte de la Kriegsmarine sino también, y de forma ocasional, información privilegiada que no había dudado en utilizar en su propio beneficio, como era el caso que le ocupaba en ese momento.

—... esta madrugada cruzará frente a Gibraltar, bordeando la costa sur del estrecho —decía la voz al otro lado del aparato, con su inconfundible acento germánico—. Uno de mis submarinos le estará esperando para mandarlo a pique.

—Entiendo —mintió March—. Y a continuación, quieres que recupere del barco hundido esa extraña máquina de la que me has hablado antes.

—Así es. No puedo permitir que caiga en manos inglesas y, si lo logras, serás generosamente recompensado.

March dudó un momento, pero finalmente se atrevió a preguntar.

—Wilhem, ¿estás seguro de que esta línea...? En fin, ya sabes. ¿Estás convencido de que nadie puede estar escuchándonos?

—Soy el jefe de la Abwehr —zanjó, entendiendo que cualquier otra aclaración era redundante. No obstante, añadió: — ¿Crees que estaría tratando estos asuntos contigo de no estar absolutamente seguro?

—Sí... claro, disculpa mi natural paranoia, amigo mío. —Carraspeó y dejó pasar unos segundos antes de proseguir—. Verás... no va a ser nada fácil encontrar a la gente adecuada para ese trabajo en tan poco tiempo, Wilhelm. Y además, resultará muy caro sobornar tanto a los ingleses como a los españoles para mantenerlos alejados y que no se acerquen a husmear.

Su interlocutor resopló al otro lado de la línea.

—¿Alguna vez ha sido un problema el dinero?

—Lo sé, lo sé —convino el banquero, dibujando en sus labios una sonrisa avariciosa.

El almirante hizo una pausa, antes de volver a preguntar.

—¿Podrás hacerlo?

—Por supuesto, Wilhelm. Aunque todo esto... —alegó, dubitativo— resulta muy desconcertante.

—Eso no ha de importarte —repuso tajante el alemán—. Limítate a hacer lo que te pido.

El banquero, que no solía vacilar a la hora de cerrar un trato tan lucrativo como aquel prometía serlo, esta vez titubeó.

—No puedo darte detalles, Joan —agregó Canaris suavizando el tono, al intuir las dudas de March—. Pero si sigues mis instrucciones al pie de la letra harás un buen negocio, y yo te deberé un favor personal.

El instinto de comerciante le decía a March que, cuando un trato parece demasiado bueno para ser verdad, es porque no suele ser verdad.

Al otro lado de la línea, la voz que le hablaba a más de mil quinientos quilómetros de distancia pareció leerle de nuevo el pensamiento.

—¿Qué puedes perder? —insistió el alemán—. Si el asunto sale mal, no tendrá consecuencias para ti y, si sale bien, ganarás mucho dinero.

Joan March asintió, aunque su interlocutor no pudiera verlo.

—De acuerdo —afirmó—. No va a resultar sencillo, pero puedes estar tranquilo. Lo haré.

—Excelente. Confío en que harás un buen trabajo.

—Descuida. Me pondré en contacto contigo lo antes posible.

—Gracias, y que haya suerte. Auf wiedersehen, Joan.

—Gracias a ti. A reveure, Wilhelm.