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LA manecilla pequeña había alcanzado la vertical en la esfera del reloj de pulsera de Riley, mientras la manecilla grande ya la había sobrepasado y estaba a punto de situarse sobre el número tres.

Tras apagar la linterna, el capitán del Pingarrón —ahora Ping Ron— se llevó los prismáticos a la cara y desde el balcón de la timonera rastreó con ellos el horizonte de aquella noche sin luna, en busca de cualquier indicio que delatara la presencia de un barco sin luces en las proximidades. Algo así como buscar un gato negro en un cuarto oscuro.

A su lado, mirando también con los prismáticos pero en dirección contraria, Jack buscaba en el lado de babor con idéntico resultado. Es decir, ninguno. En realidad, todos a bordo del Pingarrón se habían repartido a lo largo de la nave, que se hallaba al pairo sobre un mar en calma y en las coordenadas precisas, a las que habían llegado hacía escasamente media hora. La falsa bandera de la Kriegsmarine ondeaba en el asta de popa, mientras que del mástil de la grúa habían colgado las banderolas de señales que indicaban que se encontraban sin radio, con el fin de explicar su silencio en caso de que trataran de contactar con ellos. Pero la razón por la que se encontraban allí, el Deimos, simplemente no estaba donde se suponía que debía estar.

—Y estos no son italianos... —murmuró el primer oficial sin despegar los ojos de los binoculares, haciendo referencia al encuentro de hacía dos semanas.

—Por eso mismo —opinó el capitán—, sospecho que están aquí observándonos en la distancia. Esperando.

—¿Esperando? —preguntó, volviéndose hacia Riley—. ¿Esperando a qué?

—Vete a saber. Únicamente sabemos que tenían que estar aquí hasta medianoche.

—¿Crees que no se fían?

—Yo no me fiaría —afirmó contundente, mirando de reojo a su segundo—. Pero seamos positivos —añadió—. Si aún no nos han hundido, puede que estén dudando sobre qué hacer con nosotros.

Jack dejó colgar los prismáticos de su cuello y apoyó ambas manos en la barandilla, con gesto preocupado.

—Pues quizá deberíamos hacer algo al respecto, ¿no crees? Antes de que lo primero que veamos de ese barco corsario sea uno de sus torpedos viniendo hacia nosotros.

—¿Algo como qué? No tenemos radio, y parecen no hacer mucho caso de las banderas de señales. Si quieres podemos empezar a dar bocinazos, pero no creo que con eso ganemos nada aparte de un dolor de cabeza.

—¿Y señales luminosas? Con una linterna podríamos hacer señas en morse.

Alex se quedó pensativo, sopesando la sugerencia del gallego.

—No es mala idea. Pero... ¿qué le dirías? ¿Hola, confiad en nosotros, encended las luces para que os veamos?

—Más bien estaba pensando en transmitir una sola palabra. Una palabra que no dé lugar a equívocos y les diga quiénes somos y que sabemos que ellos están aquí.

Acompañado de Elsa, Jack Alcántara ya llevaba un buen rato en el castillo de proa, apuntando con una linterna en todas direcciones y repitiendo en código morse una y otra vez la misma palabra: Apokalypse.

Un velo de nubes altas ocultaba la luz de las estrellas. Eso añadía dificultad a la posibilidad de descubrir al Deimos, pero en cambio ayudaba a que fueran vistos desde muchas millas de distancia, iluminados como estaban tal que un árbol de Navidad. Así que tras cumplirse casi una hora de retraso conforme a la prevista para el encuentro, Alex empezó a pensar seriamente que el Deimos ni estaba ni iba a aparecer.

Una súbita sensación de ridículo se apoderó de él. Ridículo por haber pensado que podía cambiar las cosas. Ridículo por haber convencido a su tripulación. Ridículo por haber arriesgado sus vidas y probablemente haber tirado por la borda el negocio con March.

—March —rezongó para sí.

Le iba a dar plantón por segunda vez en solo una semana y como que el sol sale cada mañana por el este, que la cosa no iba a quedar ahí. Más les valía a todos olvidarse de conspiraciones y planes secretos, y poner rumbo al otro extremo del mundo a toda máquina, alejándose todo lo que fuera posible del banquero mallorquín y sus sicarios.

Unos pasos a su espalda le hicieron volverse y encontrarse de cara con Helmut, vestido impecablemente de oficial nazi.

—¿Hay algo? —preguntó en voz baja, como si temiera ser oído.

Riley negó casi imperceptiblemente con la cabeza.

—Ni rastro de ellos.

El doctor Kirchner frunció el ceño y volvió la vista hacia la proa.

—¿Cómo es posible?

—Pueden haber pasado mil cosas —arguyó—. Quizá recibieron nuevas órdenes, o tuvieron un mal encuentro y alguien los hundió por nosotros. Vaya usted a saber.

—¿Y usted qué cree?

—Creo —contestó, dándole una palmada amistosa en el brazo—, que se ha puesto usted muy elegante para nada.

Helmut fue a replicarle, pero justo en ese momento Julie se volvió hacia el puente, señalando en dirección a la aleta de popa.

—Capitaine! —exclamó a voz en grito—. ¡Ahí está!

Alex atravesó la noche con la mirada, y merced a los años en altamar buscando sombras en la noche, antes de verlo ya supo que estaba ahí. A milla y media de distancia y cinco cuartas de marcación a estribor, una enorme silueta se dirigía en línea recta hacia el Pingarrón.

Como una oscura y silenciosa ballena negra, el Deimos finalmente había acudido a su cita.