9

UN denso silencio se había instalado en el interior del camarote del capitán. Elsa y Helmut se mantenían de pie, junto a la puerta, esperando tensos como acusados en un tribunal el veredicto de los jueces. En este caso, el capitán del Pingarrón y su segundo, que no podían dejar de mirarlos con la duda pintada en sus rostros.

—Me gustaría creerles —dijo Alex—. Pero su historia es tan... novelesca que, la verdad, me lo ponen bastante difícil.

—Capitán Riley —señaló Elsa, reflexiva—. Si hubiéramos querido inventarnos una mentira, ¿no cree que habríamos elegido una más simple?

Alex sopesó la lógica de la respuesta antes de preguntar:

—Entonces, ¿por qué nos engañaron? Si hubiéramos sabido la verdad desde el principio, nada de esto hubiera sucedido.

—Si hubieran sabido la verdad desde el principio —repuso Elsa sin vacilar—, quizá nos habrían abandonado en Barcelona. Incluso nos podrían haber vendido a los nazis al llegar a tierra.

—Eso jamás habría pasado —replicó el capitán con firmeza.

—Ahora estoy segura de ello —alegó la alemana—, pero antes no lo sabíamos. Compréndalo, no nos podíamos arriesgar. Creímos que hacernos pasar por una pareja de fugitivos judíos era lo más creíble... y lo más seguro.

Antes de que Riley pudiera responderle, Jack se levantó de la cama, se acercó a la joven, y acuclillándose ante ella tomó su delicada mano entre sus dos grandes manazas.

—No se preocupe por nada, señorita Weller. La creemos y nos hacemos cargo de su difícil situación. Mientras esté en este barco —dijo muy serio—, le doy mi palabra de que se encontrará a salvo y haré lo que sea necesario para protegerla.

—Gracias... señor Alcántara —contestó ella, algo turbada.

Al oír la melodramática declaración de su amigo, Alex se pasó la mano por la frente y puso los ojos en blanco.

—Es un placer —dijo en cambio el cocinero, ignorando a su capitán y guiñándole un ojo a la mujer—. Y por favor, llámame Jack.

Unas horas más tarde, el sol ya se encaminaba hacia el horizonte mientras dejaban a estribor, a solo diez millas del través, el cabo de Palos. Las máquinas ronroneaban haciendo vibrar la cubierta bajo sus pies, y con las bodegas vacías podían alcanzar unos nada desdeñables dieciocho nudos de velocidad, que calculaba les permitiría arribar a Tánger a media mañana del día siguiente.

El capitán había relevado a Julie en el timón y en la camareta lo acompañaba Jack, que observaba ensimismado la línea de la costa en la que destacaba la silueta de la Peña del Águila.

—Eres consciente... —dijo sin dejar de mirar por la ventana— de que en cuanto Blancanieves descubra que se la hemos jugado va a venir a por nosotros, ¿no?

—¿Blancanieves?

—Ya sabes... el albino nazi.

Alex asintió, aunque su amigo no lo viera.

—Solo espero —contestó— que para entonces estemos ya muy lejos.

—Nos buscará, seguro.

Esta vez tardó un poco más en responder.

—El mar es grande —dijo encogiéndose de hombros con resignación—. Hay una guerra en marcha y muchos barcos navegando.

—No me pareció —murmuró el cocinero, volviéndose hacia él— de los que se rinden fácilmente.

De soslayo, Riley miró a Jack con extrañeza.

—¿No estás de acuerdo con la decisión que tomé?

—No es eso —se apresuró a aclarar—. Qué va. Si hubiera dependido de mí, habría hecho lo mismo.

—¿Entonces?

—Es solo... que yo sé por qué lo habría hecho. Pero no por qué lo has hecho tú.

—¿La razón? Pues la misma que en tu caso, supongo.

—¿También quieres beneficiarte a la muchacha? —preguntó, suspicaz.

—No jodas, Jack. Sabes a lo que me refiero. Odio a esos malditos nazis y todo lo que representan, por encima de cualquier otra cosa. —Solo con pensar en ellos crispó los nudillos sobre la rueda del timón—. De ningún modo les habría entregado a esos dos, y menos aún si estaban tan interesados en capturarlos. Cualquier cosa que les perjudique —concluyó— es un beneficio para el resto del mundo. ¿No te parece?

—El enemigo de mi enemigo... —coligió Jack— es mi amigo.

—No siempre es así —replicó Alex—. Pero en este caso, me conformo con hacerles la puñeta a los nazis.

—Aunque eso te va a costar los cien dólares de la apuesta. —Ladeó una sonrisa.

—Eso ya lo veremos.

—Por cierto. El nombre y la dirección que le diste a ese cabrón de la Gestapo... son falsos, ¿no?

—¿Falsos? No, en absoluto. El nombre y la dirección son reales.

Ahora fue Jack quien miró a su capitán, escandalizado.

—¿Por qué has hecho eso? ¡Cuando encuentren a ese desgraciado lo van a torturar hasta matarlo!

Alex esbozó una sonrisa amarga.

—No caerá esa breva.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que el capitán Jürgen Högel de la Gestapo a estas horas estará dando órdenes a sus esbirros en Barcelona para que se presenten en la sede de la Falange en la Vía Layetana e interroguen al líder del Movimiento en la ciudad.

—Pero ¿te has vuelto loco? ¿La Falange? —exclamó Jack dando un paso atrás, alarmado—. ¡Esa es la mayor organización fascista de España! ¡Vas a cabrear a mucha gente!

—Lo sé —admitió Alex con una sonrisa aviesa—. Pero es que no me pude resistir.

Riley había dejado en manos del primer oficial el mando de la nave durante la larga y delicada travesía nocturna hacia el sur, doblando el cabo de Gata. En transcurso de la misma, Jack se había visto obligado a estar muy atento a los pesqueros que trabajaban de noche y sus redes de centenares de metros sin señalizar, que podían engancharse en la hélice y dejar el barco a la deriva, así como a los U-Boot alemanes, que acostumbraban a navegar a un metro bajo la superficie asomando solo el periscopio, dejando como única pista de su presencia una exigua estela de espuma plateada y con los que no sería una buena idea colisionar. De igual modo, también suponían un peligro cierto las torpederas inglesas que, con base en el Peñón, patrullaban esas mismas aguas al acecho de aquellos mismos submarinos con las luces apagadas como fantasmales siluetas, jugando al gato y al ratón con sus mortales enemigos.

Gracias a una borrasca situada sobre el mar Tirreno, el Pingarrón había navegado toda la noche con mar de fondo y viento en la aleta, con lo que a las seis de la mañana, mientras Alex cumplía ahora con el último turno de guardia y las primeras luces comenzaban a clarear el cielo por el este, ya pudo distinguir entre la bruma del amanecer, frente a proa, la luz intermitente del faro de punta Almina en el extremo de la península ceutí. Dos destellos blancos cada diez segundos, centelleos cronometrados que honradamente avisaban de la costa y sus peligros.

Lástima, divagó, que los faros no tuvieran su equivalente en tierra firme. Alertando de negocios rodeados de arrecifes, o mujeres con bancos de arena ocultos en los que se podía acabar encallando de por vida para terminar como esos desdichados navíos varados en playas sin nombre, oxidados y desguazados, con las cuadernas desnudas apuntando al cielo pidiendo misericordia.

Desde antes de haberse alistado voluntario en las Brigadas Internacionales cinco años atrás, desde mucho antes, Alex aceptó que no entendía ni entendería jamás las señales y derroteros que muchos otros parecían seguir de forma innata, como símbolos y marcas en una carta para él indescifrable. Casi nada de lo que parecía motivar a sus semejantes o volver locos de alegría a sus pocas amistades le producía algo más que un leve interés y una pizca de emoción. Ni formar una familia, ni llenar de ceros la cuenta del banco, ni el reconocimiento social que todos parecían anhelar. Nada a lo que encomendar su vida hasta la vejez, sin que le apabullara el convencimiento de haberla desperdiciado torpemente.

Tampoco sabía lo que quería, eso era cierto, pero mientras sostuviera un timón entre las manos y siguiera navegando, sentía en lo más profundo del corazón que seguía el rumbo correcto.

Dónde le acabaría llevando ese rumbo, en el fondo, era lo de menos.

Hijo único de un marino invariablemente ausente y una madre sobreprotectora, la infancia de Alex había transcurrido sin pena ni gloria hasta la mayoría de edad, cuando eligió seguir los pasos de su progenitor y hacer carrera en la marina mercante. Fueron aquellos años de despreocupación y aprendizaje los más felices que era capaz de recordar.

Aún sentía frío en los huesos cuando rememoraba algunas noches de diciembre en el golfo de Maine, en la cubierta del castillo de proa del buque escuela, tratando de enfilar alguna maldita estrella con el sextante mientras el barco cabeceaba en la mar picada como un caballo desbocado y los rociones de agua helada le empapaban hasta el alma y le hacían tiritar, al borde de la hipotermia. Sin embargo, lo echaba de menos. Eran tiempos sencillos, en los que todo parecía resumirse en emborracharse hasta caer redondo junto a sus camaradas cada vez que tocaban puerto y, de vuelta en el mar, calcular declinación, abatimiento, deriva, posición inicial y, con una simple regla y un compás, trazar una línea recta del punto A al punto B. Así de fácil. Estoy aquí y quiero ir allí. Sota, caballo y rey, como diría su madre española.

Pero de vuelta en tierra, las cosas no fueron ni mucho menos tan fáciles.

Como solo puede hacerlo un veinteañero de sangre caliente, se enamoró como un becerro de Judith Atkinson, la hija mayor de una acomodada familia de comerciantes locales. Una delicada y virginal muchacha de pelo rubio y mejillas sonrosadas, que cada vez que lo miraba le hacía sentir como Francis Drake regresando de dar la vuelta al mundo. Inevitablemente, se acabaron prometiendo y un año más tarde se casaron en una sencilla ceremonia en la Old North Church, en la que se declararon amor eterno en la riqueza y en la pobreza, y todas esas cosas que se juran de carrerilla cuando tienes un cura delante y doscientas personas mirando.

Sin embargo, cuatro años después, de regreso de una ruta de ida y vuelta a Guatemala, donde oficiaba de contramaestre con un cargamento de bananas de la United Fruit Company, Alex se encontró a Judith en la cama llenando el hueco de su ausencia con un apuesto vendedor de coches de Arlington. Saltándose los votos de fidelidad, al tiempo que lo hacía sobre aquel fulano que se llevó la paliza de su vida, los dientes en una bolsita y dejó de ser apuesto durante una larga temporada.

Naturalmente, aquel matrimonio se cortó de cuajo y con él las endebles amarras que mantenían a Alex Riley unido a tierra firme. Descreído, desengañado y furioso con el mundo, se enroló durante varios años seguidos en cualquier cosa que flotara, ya fuera como oficial, piloto, navegante o simple marinero; buscando alejarse todo lo posible de tierra firme y sus traiciones, relacionándose casi exclusivamente con botellas de bourbon añejo y mujeres de moral relajada, a las que poder olvidar después de levar anclas.

Luego estalló la guerra civil española.

Alex nunca había estado en España y, aunque hablaba un perfecto castellano, solo lo había practicado con su madre y, ocasionalmente, en algún puerto de mala muerte de Sudamérica. Su progenitora, gaditana, le había contado de las luces y las sombras de un país con una increíble historia de más de tres mil años, envidioso y cruel con los suyos, eternamente condenado al ostracismo por una retahíla ininterrumpida de reyes idiotas y gobernantes ineptos, pero a pesar de ello hermoso y alegre como pocos. Así que, sin haber llegado a conocerla, sentía cierta simpatía por aquella gente del otro lado del Atlántico, aun siendo tan diferentes de él y sus compatriotas, o quizá por eso mismo. El hecho es que, cuando se enteró de que fascistas rebeldes se habían levantado en armas y fusilado, entre muchos otros, a sus abuelos maternos frente a la tapia del cementerio de Sanlúcar de Barrameda, no necesitó ninguna excusa más. Aún demasiado joven, estúpido y amargado, la ira que todavía le consumía tomó la forma de general fascista. De modo que, sin dudarlo, se alistó en las Brigadas Internacionales que se estaban formando para defender el amenazado gobierno de la República, democráticamente elegido por los españoles, y dos meses y medio después desembarcaba junto a varios centenares de compatriotas en el puerto de Barcelona.

Fue en aquella guerra civil, luchando en el bando que pronto supo iba a ser el de los perdedores, donde descubrió el verdadero rostro del ser humano y todo el horror que podía llegar a provocar la barbarie, y cómo después de decenas de miles de años seguíamos siendo los mismos cavernícolas con garrote, deseosos de destrozar el cráneo del vecino a la que nos dieran la oportunidad.

En la guerra también comprendió que la Libertad —con mayúsculas— es un árbol que no se puede alimentar solo de palabras e intenciones, sino que exige sangre y sacrificio. Aunque en más de una ocasión, sin embargo, se había encontrado combatiendo codo con codo y en la misma trinchera junto a milicianos comunistas que, paradójicamente, en ciertos aspectos estaban más lejos de su idea de libertad que los enemigos que tenía enfrente.

Pero casi todas esas reflexiones llegaron después, cuando las Brigadas Internacionales fueron disueltas y cruzó la frontera de los Pirineos junto a miles de refugiados que huían de la represión fascista. Mientras tanto, con las balas del ejército de Franco zumbando a escasos centímetros de la cabeza y los proyectiles de artillería machacando inmisericordes las posiciones de la república que defendía, no había oportunidad, ni malditas las ganas, de pensar en otra cosa que no fuera sobrevivir hasta el día siguiente.

Luego llegó la paz de los vencedores, la de venganzas sumarísimas y ajustes de cuentas y, cuando de forma casi inmediata se declaró la guerra en Europa, cansado y con la retina aún teñida con la sangre de los hombres a los que había visto morir, decidió regresar a Boston y retomar su interrumpida carrera en la marina mercante. Le repugnaban mucho más los sistemáticos nazis alemanes con su fría determinación y su paso de la oca, que los chapuceros fascistas españoles de boina y crucifijo, pero los Estados Unidos no estaban en guerra con nadie y con luchar una vez bajo una bandera que no es la propia, se dijo, era más que suficiente en una vida.

Tiempo más tarde y mientras preparaba el regreso a casa desde Inglaterra, por obra y gracia del caprichoso destino se encontró, de la noche a la mañana, como flamante propietario de un barco carguero, modesto, pero en buen estado. Así que, sin mejores expectativas de futuro ni demasiadas ganas de regresar a una patria donde al fin y al cabo nadie le esperaba, no tuvo que pensarlo dos veces para tomar el mando del buque, reclutar marineros ocasionales —demasiado viejos o demasiado tullidos para servir en la Royal Navy— y, durante unos meses, dedicarse al transporte de mercancías y suministros a través del canal de la Mancha. No obstante, la masiva aparición de los submarinos alemanes en sus wolfpacks, hundiendo sin miramientos cualquier cosa más grande que una barca de remos, lo llevó a buscar aguas más saludables por las que navegar. De ese modo, decidió mudarse a las relativamente tranquilas aguas del Mediterráneo Occidental, registró la nave bajo bandera española para sacar provecho de la neutralidad del país y le cambió su anterior nombre inglés, repintando en ambas amuras y en la popa, en grandes letras blancas, el de aquella colina donde tantos hombres perdieron la vida en una fría noche de febrero de 1937.

Desde entonces, el destino le había llevado por derroteros inesperados. Acompañado de su fiel amigo Joaquín Alcántara, finalmente había enrolado a una tripulación permanente y, cuando el comercio legal cayó en picado a causa de la guerra y sus penurias, lograron salir adelante aceptando encargos de cuestionable legalidad. Algunas veces, aquellos trabajos les reportaban los beneficios suficientes para unas cuantas borracheras e ir tirando una temporada y otras, la mayoría, se veían obligados a soltar amarras y salir a toda máquina perseguidos por la policía aduanera. Pero, al fin y al cabo, de momento nadie había resultado gravemente herido o encarcelado y aún continuaban navegando, lo cual en los tiempos que corrían ya era para darse por satisfecho.

—Ojalá —murmuró Alex para sí, contemplando cómo la luz del amanecer pintaba de rojo la cumbre del monte Hacho— que March no nos la esté jugando y podamos sacar algo en limpio de todo esto.

Si en ese instante el capitán Alex Riley hubiera tenido la menor idea de lo que le esperaba a él y a su tripulación en los días que estaban por venir, habría virado en redondo la nave y puesto los motores avante toda sin volver la vista atrás.