29

ALREDEDOR de las ocho de la tarde del día siguiente, Riley y Marovic descendían por la pasarela del Pingarrón llevando un abultado petate cada uno. Cualquiera que los viera pensaría que eran dos simples marineros recién llegados a puerto, y esa era exactamente la impresión que querían dar.

Ambos se habían cambiado de ropa tras rebuscar en sus taquillas el atuendo más anodino posible, y ahora marchaban uno junto al otro, vestidos con raídos jerséis y gorros de marinero, iguales a muchos otros que recalaban buscando trabajo, alcohol o mujeres en aquel puerto africano en la puerta del Mediterráneo.

Caminaban por los desérticos muelles en dirección a las animadas calles de la medina, que a lo lejos ascendían en dirección al Gran Zoco y a su destino, el lujoso hotel El Minzah.

—No he visto irse a Jack y a los demás —comentaba Marco en voz baja.

—Salieron hace una hora —aclaró Alex—. Así tenían tiempo de sobra para prepararse.

—¿Confías en ellos? —preguntó Marovic a bocajarro.

Alex alzó una ceja con desagrado.

—Mejor cierra el pico —contestó sin mirarlo.

—Es una simple pregunta. Hay mucho dinero de por medio, y nos estamos jugando la vida.

—Te equivocas —replicó, ahora sí volviéndose hacia él—. Tú te juegas la vida si vuelves a decir estupideces.

Y sin intercambiar una sola palabra más, siguieron caminando hasta salir de la zona portuaria.

Estaban ya a medio camino y habían dejado a la izquierda la tapia del cementerio judío, cuando la lejana letanía del muecín llamó a la oración desde la gran mezquita. De inmediato, la mayoría de los hombres que a esas horas circulaban por la calle se pararon en seco llevándose las manos al rostro, y unos pocos incluso extendieron pequeñas alfombras de rezo en dirección a la Meca.

Quizá si no hubiera sido por eso, Alex no habría reparado en los tres hombres que, aunque vestidos con la típica chilaba magrebí, caminaban tras ellos con paso resuelto y sin detenerse.

—No te vuelvas —susurró al mercenario—. Pero a unos veinte metros a nuestra espalda hay tres tipos que creo que nos siguen.

—¿Cómo sabes que nos siguen? —preguntó nervioso, echando un fugaz vistazo de reojo—. A mí me parecen tres moros dando un paseo.

—Es por la forma en que se mueven —contestó—, demasiado decidida para ser casual. Pero pronto saldremos de dudas. Apretemos el paso y veremos qué sucede.

Como si hubieran recordado una cita urgente, aceleraron el paso discreto que llevaban hasta el momento, y tras doblar un par de esquinas, Alex se detuvo frente a una platería simulando que admiraba el repujado de una bandeja de té, pero usándola en realidad como espejo para observar a su espalda.

—Ahí están —dijo, devolviendo la bandeja a su sitio y reanudando la marcha—. Tenemos que deshacernos de ellos.

—¿Serán gente de March? —apuntó el mercenario.

—Puede —convino Alex, dándole vueltas a la cabeza mientras caminaba cada vez más rápido—. Pero no tiene mucho sentido. En unos minutos estaremos llamando a la puerta de su suite. ¿Para qué iba a seguirnos?

—Quizá no se fía. O trata de robarnos la máquina para así no pagarnos.

—No creo —jadeó, con la respiración alterada por el esfuerzo de ascender por aquellas callejuelas a toda prisa—. Eso podría hacerlo más tarde y sin demasiados problemas. Si nos quisiera robar, no tendría más que esperarnos sentado.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Escapar —dijo tirando súbitamente de la manga del yugoslavo—. Hemos de despistarlos como sea.

Dicho y hecho, al doblar la siguiente esquina ambos se lanzaron a una precipitada carrera con los petates a la espalda, apartando a los transeúntes a empujones entre gritos de protesta e insultos en árabe, mientras sus perseguidores aún perdían unos segundos preciosos en reaccionar.

Alex se vio obligado a sortear un rebaño de cabras ociosas que ocupaba todo el ancho de la calle, tiró al suelo un tenderete de especias al esquivar a una anciana que salía de un portal, empolvando el callejón con nubes de pimienta y azafrán que volaron en todas direcciones mientras el tendero salía tras él vociferando, e incluso se vio obligado a regatear a un grupo de chiquillos que jugaban al fútbol en mitad de la calle y que creyeron que el capitán Riley y su tripulante, que le seguía de cerca, eran dos espontáneos decididos a robarles la pelota.

Apenas había esquivado a dos angelitos que se empeñaban en zancadillearle con muy malas intenciones cuando, al levantar la mirada, descubrió a otros tres hombres vestidos también con chilabas —y con unos delatores pantalones largos y mocasines asomando por debajo—, que les cortaban el paso justo delante.

—¡Por aquí! —le gritó a Marco sin mirar atrás, internándose por un angosto callejón que serpenteaba entre las sombras.

Aquel lugar no era el mejor sitio para escabullirse. Nunca había estado en ese estrecho pasaje techado de soportales y contrafuertes que iban de lado a lado, y del que ni siquiera estaba seguro de que no fuera un callejón sin salida. Para colmo, el alumbrado público era inexistente, lo que podía jugar a su favor si hallaba dónde ocultarse, o ser su perdición si tropezaba, pues podía oír perfectamente los pasos apresurados de los que les seguían a poca distancia, y que rápidamente iban ganando terreno.

Fue en ese momento cuando se percató de que llevaba un rato sin escuchar las protestas de Marovic, y al mirar a su espalda descubrió que estaba solo.

—Mierda —resumió.

El yugoslavo se había evaporado, quizá colándose por la puerta abierta de alguna casa, pero lo peor era que los seis tipos le seguían ahora solo a él, y el creciente ardor en los pulmones le decía que estaba llegando al límite de su resistencia.

De ese modo, al llegar a la siguiente esquina y encontrar un trecho especialmente oscuro y con un buen portal donde parapetarse, no se lo pensó dos veces, dejó caer el petate y se agazapó desenfundando el Colt dispuesto a madrugar al primero que doblara la esquina, y quizá con algo de suerte —caviló—, los otros se lo pensaran mejor al comprobar que no iba a ser presa fácil.

El ruido de pisadas aumentó al momento y, tal y como imaginaba, el primero de ellos se puso a tiro convenientemente iluminado por la luz de la luna, que justo en ese punto se abría paso entre las casas.

Sin tiempo ni para decir «ay», el esbirro se encontró con la explosión de pólvora a cinco metros de su cara, y una décima de segundo más tarde ya volaba hacia atrás con un feo agujero en mitad del pecho.

Sin esperar a ver el resultado, Alex disparó de nuevo e hirió a otro, que lanzó un grito de dolor y se refugió tras la esquina. Los demás, lejos de arredrarse, se lanzaron cuerpo a tierra cobijándose rápidamente, y tras desenfundar sus propias armas comenzaron a disparar a su vez.

Alex no tuvo más remedio que resguardarse de la granizada de plomo que se le vino encima, aplastándose contra el grueso portón de madera en el que se apoyaba. Las balas volaban frente a él y arrancaban trozos de pared y madera a pocos centímetros de su cabeza, e incluso un par hicieron diana en el macuto que estaba a sus pies. Tanto por la rítmica disciplina de fuego que le impedía asomar la nariz, como por la rapidez con que se habían desplegado, Riley dedujo que aquellos tipos no eran simples rateros ni matones de a tanto el fiambre, sino gente entrenada que conocía su trabajo.

No pintaba nada bien. Estaba a salvo de los impactos directos, pero tarde o temprano alguna de aquellas balas, aunque fuera de rebote, terminaría por acertarle.

—Maldita sea mi estampa —blasfemó entre dientes, sabiéndose en un callejón sin salida.

Sin poder hacer gran cosa más, disparó un par de veces sin asomarse, solamente para mantenerlos a raya y ganar unos segundos.

Estaba claro que venían a por el artefacto, aunque no imaginaba cómo podían saber que estaba en su poder. Por un momento se planteó la posibilidad de rendirse y entregarles el petate a cambio de su vida, pero por experiencia sabía que en esos negocios no solían dejarse testigos que pudieran irse de la lengua, y que aunque llegaran a aceptar el trato sería únicamente para pegarle un tiro en cuanto se diera la vuelta.

Así que si se rendía, estaba muerto.

Y si no se rendía, también estaba muerto.

De modo que abrió fuego dos veces más.

Pero tras extinguirse el eco de sus propias detonaciones, se dio cuenta de que los otros habían dejado de dispararle. Con los latidos de su propio corazón cañoneándole en los oídos, esperó unos segundos para cerciorarse de que las balas ya no volaban por el callejón. Muy lentamente, se asomó al borde del portal tratando de averiguar si sus atacantes seguían ahí, o contra todo pronóstico, habían puesto tierra de por medio.

Alex se quedó muy quieto sabiéndose protegido por la noche, escrutando el mezquino callejón durante casi un minuto a la espera de algún movimiento delator. Al no ver más que sombras y oscuridad silenciosa, entendió que se había quedado solo y se decidió a salir. Pero en el último segundo, se detuvo.

Tras una voluminosa maceta junto a la pared, una silueta se movió apenas en el límite de la percepción.

Ahí estaban. Esperando. Agazapados.

Pero ¿por qué habían dejado de disparar? ¿Quizá esperaban que se confiara, y él solo se pusiera a tiro? No tenía mucho sentido, ya lo tenían acorralado.

«Quizá —pensó—, no querían que...»

Justo en ese instante oyó un ruido a su espalda, y demasiado tarde comprendió por qué habían dejado de disparar.

No tuvo tiempo siquiera de girarse y mirar atrás cuando algo duro y metálico lo golpeó en la nuca. Todo se volvió negro mientras perdía el conocimiento y caía al suelo.