30

EL agua fría impactó en su cara como una bofetada, arrancándolo despiadadamente del mullido colchón de la inconsciencia. Alex abrió los ojos de golpe, tomando una angustiada bocanada de aire, como un ahogado que se salva en el último momento.

Se sentía mareado, confuso y terriblemente desorientado, como si cada pensamiento tuviera que abrirse paso a través de un espeso mar de gelatina para salir a la superficie. Era como cuando amanecía en cama ajena tras una soberbia melopea, y durante los primeros instantes, le invadía un absoluto desconcierto mientras trataba de esclarecer dónde se encontraba, cómo había llegado ahí, o si en realidad seguía aún dormido.

Ese desconcierto no hizo más que aumentar al descubrir que, por alguna razón, se estaba mirando fijamente las rodillas, y mientras parpadeaba tratando de enfocar la vista y recolocar los globos oculares en su sitio, le alcanzó un fulminante rayo de dolor desde la base del cráneo, como si le hubieran clavado un punzón incandescente que le obligaba a cerrar los ojos de nuevo y apretar los dientes para soportarlo. A pesar de ello se obligó a levantar la cabeza, aunque muy lentamente, con la esperanza de aclararse un poco las ideas.

Fue entones cuando descubrió, a menos de medio metro, un par de gastados zapatos marrones que apuntaban en su dirección. Siguió alzando la vista y se encontró con unos pantalones de franela barata, luego un cinturón, una arrugada camisa gris y, asomando sobre su cuello, una expresión a medio camino entre cruel e indolente plasmada en un rostro curtido de facciones innegablemente magrebíes, en el que destacaban dos ojillos duros y evaluadores bajo una única y tupida ceja que casi iba de oreja a oreja.

El tipo —bajito y enjuto como la madre que lo parió— lo observó durante casi un minuto, de pie y sin decir una palabra, con la misma cara con que debía mirar al cordero el último día del Ramadán. Luego dejó el cubo vacío en el suelo, aparentemente satisfecho con el resultado y en silencio se dio la vuelta, abrió una puerta y salió.

Curiosamente, no fue hasta ese instante que Alex se dio cuenta de que estaba desnudo y sentado en una silla de madera, o para ser más precisos, atado a ella. Tenía los tobillos sujetos a las patas, el torso amarrado al respaldo y las manos fuertemente anudadas a la espalda.

Se balanceó ligeramente, comprobando satisfecho que la silla no estaba fijada al suelo y que, además, tampoco parecía excesivamente sólida. Con algo de esfuerzo, si se lo proponía —pensó—, podría tirarse al suelo o contra la pared, y quebrarla lo suficiente para liberar alguna de las extremidades, y el resto ya sería más fácil. Lo malo era que haría mucho ruido y esa carta solo podría jugarla una vez, pues no dudaba que en cuestión de segundos aparecería el fulano cejijunto, cabreado y seguramente acompañado de algún que otro compinche, con el que estaría encantado de cobrarle en hostias cada céntimo del precio de la silla.

El agua helada que le habían tirado a la cara le resbalaba por la espalda y llegaba al suelo por sus piernas desnudas, pues aunque habían tenido el detalle de dejarle en calzoncillos, le habían despojado de todo lo demás; hasta los calcetines le habían quitado. Por experiencia Riley sabía que ese detalle no auguraba nada bueno, y que aquel que llevaba era el traje de gala para interrogatorios bajo tortura.

En cuanto la puerta de la habitación se cerró y oyó el correr del cerrojo al otro lado, se centró en un chequeo mental para asegurarse de que no tenía ningún hueso roto, y que todos los dedos de pies y manos estaban de momento en su sitio. Lo siguiente fue ordenar las ideas y tratar de adivinar qué demonios había pasado.

Descartando que su secuestro hubiera sido casual u obra de maleantes de puntapié, la conjetura más razonable era que alguien sabía que él y Marovic iban a entregar la máquina Enigma a March, y había tratado de adelantarse. Tal como le había dicho a Marco, no tenía mucho sentido que el mismo Joan March hubiera organizado todo aquello. De querer evitarse el pago del millón de dólares, lo podía haber hecho de otras formas menos llamativas y sin correr el riesgo de que la máquina resultara dañada en la huída o el tiroteo. Pero aun descartando al millonario mallorquín, la lista de sospechosos seguía siendo muy larga, sobre todo si era cierto lo que había dicho Helmut sobre aquella máquina. Si resultaba ser tan valiosa como aseguraba, y podía llegar —aunque eso le seguía pareciendo una exageración— a cambiar el curso de la guerra, tanto los aliados como los alemanes harían lo que fuera por conseguirla. Pero de ser así, la pregunta seguía siendo la misma: ¿por qué hacerlo de ese modo? Si sabían que él tenía la Enigma, ¿por qué simplemente, al atracar en puerto, no se había acercado un tipo con un maletín ofreciéndole un trato que no pudiera rechazar? Aquello rechinaba por todas partes, a menos que...

Un chispazo de comprensión le hizo dar un respingo en la silla cuando la primera pieza encajó en el puzle.

¿Cómo no lo había visto antes?

Era evidente. No habían intentado comprar la máquina ni se habían preocupado por que resultara dañada en el tiroteo, porque precisamente no les importaba en absoluto. Su intención no era hacerse con ella, sino destruirla para evitar que cayera en manos enemigas.

Esto reducía el número de posibles culpables a solo uno: los nazis.

Ahora lo veía todo con meridiana claridad. Quizá el submarino en el que iba Högel les había estado espiando previamente y, de algún modo, averiguó lo que el Pingarrón estaba haciendo allí, transmitiendo justo antes de hundirse su posición y lo que había sucedido. Quizá todo fue una coincidencia —barruntó— o quizá el interés del capitán de la Gestapo no se limitaba a capturar a Helmut y Elsa.

En cualquier caso allí había excesivos «quizás», y a él le dolía demasiado la cabeza para seguir dándole vueltas al asunto, de modo que apartó de su mente todas aquellas conjeturas que no le llevaban a ninguna parte y se centró en dos cuestiones mucho más prosaicas y urgentes: dónde estaba y cómo podía salir de allí.

La primera incógnita tenía fácil respuesta: en una habitación. Eso era todo lo que podía deducir con seguridad. Una habitación sin muebles, de unos tres metros de largo por otros tantos de ancho, con una sola puerta, restos de varias capas de pintura en las desconchadas paredes, suelo toscamente embaldosado, una escuálida bombilla colgando del techo y un mínimo ventanuco enrejado por el que apenas habría cabido un ratón, en el punto donde se juntaba la pared con el techo. Quizá ello significaba que se encontraba en un sótano o una bodega, y quién sabe si aquel tragaluz daría al exterior. Pero de lo que podía estar seguro era de que, si no lo habían amordazado, era porque estaba en alguna zona poco transitada de Tánger —suponiendo que aún siguiera en la ciudad— o la abertura daba a un patio interior donde nadie podría oírlo. De cualquier modo, y llegado el momento, no descartaba ponerse a gritar como un poseso y rezar para que alguien lo oyera; pero como sucedía con el plan para romper la silla, era una baza que solo podría jugar una vez, y más le valía escoger bien la ocasión para hacerlo.

El cerrojo se descorrió ruidosamente y la pesada puerta gimió sobre sus goznes mientras se abría. En el umbral apareció enmarcada la silueta de un hombre alto, con traje oscuro, gabardina y sombrero: el uniforme de manual para cualquier espía que se precie. Fugazmente, a su espalda, Alex alcanzó a ver en la habitación contigua a cuatro hombres más sentados alrededor de una mesa, al parecer jugando a cartas. Pero esa imagen duró solo un segundo, pues inmediatamente el hombre de la gabardina dio un paso adelante y cerró la puerta, arrastrando una silla tras de sí.

El fulano parecía salido de uno de esos documentales nazis de propaganda, en los que se mostraba cómo debía ser el hombre ario perfecto: alto, musculoso, mandíbula rotunda, piel blanca, pelo rubio engominado y ojos fríos y azules como un lago de Baviera, o de donde demonios sacaran los alemanes sus malditas metáforas.

Sin decir palabra, el recién llegado colocó la silla frente a Alex, se quitó el sombrero, que colgó en el respaldo, e hizo lo mismo con la gabardina después de doblarla cuidadosamente. Por último tomó asiento con toda la parsimonia del mundo, como si estuviera ocupando su localidad en la tribuna de la ópera.

—Disculpe que no me levante —dijo Alex, estirando sus ataduras.

El tipo amagó una sonrisa antes de hablar.

—Me alegro de que se tome esto con humor, capitán Riley. Quizá así concluyamos con rapidez este asunto y no nos veamos obligados a adoptar medidas más desagradables.

Los ojos de Alex se achicaron al oír aquello. Pero no por lo que había dicho, sino por el cómo lo había dicho. El acento del hombre era de todo menos alemán.

—¿Es usted... escocés? —preguntó, sin poder disimular la sorpresa.

—En efecto —contestó con un deje de orgullo—. De un bonito lugar llamado Johnstone, a las afueras de Glasgow.

—Esto sí que no me lo esperaba... —adujo Alex con tono de reproche—. ¿Y cómo lleva lo de ser un traidor? ¿Está contenta su madre de que trabaje para las SS?

El hombre enarcó una ceja y se tomó un momento antes de preguntar:

—¿Traidor? ¿De las SS? Pero ¿de qué está usted hablando? —Sacudió la cabeza con incredulidad—. Obviamente no voy a revelarle mi nombre —prosiguió—, pero puede usted llamarme señor Smith. Soy un leal súbdito de su graciosa majestad y estoy aquí en representación del gobierno británico.

—¿Qué? —preguntó Riley, atónito—. ¿Británico?

—Oficial del Servicio de Inteligencia Exterior del Reino Unido, o MI6 como decimos para abreviar. Estamos en el mismo bando, capitán.

—¿Y qué bando es ese, si puede saberse?

—El de la Libertad y la Justicia, por supuesto.

Alex bajó la cabeza para mirar las cuerdas que le rodeaban el torso antes de alegar:

—Pues no lo parece.

—Ha sido algo necesario —replicó Smith, excusándose—. Salió corriendo antes de que pudiéramos hablar con usted, y mis agentes se vieron obligados a perseguirle.

—¿También se vieron obligados a dispararme?

—Según tengo entendido, usted abrió fuego en primer lugar e hirió a dos de mis hombres, a uno de ellos de gravedad. ¿Qué quería que hicieran? —preguntó encogiéndose de hombros—. Y al fin y al cabo —añadió—, le trajeron aquí con vida, cuando tuvieron oportunidad de meterle una bala en la cabeza.

En eso tuvo que darle la razón al escocés. De quererlo muerto, ya lo estaría hacía rato.

—Bueno, pues en ese caso, no hay necesidad de mantenerme así, ¿no? —dijo exhibiendo sus ligaduras.

—Lo siento mucho, capitán. Pero de momento no puedo hacer eso. Antes me veo obligado a tratar con usted un asunto de suma importancia.

—Un asunto que requiere mantenerme atado a una silla en calzoncillos.

—No se lo tome a mal, por favor. Le prometo que en cuanto aclaremos un par de puntos, estaré encantado de desatarle y devolverle su ropa.

Alex estaba convencido de que eso no iba a suceder de ninguna de las maneras, pero también estaba claro que no podía hacer otra cosa que seguirle el juego.

—De acuerdo —concedió, resignado—. ¿De qué se trata?

—Así me gusta —asintió Smith.

Entonces el escocés sacó una pitillera del bolsillo interior de su americana, se llevó un cigarrillo a los labios y le ofreció otro a Alex, que aunque con las manos a la espalda, lo aceptó con la esperanza de que al menos le ayudara a entrar en calor.

—Dígame, capitán Riley... —prosiguió, tras darle lumbre con un encendedor a juego con la pitillera—. ¿Qué puede usted decirme de la Operación Apokalypse?

—¿Perdón?

—Operación Apokalypse —repitió, exhalando una nube de humo—. Y antes de contestarme, le sugiero que haga memoria, porque muchas cosas pueden depender de lo próximo que vaya a decirme.

Si en una enciclopedia decidieran acompañar la palabra estupefacto con una fotografía, sin duda, la expresión que Alex exhibía en ese momento habría sido una firme candidata a ese puesto.

De todas las preguntas que esperaba que le iban a hacer —respecto a la máquina Enigma, el hundimiento de un submarino nazi a pocas millas de Tánger o la fuga de un físico nuclear y la hija de otro de la Alemania del Tercer Reich, y sobre las que el ex brigadista estaba dispuesto a mentir como un bellaco—, aquel fulano repeinado con modales de Oxford iba y le preguntaba sobre la Operación Apokalypse.

—No sé de qué me habla —mintió, desplazando el cigarro a la comisura de los labios—. Es la primera vez que oigo ese nombre.

Smith suspiró y bajó la mirada, aparentemente interesado en la punta de sus mocasines.

—Capitán Riley, por favor... —murmuró sin levantar la vista—. No haga esto más difícil de lo que debería. Le aseguro que será mejor para usted decirme todo lo que sabe.

Alex resopló, echando hacia atrás la cabeza. Al parecer el bueno de Jack no había podido evitar que le siguieran el día anterior.

El tal Smith parecía saber de lo que hablaba, pero el problema era que él mismo sabía muy poco más. Aún peor; no le cabía ninguna duda de que esa mínima información que poseía era lo único que le separaba de convertirse en un bonito cadáver. En cuanto le dijese lo que sabía del Phobos y la Wunderwaffe, el escocés le pegaría un tiro en la cabeza. Cuanto menos le contara, más tiempo seguiría con vida.

—Toda la información que teníamos, esa única página donde se mencionaba la Operación Apokalypse, la entregamos ayer en su consulado —explicó entonces—. No esperaba que me dieran las gracias —añadió con acidez señalándose a sí mismo—, pero tampoco acabar así.

Smith se frotó la barbilla, pensativo e indiferente al reproche.

—¿Y eso es todo? ¿No tiene más documentación sobre ello? —preguntó.

—Si supiera algo, se lo diría. Créame, tengo mejores cosas que hacer que estar aquí con usted.

El agente se inclinó hacia adelante y se situó a menos de un palmo de su cara. Sus ojos azules lo miraban con evidente desconfianza, y tras un prolongado silencio terminó por negar con la cabeza, chasqueando la lengua varias veces como si la respuesta del capitán le decepcionara profundamente.

—Pensaba que era usted un hombre razonable, capitán —susurró—. Me va a obligar a hacer cosas que detesto y que, créame, usted va a detestar aún más.

—Pues entonces va a ser una velada del todo detestable —sonrió, desabrido—, porque ya le he dicho todo lo que sé.

—Capitán Riley —le regañó, al tiempo que se incorporaba—, sabemos exactamente quién es usted y el tipo de actividades que realiza, así como que está en posesión de unos archivos muy valiosos que desearíamos que nos entregara inmediatamente.

—No sé de qué me habla —insistió en voz baja.

—No se haga el tonto, capitán. Uno de sus hombres se presentó hace unas horas en nuestro consulado con un fragmento de un informe mucho más amplio. Queremos... Quiero que me entregue el resto.

Alex negó con la cabeza.

—No hay más, ya se lo he dicho. Eso es todo lo que tenemos.

Smith, en cambio, se limitó a sonreír enigmáticamente e ignorar la pregunta.

—Capitán Riley, tenemos nuestras propias... ejem, fuentes de información, y por eso no tiene sentido que trate de engañarme o fingir ignorancia. Verá... —dijo en voz baja, cambiando a un tono casi confidencial— admito que fue una sorpresa para nosotros descubrir que en el petate que le confiscamos y en el que esperábamos encontrar la máquina Enigma y los documentos que iba a entregar a Joan March, solo había periódicos viejos y una pieza de maquinaria rota.

—El pistón del compresor.

—¿Cómo dice?

—La pieza de maquinaria que usted dice es una parte del compresor de aire que llevaba a reparar. No se imagina lo que cuesta encontrar uno nuevo.

—Sí, claro... Contábamos con hacernos con usted, con los archivos y con la Enigma de una sola vez, pero aunque ha supuesto un ligero inconveniente, la máquina no es mi objetivo prioritario ni supone ningún problema real. Su barco sigue amarrado a puerto y podremos hacernos con ella llegado el momento. Lo que ahora mismo nos urge —añadió, enfatizando la última palabra— es que nos explique todo lo que sabe de la Operación Apokalypse, y si ha hecho partícipe de esa información a alguien más.

—Se lo repito de nuevo. De la Operación Apokalypse solo sé lo que aparecía en esa hoja que les hice llegar al consulado... algo de lo que, para serle sincero, estoy empezando a arrepentirme.

—Por favor, capitán. Sea razonable.

—Si no me cree, ¿por qué no se lo pregunta a sus «ejemfuentes»? Seguro que podrán confirmárselo.

El agente británico alzó las manos, dándose por vencido.

—Está bien... —murmuró contrariado, tirando el pitillo y aplastándolo contra el suelo mientras se ponía en pie—. Que conste que he intentado evitarlo, pero por su culpa me veo obligado a hacer algo que no quiero.

—Ya, claro. Estoy seguro de ello.

Smith se volvió a poner la gabardina y el sombrero con parsimonia, y le dedicó una última mirada mientras se acercaba a la puerta. Tras llamar con los nudillos, esta se abrió con escándalo de cerrojos y bisagras.

En la sala contigua, a través de la puerta abierta pudo ver cómo intercambiaba unas palabras en árabe con los cuatro esbirros, tres de los cuales inmediatamente se levantaban de la mesa, y con sonrisas funestas se encaminaban hacia él y entraban en la habitación.

No hacía falta ser demasiado imaginativo para saber qué iba a suceder a continuación. Pero para asegurarse, el moro cejijunto al que flanqueaban los otros dos, que de tan parecidos se diría hechos con el mismo molde —uno con una sonrisa plagada de dientes de oro, y el otro directamente desdentado— se aproximó a Alex y, echándole encima un apestoso aliento a cebolla y perejil, le dijo al oído:

—Primo Abdulá estar en hospital muriendo por disparo tuyo en barriga —siseó como una serpiente—. Señor Smith decirme que ayudarte a recordar cosas mientras él ir a cenar. Si tú recordar, bien, porque él pagar más. Pero si tú no recordar —añadió, recreándose en la perspectiva con una sonrisa perversa—, yo feliz... porque así nosotros poder hacerte mucho, mucho daño.