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TAL y como habían esperado, tras poner en manos de Von Eichhain la máquina Enigma se disipó cualquier rastro de desconfianza por su parte. Aunque en el caso de su segundo, Fromm, tan solo llegó a diluirse parcialmente y aún continuó dedicándoles no pocas miradas recelosas durante el resto de la entrevista.
Finalizada esta, y mientras Helmut se quedaba departiendo con el comandante aspectos de la misión que se suponía que Riley y Jack no tenían por qué saber, un marinero les condujo a una pequeña estancia sin ventilar cerca de la sala de máquinas, un improvisado camarote con olor a grasa de motor, que tendrían que compartir con estanterías repletas de repuestos mecánicos y cajas de herramientas. El marinero se disculpó alegando que el dormitorio habilitado para los agentes estaba al completo, y que ese cuarto era lo mejor que podía ofrecerles. Los dos ex brigadistas trataron de parecer contrariados pero en realidad, disponer de un espacio privado lejos de los ojos y oídos de treinta y cinco espías congregados en una misma habitación, no podía decirse que fuera una desgracia. El mismo soldado les entregó más tarde un par de jergones y mantas, y les informó de los turnos de comidas, del uso del baño y las zonas a las que tenían vedado el acceso, que resultaron ser casi todas.
—Bueno... —dijo Jack cuando se quedaron solos, tras dejar su petate en el suelo con cansancio—. Pues aquí estamos. No ha sido tan difícil.
Riley le hizo un gesto para que bajara la voz, señalando hacia la puerta.
—¿Insinúas que nos están escuchando? —preguntó el gallego en voz baja.
—Yo lo haría.
—Pero si desconfiaran... ¿No crees que estaríamos de nuevo en el calabozo?
Alex bufó al dejarse caer sobre el colchón.
—Quizá quieran saber si tramamos algo.
—O quizá estés paranoico.
—Quizá —admitió, al tiempo que se estiraba entrelazando los dedos bajo la nuca y cerraba los ojos—. Pero este paranoico ahora mismo está muerto de sueño, así que si no te importa apagar la luz...
—¿Es que vas a echarte a dormir? —preguntó.
—Si descartamos el sexo, no se me ocurre nada mejor que hacer a estas horas.
—Lo digo en serio, Alex. ¿No deberíamos buscar la manera de...?
Riley lo interrumpió antes de terminar la pregunta.
—¿De que te calles y me dejes dormir? Sí, me parece que deberías. Ahora no podemos hacer nada, Jack —dijo, apoyándose sobre el antebrazo para volverse hacia su segundo—. Helmut está con el comandante —añadió en susurros—, y si es hábil quizá pueda sonsacarle algo de información. Mientras tanto, lo que tenemos que hacer tú y yo es descansar, y esforzarnos por no llamar la atención hasta que llegue el momento de actuar.
El primer oficial del Pingarrón pareció rumiar la respuesta de su capitán, antes de darse por vencido y dejar caer su peso sobre el jergón tras apagar el interruptor.
—¿Crees que nuestro amigo logrará mantener el engaño? —cuchicheó, tras quitarse el abrigo y ovillarlo a modo de almohada.
—Hasta ahora lo ha hecho muy bien —contestó Riley con un bostezo—. El tipo se ha revelado como un actor consumado.
—Lo cierto es que cuesta reconocer en él al hombre que recogimos hace dos semanas y se asustaba de su propia sombra —apuntó Jack con un punto de admiración.
—Sí, claro... —musitó con voz apagada.
—Y también Elsa ha cambiado —prosiguió Jack en el mismo tono, hablándole a la oscuridad—. La muchacha ha demostrado un coraje que no habría imaginado antes, y la verdad es que a pesar de lo que te dije, creo... que me importa. No sé si en algún momento pasó algo entre vosotros, pero eso ya da igual. En la travesía de Tánger a Larache mantuvimos largas conversaciones y, bueno... —carraspeó—. Creo que yo... esto... le pediré que se case conmigo y me gustaría hacerlo a bordo de nuestro barco, el lugar donde nos conocimos. —El cocinero hizo una pausa, antes de preguntar—: ¿Me harías el honor, Alex, de oficiar tú mismo la ceremonia?
—...
—Sí, ya sé que pensarás que soy idiota, que me precipito y que lo más seguro es que me mande al diablo. Pero quiero intentarlo, y sé que nada me haría más feliz que estar con ella.
—...
—¿Es que no vas a decirme nada?
—...
—¿Alex? —preguntó a la oscuridad.
Pero la única respuesta que recibió fue de nuevo un largo silencio, culminado esta vez con un profundo ronquido.
El bullicio de voces en el pasillo los despertó a ambos cinco horas más tarde, y mientras trataban de dar con el cuarto de baño más cercano, un suboficial se acercó a ellos y, por gestos, los invitó a acompañarles al comedor de los marineros, donde ya se encontraba desayunando buena parte de la tripulación del Deimos.
Los dos marinos intercambiaron una fugaz mirada de inquietud al cruzar el umbral del comedor y encontrarse de frente con una multitud de marineros en traje de faena, así como un puñado de hombres vestidos de paisano que ocupaban la esquina más alejada —aquellos debían de ser los otros agentes, pensó Riley de inmediato—. En cualquier caso, todos los allí presentes sin excepción, volvieron sus caras hacia ellos al verlos llegar, provocando un repentino silencio. El capitán del Pingarrón se sintió como una gallina presentándose en una convención de coyotes.
El comedor en sí era una alargada estancia rectangular con dos filas de mesas con bancos y paredes revestidas de madera de haya, adornadas con fotografías de laureados comandantes de la Kriegsmarine y líderes del III Reich, como Wilhelm Canaris, Karl Dönitz y por supuesto, Adolf Hitler, que desde la pared del fondo parecía observarlos con desconfianza por encima de su ridículo bigote.
Sin cruzar una palabra y esforzándose por parecer confiados, Riley y Jack se encaminaron a la barra de autoservicio, y tras llenar los platos con huevos, beicon y salchichas, buscaron el primer sitio libre y empezaron a comer en silencio, concentrándose en sus respectivos platos y esperando que nadie viniese a hablar con ellos.
Pero aquello resultó demasiado pedir.
No pasó ni un minuto, que uno de los hombres de paisano se acercó con su bandeja en la mano y se sentó frente a ellos.
—Buenos días —los saludó jovialmente, en un perfecto inglés con acento del medio oeste.
Aparentaba unos veintiún años, y un rostro amigable acompañado de una franca sonrisa incitaba a confiar en él de forma automática. Vestía, además, una camisa a cuadros, unos Levi’s gastados y botas altas, y solo le faltaba el sombrero tejano para parecer que iba a un rodeo. Ni en un millón de años alguien podría llegar a pensar que en realidad se trataba de un espía alemán.
—Ustedes dos son los que llegaron anoche, ¿no? —preguntó sin preámbulos, y ofreciéndoles la mano se presentó—. Me llamo Blunt, Frank Blunt. Bienvenidos a bordo.
—Alex Riley —contestó el capitán, correspondiendo al saludo.
—Joaquín Alcántara —añadió Jack, estrechándole también la mano.
—Eso no suena muy americano —comentó el alemán con sorpresa.
—Es una larga historia —repuso el gallego sin más, exagerando su acento neoyorquino.
—Entiendo... —dijo al ver que la explicación terminaba ahí—. He oído —añadió entonces— que ni siquiera hablan alemán. ¿Cómo es eso posible?
Ahora fueron los dos marinos quienes compusieron un gesto confuso.
—No se sorprendan —se apresuró a agregar el recién llegado—. En un barco las noticias vuelan y después de casi un mes navegando, esto es como un patio de vecinos lleno de viejas cotillas.
Aunque muy reticente a decir cualquier cosa, ya que el detalle más nimio podría echar por tierra su endeble historia, a Riley no le quedó más remedio que dar una breve explicación de su supuesta filiación al Partido Nazi Americano y su posterior reclutamiento por parte de las SS.
—Y usted, Frank —preguntó a su vez, tratando de cambiar el foco de la conversación—. ¿Nació también en los Estados Unidos?
—En Iowa —afirmó, dando un sorbo al café—. Mi padre tenía una pequeña granja a las afueras de Des Moines, pero se arruinó en la crisis del veintinueve y como mi madre es alemana, decidieron probar suerte en Argentina donde existe una gran colonia germana y así mi padre podía aprovechar sus conocimientos como granjero. Luego —añadió con evidente satisfacción—, cuando en el treinta y cinco Adolf Hitler pasó a convertirse en el Führer, mi madre insistió en regresar a Alemania y por fin nos instalamos definitivamente en Múnich.
—Déjame que adivine... —comentó Jack, dándole cuerda—. Y entonces fue cuando te afiliaste al partido.
—Lo estaba deseando desde que leí Mein Kampf —sonrió orgulloso—, y una semana después de llegar a Alemania ya me había alistado en las Juventudes Hitlerianas. Pero díganme... ¿cómo se vive el nazismo en Estados Unidos? ¿Es poderoso allí el partido? ¿Comprenden la grandeza y el Zeitgeist que nos impulsa? ¿La indiscutible supremacía de la raza aria?
Riley intuyó que Jack estaba a punto de replicar al joven con algún comentario mordaz, y dándole un pisotón bajo la mesa se adelantó al gallego forzando una sonrisa cómplice.
—Desde luego —contestó—. El partido gana adeptos día a día en Norteamérica, y algún día expulsaremos a los judíos y a los comunistas de una vez por todas.
—¡Y a los negros! —añadió Blunt con entusiasmo.
—Por supuesto. También a los negros.
—Y a los gitanos. Y a los tontos. Y a los feos... —murmuró Jack sin levantar la vista del plato, en una voz que no fue lo suficientemente baja.
Riley se volvió hacia él fulminándolo con la mirada, mientras por el rabillo del ojo percibía la contrariedad del joven.
—¿Acaso no está usted de acuerdo, señor Alcántara, con la visión de nuestro Führer? —preguntó en un tono radicalmente distinto, alzando la voz y llamando así la atención de los comensales más próximos.
Aquel desenfadado muchacho de Iowa se había transformado en un segundo en un fanático de las Juventudes Hitlerianas. Su sonrisa ya no parecía franca y amigable, sino fría y afilada como un cuchillo de matarife.
—Por supuesto que sí —se apresuró a corregir Alex—. Es que mi amigo es de origen español y aún no domina bien el idioma. Dice muchas tonterías sin darse cuenta.
El joven nazi de Iowa clavó su vista en el gallego, quien trataba de aparentar indiferencia cortando metódicamente una salchicha de cerdo.
—Entiendo... —mintió, para añadir con toda la suspicacia del mundo—: Y dígame, señor Alcántara, ¿cuál es su capítulo favorito de Mein Kampf?
En ese momento ya eran muchas las cabezas que se habían vuelto hacia ellos. Sobre todo las de los agentes de paisano, que ahora seguían la conversación con sumo interés.
—Me gustan todos —replicó Jack en un tono que exudaba antipatía.
Pero el imberbe nazi, que sin lugar a dudas habría sido entrenado por las SS o la Gestapo, ya había olido la sangre y no iba a soltar su presa tan fácilmente.
—Claro, claro... —asintió con engañosa cordialidad—. Pero seguro que hay alguna parte que le haya inspirado más que otra... ¿quizá la que menciona la gran victoria de Franco en la guerra civil española?
—Sí, esa me gustó —contestó sin pensarlo, devolviendo la atención a su plato.
Pero no había terminado de decirlo, que comprendió que acababa de meter la pata hasta el fondo.
—Aunque ahora que lo pienso —dijo Blunt, fingiendo hacer memoria—. Nuestro Führer escribió Mein Kampf mientras estaba en la cárcel... casi trece años antes de que se iniciara la guerra en España. Así que es imposible que mencionara a Franco y su guerra de curas y paletos.
Jack levantó la mirada para encontrarse con los ojos glaciales del joven nazi. Unos ojos que delataban el placer de haber desenmascarado a un traidor, y posiblemente a dos.
Frank Blunt se puso de pie sin decir una palabra más, y Riley supo que, como que dos y dos son cuatro, aquel desgraciado llamaría la atención del centenar de hombres que los rodeaban, y un segundo más tarde estaría sujeto contra la pared con un cuchillo en la garganta.
Echándose la mano al cinto en un acto reflejo, lamentó no llevar encima el Colt para llevarse a unos pocos por delante. Pero entonces, una voz familiar pronunció su nombre a su espalda.
—Señor Riley y señor Alcántara. ¡Por fin doy con ustedes! Llevo una hora buscándoles.
Al volverse, se encontró con el doctor Kirchner con su uniforme de coronel, que amistosamente les ponía una mano en el hombro a cada uno.
—Mi coronel —intervino Blunt, cuadrándose de inmediato—. Debo advertirle que estos dos hombres no son lo que dicen ser. Ellos mienten cuando dicen que...
—Sé todo lo que hay que saber de estos dos agentes —lo interrumpió Helmut con brusquedad, subrayando la última palabra—, seleccionados por el mismísimo Herr Himmler y especialmente entrenados para esta importante misión. Así que ya puede dejar de hacer estúpidas acusaciones, y si descubro que les vuelve a molestar me encargaré personalmente de que se le arreste y sea juzgado por el comandante Eichhain con la mayor severidad.
—Pero...
El científico dio un golpe con el puño sobre la mesa, en un gesto autoritario sin precedentes en él.
—¿Acaso no he sido lo suficientemente claro, muchacho?
El joven buscó algún tipo de apoyo entre los que se encontraban a su alrededor, pero tras la irrupción de un coronel de las SS en la sala, todos parecieron repentinamente interesados en el contenido de sus respectivos platos.
—Muy claro, Herr coronel —respondió, y con una inclinación de cabeza y un taconazo, se dio la vuelta y se marchó por donde había venido.