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EL capitán del Pingarrón llevaba más de una hora sentado a la mesa, escuchando paciente el intrincado plan, urdido hasta el último detalle, mientras a él lo habían dejado durmiendo catorce horas seguidas.

En ese mismo momento, Jack le revelaba cómo aquella idea se le había ocurrido al propio Helmut en el transcurso del almuerzo y Riley miraba de reojo al científico alemán, aún vestido con el uniforme de las SS y la gorra de plato a su lado sobre la mesa.

—De repente —argumentaba el primer oficial—, lo vimos todo claro. Gracias a la afición de Marco por coleccionar uniformes militares se había traído del Phobos el del oficial que custodiaba la máquina Enigma. Así que teníamos el disfraz perfecto y, como puedes comprobar —añadió, señalando a su izquierda por encima de la mesa—, también tenemos a la persona perfecta para llevarlo puesto.

Alex le dio un bocado más al sándwich de queso que tenía entre las manos, antes de dar su opinión sobre todo aquello.

—De ningún modo —dijo tajante, cuando acabó de masticar—. Es un plan absurdo, complejo e innecesariamente arriesgado. Ya os lo podéis ir sacando de la cabeza. Esto es cosa mía.

—¿Cosa tuya? —replicó, alzando las manos—. ¡Carallo! ¿No ves que es absurdo tratar de embestir el Deimos con este barco? Antes de que logres acercarte a menos de una milla, ya te habrán hundido cuatro veces. Tu plan es pésimo, Alex —concluyó, bajando el tono—. Si quieres detener ese barco tendrá que ser con nuestra ayuda, porque de otro modo no conseguirás nada, aparte de suicidarte.

El capitán negó de nuevo con la cabeza.

—Ese es mi problema —recalcó—. No voy a permitir que os arriesguéis más de lo que ya lo estáis haciendo. Cuando nos aproximemos a la isla de Santa María, todos abandonaréis la nave. Ya habéis hecho mucho más de lo que deberíais llegando hasta aquí.

—Capitán Riley —intervino Helmut—. ¿No cree que somos nosotros quienes hemos de decidir hasta dónde queremos llegar?

Cada vez que Alex miraba al alemán vestido de esa guisa, no podía evitar un leve estremecimiento.

—Podríais si esta fuera una democracia. Pero no lo es. Se trata de mi barco y yo soy el capitán, así que aunque no os guste mi decisión es la única que cuenta.

—Pero esa decisión tuya —insistió Jack, irritado ante su tozudez— puede matar a mucha gente. ¿Es que no lo ves? Te lo estás tomando como un asunto personal, cuando en realidad, lo único que importa es evitar una catástrofe de consecuencias inimaginables. Sabes perfectamente que el plan del doctor Kirchner tiene muchas más probabilidades de éxito que el tuyo —se reclinó sobre la mesa, clavándole la mirada—, y por muy capitán que seas, no tienes derecho a decidir por la gente que morirá por culpa de tomar una decisión equivocada.

La insistencia de Jack empezaba a hacer mella, pero Riley seguía buscando puntos débiles en el razonamiento.

—Creo que se os está pasando algo por alto —dijo entonces, limpiándose la boca con la servilleta—. ¿Qué pasará cuando suba a bordo del Deimos y su comandante se ponga en contacto con Berlín para confirmar su identidad? —preguntó dirigiéndose a Helmut—. Yo se lo diré. Que un minuto más tarde será comida para peces.

Esta vez, el doctor Kirchner sonrió astutamente antes de responder.

—Eso no va a suceder —repuso, ladino.

—Explíquese.

—Muy sencillo, porque no pueden hacerlo —afirmó—. La misión es tan secreta que tienen prohibida la comunicación por radio para evitar el riesgo de que la transmisión sea interceptada. ¿No lo recuerda?

Alex alzó una desconfiada ceja en dirección al alemán.

—Es cierto —confirmó Jack—, y para entonces nuestro amigo ya habrá hecho el trabajo.

—Piénselo —insistió Helmut—. Ellos solo pueden recibir mensajes, no emitirlos, y estarán puntuales en las coordenadas que les han indicado desde Berlín.

—¡Y allí estaremos nosotros! —exclamó Jack con entusiasmo, dando una palmada en la mesa—. Helmut embarcará en el Deimos haciéndose pasar por el difunto coronel Klaus Heydrich de las SS, alegando ser un enviado del mismo Himmler para supervisar la operación. Luego saboteará la bomba durante el trayecto, y por último desembarcará vestido de paisano con los otros agentes nazis, en la costa americana.

—Sin saberlo —sonrió el científico—, las SS me estarán pagando el billete de ida a los Estados Unidos.

En realidad a Riley ya no le quedaban argumentos con los que oponerse, y paseando la vista por los siete rostros que lo observaban expectantes, comprendió que no iba a poder convencerlos de que cambiaran de opinión. La voz cantante la había llevado Helmut, que sin duda era el que más se jugaba en aquel arriesgado plan, pero estaba claro que contaba con el total apoyo de cinco de ellos y la callada resignación de Elsa.

—Está bien —aceptó finalmente—. Lo haremos a vuestro modo, pero con una condición.

—¿Qué condición?

—Yo acompañaré a Helmut.

El científico miró por encima de sus gafitas al capitán, con cara de no haber entendido bien.

—¿Perdón? —preguntó con incredulidad—. ¿Ha dicho usted... acompañarme?

—Eso he dicho. Yo iré con usted.

El doctor Kirchner miró de un lado a otro, como esperando que alguno de los presentes le ofreciera una explicación a aquel sinsentido.

—Pero... ¿para qué? —inquirió, volviendo su atención hacia Riley—. La idea es que suplantando al coronel Heydrich acceda al barco, y una vez dentro y gracias a mis conocimientos, durante el trayecto hasta la costa norteamericana pueda desactivar el artefacto explosivo o, en su defecto, sabotear de algún modo los sistemas de la nave y obligarles a regresar.

—Eso ya lo ha explicado antes. Pero ¿y si no puede?

—¿Qué quiere decir?

—Si no puede desactivar la bomba por alguna razón, ¿cómo haría para sabotear un buque de casi ocho mil toneladas?

—Bueno, aún no he pensado en ello. Supongo que algo se me ocurriría.

Alex miró a Helmut, como un padre a un hijo demasiado ingenuo.

—Si no hundimos el Deimos, lo único que lograremos será retrasar su operación una o dos semanas, y entonces, quizá ya no tendremos forma alguna de detenerlos. No, doctor Kirchner, no podemos arriesgarnos. Si no logra desactivar la bomba, habrá que hundir ese barco.

—¿Hundirlo? —intervino César—. ¿Cómo?

—Solo hay dos maneras de hundir un buque desde dentro —aclaró Jack—. Usando explosivos para crear una vía de agua, o abriendo las llaves de fondo para que se inunde.

—Exacto —reconoció el capitán—. Y usted, doctor Kirchner, no sabría cómo hacer ninguna de ambas cosas, así que le acompañaré.

El científico rio sin humor, como si aquello fuera un mal chiste.

—¿Quiere entrar conmigo en el Deimos? ¿Está loco? ¡Lo único que conseguirá será hacer que me descubran! —Y con una desabrida carcajada, apostilló—: ¡Pero si ni siquiera habla alemán!

—Eso no importa —repuso—. Usted dijo que ese barco corsario lleva más de treinta agentes alemanes, con la misión de infiltrarse en los Estados Unidos, ¿no? ¿Pues qué mejor espía puede haber para los nazis —añadió apuntándose con el pulgar— que un auténtico norteamericano?

La tripulación asistía incrédula a la encendida discusión entre Helmut y el capitán, debatiendo al fin y al cabo sobre quién tenía más cualidades para inmolarse.

El alemán negaba constantemente con la cabeza, tratando de hacer ver al ex brigadista que su propuesta no solo era inútil, sino que podía dar al traste con toda posibilidad de desactivar la bomba de uranio antes de llegar a las costas de New Hampshire.

—¡No, no y no! —repetía Helmut, una y otra vez—. No sé qué concepto tiene usted de los alemanes, pero le aseguro que no son idiotas. ¡Jamás se creerán que usted es un agente secreto!

—Se lo creerán porque usted se lo dirá —insistía Riley, señalándole con el dedo—. Precisamente porque es tan absurdo, ni se plantearán otra posibilidad que no sea pensar que sus mandos son unos genios al haberme seleccionado. Dígales, simplemente, que soy un fiel miembro del Partido Nazi Americano.

—¿Partido Nazi Americano? —inquirió, incrédulo—. ¿Existe tal cosa?

Riley frunció los labios con amargura.

—¿No lo sabe? —le preguntó, aunque volviéndose también hacia los demás al ver unas cuantas expresiones de asombro—. ¿Ninguno lo sabe? En la tierra de la Libertad también hay fanáticos nazis que creen que el fascismo y el racismo son la única forma de salvar al país. Y no se trata de cuatro extremistas —recalcó—. Son tantos, que hasta han hecho desfiles en algunas ciudades norteamericanas vestidos como las juventudes hitlerianas y exhibiendo banderas con esvásticas. Incluso hay personalidades como Henry Ford o la familia Bush, que a través de la familia Thyssen han financiado al partido nazi alemán y al Tercer Reich.

—Es cierto —secundó Jack, con una mueca de asco—. Los nazis americanos han llegado a organizar mítines en el mismísimo Madison Square Garden de Nueva York. Había miles de ellos.

Helmut los miraba a ambos, tratando de decidir si le estaban tomando el pelo.

—No... no tenía ni idea —barbulló, aturdido—. Jamás lo hubiera imaginado.

—Pues créalo, porque es absoluta y tristemente cierto.

—Y yo le creo, capitán —asintió meditabundo, al cabo de un momento de reflexión—. Pero a quien tiene que convencer es al capitán del Deimos, y puede que él no tenga tanta confianza en usted.

En respuesta, Riley hizo un ademán quitándole importancia.

—Pues entonces explíqueles lo que quiera: que soy un miembro desquiciado del Kukuxklán o que Roosevelt es mi padre y me abandonó en un orfanato. Lo que quiera, Helmut. Usted será un coronel de las SS y le creerán.

—Es un riesgo innecesario —objetó no obstante, renuente a dar su brazo a torcer—. Si le descubren, y no dude que tarde o temprano lo harán, lo echará todo a perder.

Riley tamborileó sobre la mesa, tomando aire antes de contestar.

—Doctor Kirchner —replicó, conteniendo la impaciencia—. No se hace usted una idea de lo que le agradezco que esté dispuesto a arriesgar su vida de este modo para salvar la de mis compatriotas. Pero ha de comprender que no puedo dejarle en ese barco y dar media vuelta tranquilamente, rezando para que logre desactivar una bomba atómica que, a fin de cuentas, hace unos días ni siquiera creía que pudiera existir. Tengo que cubrir la mayor cantidad de apuestas posibles —añadió—, y aunque usted tenga más probabilidades que nadie de conseguirlo, he de acompañarlo por si no queda más recurso que mandar a pique ese jodido barco. ¿Me comprende?

Tardó unos instantes en hacerlo, pero a la postre el científico asintió.

—Piense —arguyó aún el capitán, para terminar de convencerlo—, que de cualquier modo usted será el centro de atención. Yo solo seré un agente más a bordo, y en lugar de treinta y cinco, serán treinta y seis espías a desembarcar cuando lleguen a la costa.

—Treinta y siete —corrigió la voz de barítono de Jack—. Seremos treinta y siete. Yo también voy.

Helmut hizo una mueca de hastío, poniendo los ojos en blanco y cara de «éramos pocos y parió la abuela», mientras Riley se volvía hacia su segundo ya con el no en la boca.

—Ni te molestes, Alex —dijo el gallego, alzando la mano para acallarlo—. Voy a ir sí o sí, y mis argumentos son tan válidos como los tuyos, así que no tienes nada que alegar.

—De ningún modo, Jack —contestó igualmente, ignorándolo—. Tú has de quedarte al mando del Pingarrón, y es una idiotez que también te arriesgues. No tiene sentido que vengas —alegó—. Si al final hay que hundir el Deimos, dará lo mismo que estés o no.

—Ya te he dicho que ni te molestes —refrendó, impasible—. No tienes ni la menor idea de lo que va pasar una vez estéis dentro de ese barco, así que puede que al final mi ayuda sea imprescindible. Y además, aunque nací en España me siento tan americano como tú, y esa gente son también mis compatriotas. De modo que no se te ocurra volver a decirme —añadió muy serio, cruzándose de brazos— lo que puedo o no puedo hacer. ¿Estamos?

El capitán del Pingarrón, conocedor de la cabezonería de su segundo, comprendió que no había nada en el mundo que pudiera hacerle cambiar de opinión y, después de todo, podía ser que el antiguo chef tuviera razón y su presencia marcase la diferencia entre el éxito y el fracaso.

—Muy bien. Es tu decisión, Jack —rezongó, aunque en el fondo feliz por saber que a su lado iba a tener a su leal camarada de armas—. Nos quedan poco más de veintiséis horas por delante —añadió, echando un vistazo a su reloj de pulsera—. ¿Cuál es nuestra posición y velocidad?

Entonces Julie, como si de pronto la despertaran de un sueño, se sacó un pequeño bloc del bolsillo y pasó las primeras páginas hasta encontrar lo que buscaba.

—Latitud treinta y seis grados, treinta y tres minutos norte —recitó mientras leía—. Longitud quince grados, veintitrés minutos oeste. Estamos a unas cuatrocientas sesenta millas del punto de encuentro —añadió, levantando la vista—, y sin viento que nos ayude, nuestra velocidad actual vuelve a ser de dieciocho nudos.

Alex atrajo hacia sí la carta náutica del Atlántico y, tras unos rápidos trazos con la escuadra y el cartabón, chasqueó la lengua, y se puso a dar golpecitos con la punta del lápiz sobre la mesa.

—Nos va a ir muy justo.

—Pues aún gracias a su idea de la vela, que nos ha hecho ganar cuatro o cinco nudos extra durante la tormenta —le hizo ver la piloto—. Si no, no lo habríamos conseguido ni de lejos.

—Eso será un pobre consuelo —murmuró, sin levantar la vista de la equis dibujada al sur de las Azores— si no estamos justo ahí mañana a medianoche.