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SIN embargo, transcurrió casi un segundo y ambos se mantenían en pie.

Alex advirtió que, contra todo pronóstico, aún seguía vivo.

Muy lentamente abrió un ojo para averiguar la razón de aquel milagro, y lo que vio ante sí lo sumió en una confusión aún mayor. Si es que eso era posible.

—¿Qué ha pasado? —oyó que una voz de mujer preguntaba a su lado.

Sin respuesta alguna que ofrecer, Riley miró a su derecha para comprobar que Carmen estaba tan ilesa como él, y solo entonces volvió a mirar al frente, donde los dos sicarios que un segundo antes estaban a punto de ejecutarlos, se encontraban ahora desmadejados en el suelo en extrañas posturas, inertes, con un charco de sangre oscura bajo sus cabezas.

—Los dos... —barbulló Riley, sin terminar de creerse lo que veía—. Los dos están muertos.

—Pero... ¿cómo es posible?

—Te juro que no tengo la menor idea —dijo acercándose a los dos cuerpos y observando que ambos tenían un disparo en la cabeza—. Sé que parece una locura, pero es como... si se hubieran suicidado.

En este momento, una sonora carcajada les llegó desde lo alto de la vaguada, y ambos se movieron al unísono en su dirección.

—¿Suicidado? —preguntó el recién llegado, mientras descendía por el pequeño terraplén con una Beretta en las manos—. Y un cuerno.

—¿Marco? —inquirió Riley, tan perplejo al reconocer al yugoslavo como si fuera el mismísimo Espíritu Santo el que acabara de aparecer—. ¿Qué...? ¿Cuándo...? Pero ¿de dónde demonios sales?

El mercenario llegó hasta donde se encontraban y, antes de que tuviera tiempo de contestar Carmen se lanzó a darle un abrazo. Riley, aunque tentado de hacer lo propio, se limitó a estrecharle la mano y felicitarle con un fuerte espaldarazo.

—Nunca creí que me alegrara tanto de verte —confesó con una sonrisa de oreja a oreja.

—Lo mismo digo —afirmó Carmen. Lo que no era poco, pues tras la única ocasión en que se había encontrado previamente con el mercenario, le había sugerido a Riley que le pegara un tiro y lo lanzara por la borda a la primera oportunidad.

—¿Qué haces aquí? —insistió Alex, aún sin creérselo—. ¿Cómo nos has encontrado?

—¿Cómo va a ser? —replicó aquel—. Siguiéndoos, por supuesto.

—¿Siguiéndonos? ¿Desde cuándo? ¿Por qué? ¿Y dónde has estado desde anteayer por la noche, cuando nos perseguían estos mismos tipos?

—Eso mismo le quería preguntar yo, capitán —contestó con un tono no demasiado amistoso—. Después de que nos separáramos en la medina, busqué un lugar seguro donde esconderme unas horas, y para cuando regresé al puerto el Pingarrón ya no estaba allí. Me abandonasteis como a un perro.

—Te equivocas, Marco. El barco zarpó por orden mía, porque temía que estuvieran todos en peligro si permanecían amarrados en Tánger. No sabía dónde estabas o si seguías con vida, así que tuve que elegir. La responsabilidad es toda mía, pero es lo único que podía hacer.

—Pero usted se quedó.

—Tenía que advertir a Carmen —dijo acercándose a ella y tomándola por la cintura—. También la buscaban para matarla.

—Ya veo... —asintió, enfundando la pistola en la sobaquera— y a mí que me parta un rayo.

—No es eso, Marco. Ya te he dicho que...

—Yo sigo sin entender cómo nos has encontrado —lo interrumpió Carmen— ¿Desde cuándo nos sigues?

El mercenario sacó uno de sus puros y se dispuso a encenderlo mientras contestaba.

—Lo primero que pensé cuando todos desaparecisteis fue que me la habíais jugado para dejarme sin mi parte de la recompensa. Así que decidí ir a montar guardia frente a la oficina de ese abogado gordo, esperando que aparecierais en algún momento para venderle la máquina... —y con una sonrisa lobuna, añadió—. Como así fue.

—¿Nos reconociste?

Marovic compuso un gesto como si recordara un viejo chiste.

—He de admitir que el disfraz era bueno —contestó, dirigiéndose a Riley—. Pero llevo ya demasiado tiempo viéndole cada día como para no reconocer su forma de andar y de moverse. Y además, no se suelen ver muchas viejas de metro ochenta.

—Pero sigo sin entender por qué no te acercaste en ese momento y nos dijiste que estabas vivo.

—Ya le he dicho que pensaba que me la estaba jugando. Y verle presentarse en el despacho del agente de March no hizo sino confirmar mis sospechas.

—Un momento —intervino Carmen, cambiando totalmente el tono—. Entonces, eso significa que no nos seguiste para ayudarnos... sino todo lo contrario.

El yugoslavo se limitó a enseñar de nuevo los dientes en una sonrisa poco tranquilizadora.

—Joder, Marco. —Alex chasqueó la lengua, decepcionado—. No me puedo creer que pensaras que te estábamos traicionando.

—¿Pensara? —Marovic se cruzó de brazos, dejando la mano muy cerca de la culata de su pistola—. Yo no he dicho que haya cambiado de opinión.

Riley tardó varios segundos en considerar aquella absurda insinuación.

—¿Qué? —fue lo único que acertó a decir—. ¿Acaso sigues creyendo que trato de engañarte?

—Eso es exactamente lo que parece.

—Por todos los santos, Marco. Eres un puto paranoico.

—¿Ah, sí? ¿Niega entonces que me abandonaran en Tánger sin saber qué suerte había corrido? ¿Que ha tratado de venderle la máquina a Ahmed el Fassi esta misma mañana? ¿Que ha concertado un encuentro con el propio March para dentro de unos días? ¿Lo niega, capitán?

—¿Cómo sabes eso? —quiso saber Riley, extrañado—. ¿Cómo sabes de lo que he hablado con Ahmed?

—Ya le he dicho que les vi entrar en el despacho del abogado. Lo único que tuve que hacer a continuación fue efectuar una breve visita al señor El Fassi para que me aclarara algunas dudas. Y he de admitir —añadió con un rictus cruel— que ese tipo se tomaba la confidencialidad muy en serio. Tuve que apretarle un poco las tuercas para que me pusiera al corriente de lo que estabais planeando.

Un escalofrío recorrió la espalda de Riley al intuir lo que para Marovic significaba «apretarle un poco las tuercas».

—Maldita sea, Marco... Espero que no hayas hecho nada irreparable.

—He hecho lo que me habéis obligado a hacer —replicó—. Y no olvide que acabo de salvarle la vida. A usted y a su putita.

El rostro de Carmen se encendió de ira, y Alex detuvo en el aire el intento de esta por abofetear al mercenario.

—Eres un estúpido loco —lo increpó Riley con un dedo amenazador—. Y más te vale no haber estropeado el acuerdo con March.

—Si con estropear se refiere a que no he dejado que me...

Una nueva detonación sacudió el aire y Marovic se derrumbó como un pesado títere al que acaban de cortar los hilos de un tijeretazo.

Riley se lanzó sobre Carmen y la tiró al suelo al tiempo que levantaba la cabeza y veía a unos cincuenta metros la silueta del tercer sicario, que les apuntaba desde lo alto de la loma. Al parecer, había regresado para averiguar por qué sus primos tardaban tanto en volver, y se había encontrado con aquella inesperada escena.

Apenas cayeron rodando por el suelo, un segundo balazo levantó tierra y piedras a menos de un metro de distancia. Estaban totalmente expuestos en el fondo de aquella vaguada y solo la mala puntería del tirador les libraba de estar ya muertos. Era solo cuestión de tiempo que terminara por acertarles.

Sin pensarlo, Riley corrió a gatas hacia donde yacían los dos hombres que había matado Marovic, y haciéndose con ambos revólveres se puso en pie e inició una desesperada carrera cuesta arriba, zigzagueando mientras gritaba como un demente y abría fuego alternativamente con las dos pistolas.

El asesino cejijunto disparaba a su vez con el brazo sano, pero que debía ser a la vez su brazo inhábil, pues aun cuando Alex estuvo ya a solo una decena de metros, erró su último tiro casi a bocajarro. La siguiente vez que apretó el gatillo, el magrebí descubrió con espanto cómo el clic del percutor le decía que ya no le quedaban balas en el tambor. Al ver cómo el capitán del Pingarrón se le echaba encima escupiendo balas y maldiciones por igual, no dudó en tirar el arma, dar media vuelta y salir corriendo camino de la carretera.

Cuando Riley llegó a lo alto de la loma se detuvo boqueando y sin resuello. El corazón estaba a punto de estallarle en el pecho y las fuerzas, de abandonarle ya de forma definitiva. Pero una inyección de adrenalina fruto de la rabia entró a raudales en su flujo sanguíneo cuando vio justo enfrente y a menos de cien metros de donde se encontraba, cómo el agente Smith esperaba apoyado en el capó de su Citroën 202 fumando plácidamente, como si esperara a una damisela a la puerta de su hotel.

Para su satisfacción, Riley pudo distinguir en la distancia cómo el escocés dirigía primero una mirada de extrañeza al moro que corría ladera abajo como un conejo, y luego se le caía el cigarro de la boca, al descubrirle a él, no solo vivo, sino de pie y sujetando un revólver en cada mano.

Llevado por aquella furia desbocada, Alex se lanzó sin dudarlo en pos del agente del MI6, que inmediatamente subió a su coche para ponerlo en marcha.

El esbirro del brazo en cabestrillo ya estaba a solo una veintena de metros del automóvil, pero quedó claro que Smith no iba a quedarse a esperarle cuando el agente arrancó el motor del vehículo y perezosamente este se puso en marcha, alejándose en dirección contraria.

A esas alturas el capitán del Pingarrón ya había dejado de sentir dolor, agotamiento, miedo, o cualquier otra banalidad parecida. Alex Riley era básicamente ochenta y cinco kilos de cólera desbocada armada con dos pistolas humeantes que, echando espumarajos por la boca, solo quería ver correr la sangre de cualquiera que se le pusiera por delante.

El corazón martilleando en su pecho y el olor a pólvora quemada que le inundaba las fosas nasales le hicieron retroceder en el tiempo hasta aquella tarde de hacía cuatro años en que corría con la misma desesperación y el mismo odio golpeándole las sienes en dirección a las trincheras fascistas, sin más esperanzas que llevarse por delante a todos los enemigos que pudiera antes de que lo mataran a él. Y quizá fue ese estado de enajenación asesina el que le permitió alcanzar al hombre que corría delante, justo cuando alcanzaba la carretera, y lo llevó a dispararle por la espalda al pasar por su lado sin remordimiento alguno, dejándolo herido de muerte sobre el asfalto gritando de dolor y sin dignarse siquiera a dedicarle una última mirada.

Muy al contrario, el único pensamiento que ocupaba su mente era el de perseguir aquel Citroën negro, que lenta pero inexorablemente iba ganando velocidad.

De nuevo, sin pensarlo ni detenerse en su carrera, Riley levantó ambas pistolas y disparó en dirección al coche que se alejaba cada vez más. Sin apuntar, sin pensar en que ya estaba en el límite del alcance de un revólver, sin preocuparse por vaciar el cargador. Solo corría, disparaba, accionaba el percutor y volvía a disparar.

Y entonces, con el sexto o séptimo disparo, el parabrisas trasero del vehículo estalló en una lluvia de cristales, y un segundo más tarde comenzó a dar pequeños bandazos que fueron acentuándose hasta que, finalmente, se salió de la carretera y terminó cayendo en la cuneta con un fuerte golpe, con el morro hundido en el badén y las ruedas traseras girando inútilmente en el aire.

Riley refrenó entonces su frenética carrera, dándole una oportunidad al aire para que retornara de nuevo a los pulmones, que le ardían como si hubiera tragado aceite hirviendo. Aunque notaba cómo las piernas estaban a punto de fallarle, siguió caminando en dirección al coche, paso a paso, mientras comprobaba los tambores de las armas y se deshacía de una de ellas, ya vacía.

Cuando llegó a la altura del vehículo se situó detrás de él y, asomándose por el destrozado parabrisas, pudo ver cómo el agente Smith se hallaba inclinado sobre el volante, aparentemente inconsciente.

Rodeó el coche con precaución, y mientras apuntaba con el revólver, con la mano izquierda abrió la manija de la puerta del piloto y se encontró al agente británico con el rostro ensangrentado por el impacto y una fea herida de bala bajo el omóplato derecho. Parecía conmocionado por el disparo y el accidente, pero estaba vivo.

Sin miramientos, agarró de la americana al espía y lo sacó a rastras del vehículo hasta dejarlo tirado en la carretera. Entonces ya no parecía tan arrogante ni condescendiente, con su elegante traje hecho un guiñapo, un gran tajo en la frente del que brotaba sangre en abundancia y le cubría la cara, y un orificio de salida de la bala que le había impactado por debajo de su hombro haciéndole un severo destrozo de carne desgarrada, astillas de hueso y algodón egipcio de su camisa de Harrod’s.

Al cabo de unos segundos el agente Smith abrió los ojos, parpadeando torpemente como quien se despierta tras un largo sueño. Enfocó la vista en Riley, que de pie frente a él, resoplaba mientras le apuntaba con el revólver.

—Puedo... —masculló el escocés, apenas sin voz—. Puedo ayudarles.

Riley no dijo nada, pero Smith siguió hablando.

—Puedo comunicar a mis superiores que los he eliminado... a todos, y así dejarán de buscarles... —Tosió, y unas gotas de sangre salieron despedidas de su boca—. Usted y los suyos... solo tendrán que cambiar sus identidades... y desaparecer hasta el fin de la guerra.

—Lo que quiero, es que me diga por qué.

El agente del MI6 lo miró sin comprender.

—¿Por qué quieren matarnos a mí y a todos lo que conozco? —repitió.

Smith volvió a toser sangre. Quizá el disparo le había afectado algo más que al hombro.

—Yo solo cumplo órdenes —recitó—. Me limito a hacer lo que me ordenan cumpliendo mi deber, como cualquier soldado... Usted debería comprenderlo.

—¿Y su deber incluye ocultar un plan nazi para destruir una de sus propias ciudades y matar a decenas de miles de compatriotas?

El agente trató de respirar profundamente con evidentes muestras de dolor, y terminó por menear la cabeza levemente.

—Todo este asunto... está mucho más allá de su comprensión —repuso, esbozando una mueca triste—. Y de la mía.

—Comprendo que se han vuelto locos o se han vendido a los alemanes.

Smith negó de nuevo con ojos turbios. La pérdida de sangre estaba a punto de dejarlo inconsciente.

—No ha entendido nada, capitán Riley... Está jugando una partida... y ni siquiera conoce las reglas del juego.

—Explíquemelas, entonces.

—Eso no puedo hacerlo... —masculló con un hilo de voz—. Pero acepte mi proposición... Todos saldríamos ganando. De otro modo, mi gobierno mandará a otro en mi lugar para matarles... y si fracasa, mandarán otro más... y así hasta que usted y sus amigos hayan muerto...

Con aire meditabundo, Alex se colocó en cuclillas frente a él y le quitó la pistola de la cartuchera.

—¿Sabe qué? Seguro que tiene razón, y me encantaría aceptar su oferta. —Pero chasqueando la lengua, añadió—: Aunque hay un pequeño problema.

—¿Un... problema?

—Sí. Que no me fío de usted.

—Yo... le doy mi palabra de que...

Riley alzó la mano para hacerle callar, al tiempo que se ponía en pie de nuevo.

—Conserve las fuerzas. Le van a hacer falta si quiere sobrevivir unas horas más.

—Pero... ¿va a ayudarme?

El capitán del Pingarrón negó con la cabeza, guardándose ambas pistolas en la parte de atrás del cinturón.

—La sangre le está encharcando los pulmones —afirmó, impasible—, y en menos de una hora habrá muerto ahogado en sus propios fluidos.

—¿Y va... —más tos y más sangre— a dejarme aquí tirado? ¿Sin más?

—Por supuesto que no —replicó Alex—. Con su permiso me llevaré su coche, pero a cambio le dejaré cómodamente instalado en la cuneta, no vaya a ser que venga alguien y tenga la mala ocurrencia de socorrerle. Aunque con el poco tráfico que hay en esta carretera —añadió mirando a los lados—, no creo que eso pasara aunque se quedase aquí una semana.

—Es usted... un hijo de puta.

Riley, lejos de ofenderse, le regaló una sonrisa satisfecha.

—Tengo mis días.

Y dándole la espalda con indiferencia, se dirigió hacia donde venían dos siluetas caminando por la carretera. Una delante, corpulenta, se apoyaba con dificultad en una gruesa rama a modo de bastón. La segunda detrás, a una distancia prudente, mucho más menuda y cubierta con un jarque blanco, sostenía una pistola en su mano derecha.