38
BAJO el tibio sol del mediodía de diciembre, dos figuras casi fantasmales caminaban, una junto a la otra, haciendo rozar las suelas de sus babuchas sobre las empedradas calles de la medina de Tánger.
A primera vista no llamaban demasiado la atención. El jarque de blanco inmaculado que las cubría de la cabeza a los pies, y dejaba solo una estrecha abertura para los ojos, era la prenda típica de las mujeres de la región de modo que, confundidas entre la multitud de viandantes ataviadas exactamente igual, resultaban virtualmente invisibles. De no ser así, cualquiera que les hubiera prestado la mínima atención se habría percatado de lo singular de aquellas dos presuntas moras —una de porte erguido y grácil, y la otra aunque mucho más alta, encorvada exageradamente sobre su bastón como una anciana—, que llevaban cada una de ellas un pequeño saco de rafia a la espalda y andaban con pequeños pero presurosos pasos, como si llegaran tarde a una cita.
Claro que más sospechoso aún habría sido escuchar la voz grave de una diciéndole a la otra:
—Ni una palabra de esto, a nadie —susurraba una advertencia tras el paño que le cubría el rostro—. Jamás.
—Oh, vamos —le contestaba su acompañante, esta sí con voz femenina—. No puedes negar que es el disfraz perfecto. Vestidas así ni nos miran, y nadie se ha percatado por ahora de que no eres una pobre ancianita. ¿Qué más quieres?
—Puestos a pedir —indicó quejumbroso—, una caja de calmantes.
Los ojos de Carmen se desviaron hacia Riley, haciéndose idea del dolor que debía provocarle su rosario de cardenales, cortes y heridas.
—Aguanta —lo animó, tomándolo del brazo—. En cuanto lleguemos a la estación de autobuses podrás descansar. Ya queda poco.
—Antes tenemos que ir a otro sitio.
—¿Qué? ¿Cómo? —preguntó incrédula, parándose en seco y alzando la voz por encima de lo aconsejable—. ¿A qué otro sitio? Creí que íbamos a subir a un autobús para salir de Tánger.
—Y lo haremos —murmuró, instándola a bajar el tono—. Pero primero hay que hacer una pequeña parada en el camino. No hay otro remedio.
—¿Una pequeña parada? —repitió, perpleja—. ¿Dónde? ¿Para qué?
—En el Boulevard Pasteur. Tengo que hacer una visita a un viejo amigo.
—¿Una visita? —inquirió de nuevo, cada vez más confusa—. ¿Te parece un buen momento para hacer vida social?
Riley la miró fijamente con su ojo bueno, arrimándose luego para decirle en voz baja:
—Sé que no te resulta fácil, pero tendrás que confiar en mí y hacer exactamente lo que te voy a decir —secreteó bajo el velo del jarque—, porque nos puede ir la vida en ello. —Y acercándose aún más, añadió apremiante—: Y por el amor de Dios, no vuelvas a alzar la voz si no quieres que nos descubran.
Pocos minutos más tarde, se encontraban frente a un edificio de cuatro plantas de nueva construcción y estilo netamente europeo. Un portón de hierro entreabierto franqueaba la entrada y junto a él una placa en bronce anunciaba en cinco idiomas el despacho de un abogado especializado en administración y comercio internacional, así como su propio nombre en grandes letras mayúsculas.
Con solo su voz melosa y una seductora caída de párpados, Carmen convenció al portero de que las dejara subir a ella y a su encorvada y anciana madre a la oficina del abogado, donde tres inacabables tramos de escalera después, llamaban al timbre con insistencia.
Abrió la puerta una secretaria alta y rubia, de porte frío y eficiente, que compuso el mismo gesto de sorpresa al descubrir en su puerta a dos humildes moras con jarque, como si en su lugar hubiera encontrado a dos camellos haciendo tiempo en el rellano.
—¿Qué desean? —preguntó con desdén y marcado acento escandinavo, tratando de recuperar la compostura ante aquellas dos desconocidas.
—Venimos a ver al señor El Fassi —contestó Carmen, exagerando a su vez un deje árabe que en realidad no tenía.
—¿Tienen cita concertada?
—No. Se trata de un asunto urgente.
—Pues lo siento mucho —replicó con evidente satisfacción—, pero sin cita previa no las puedo dejar pasar.
Carmen desvió la mirada un instante hacia Alex, que le hizo un gesto imperceptible con la cabeza.
—Pues es una lástima... —dijo teatralmente decepcionada—. Porque mi difunto padre acaba de fallecer y nos ha dejado a mi madre y a mí dieciséis fincas en Tánger que, por nuestra ignorancia, no somos capaces de gestionar, y un amigo de la familia nos recomendó venir a hablar con el señor Ahmed... Pero claro —concluyó, amagando con darse la vuelta—, si no es posible que nos atienda tendremos que buscar otro administrador que...
La secretaria reaccionó dando una muestra de buenos reflejos, tomando afablemente del brazo a Carmen.
—Esperen un momento... —solicitó, transformando al instante el matiz de desprecio en algo muy parecido a la adulación—. Aunque no tienen cita previa, no puedo permitir que, ya que han venido hasta aquí, se marchen sin hablar con el señor abogado. Por favor —añadió haciéndose a un lado—, entren y pónganse cómodas. Estoy segura de que el señor El Fassi encontrará un hueco en su agenda para poder recibirlas.
En cuanto las dos supuestas mujeres tomaron asiento, la secretaria llamó a la puerta del despacho, donde una voz masculina respondió al otro lado haciéndola pasar.
Cuando se quedaron solos, Carmen se volvió hacia Riley con una interrogación en la mirada.
—¿Y ahora qué? Todavía no me has dicho qué hacemos aquí.
—Ten paciencia, enseguida lo verás. Tú solo sigue con la comedia, que yo me encargo del resto.
No acabó de decir esto, que la puerta volvió a abrirse y por ella apareció de nuevo la secretaria.
—Pasen adelante, por favor —dijo con un gesto de invitación—. El señor El Fassi las atenderá con mucho gusto.
Con una muda inclinación de cabeza le dieron las gracias, y en su papel de achacosa madre y abnegada hija, se pusieron en pie y entraron en el despacho. Allí, Ahmed el Fassi las aguardaba de pie junto a su mesa, con una obsequiosa sonrisa en los labios y vestido con el mismo traje de lino blanco que llevaba puesto una semana atrás, cuando en la tetería de la medina les entregó a Riley y Jack el sobre con las instrucciones de Joan March para el rescate submarino.
—As Salaam alaykum —saludó, llevándose la mano al pecho.
—Wa alaykum as-salaam —contestó Carmen.
—Por favor, tomen asiento —indicó servicial, señalando las sillas y haciendo lo propio en su mullido sillón de cuero tras el escritorio—. Díganme, ¿en qué puedo tener el placer de ayudarles?
El guion de Carmen terminaba ahí, así que sin saber muy bien qué decir se volvió hacia Alex, que estaba arrellanándose en la silla.
—No sé ella —dijo este con voz fatigada, dejando su saco en el suelo—. Pero yo mataría por un buen lingotazo de bourbon y una aspirina.
Al orondo abogado se le heló la falsa sonrisa en los labios al escuchar una voz de hombre salir del interior de aquel atuendo femenino, incapaz de asimilar aquella inadmisible incongruencia.
—¿Qué...? ¿Quién es usted? —tartamudeó, anonadado.
—Soy Batman —dijo, y señalando a Carmen con el pulgar añadió—: Y ella es Robin.
—No comprendo —farfulló, saliendo poco a poco de su asombro—. Pero si no sale inmediatamente de mi despacho, le aseguro que...
—Déjese de amenazas absurdas, Ahmed... Y le sugiero que deje las manos a la vista, porque le juro que si hace alguna tontería le pego un tiro aquí mismo. —Acompañó la amenaza con el chasquido del percutor de la pistola.
Raudamente y con expresión alarmada, El Fassi levantó las manos como si le estuvieran asaltando.
—No tengo dinero —musitó, asustado—, pero llévense lo que quieran. Por favor, no disparen.
No fue hasta entonces que Alex se descubrió la cara y echó hacia atrás la capucha, dejando a la vista su rostro amoratado.
—Tranquilo, Ahmed —dijo, aliviado por quitarse el velo—. Solo he venido a hablar con usted. No tengo intención de dispararle... al menos, de momento.
El abogado estiró el cuello hacia adelante entrecerrando los ojos, tratando de reconocer en aquellas inflamadas facciones un semblante que le resultaba familiar.
—¿Capitán Riley?
—El mismo que viste y calza.
—¿Qué... qué le ha pasado?
—Bueno, esperaba que usted me ayudara a contestar esa pregunta.
—¿Yo? —preguntó con lo que parecía sincera sorpresa—. ¿Por qué iba yo a saberlo?
Riley se sacó el Colt por debajo de las ropas y la dejó sobre la mesa con aparente indiferencia, pero con el cañón apuntando inequívocamente hacia el abogado.
—Verá, Ahmed... Resulta que ayer me tendieron una emboscada cuando iba de camino a hacer la entrega al señor March y su problema, amigo mío, es que usted es de las pocas personas que debía conocer los detalles del encuentro. Así que, por la cuenta que le trae, necesita convencerme de que no fue usted quien dio el chivatazo.
El abogado se tomó unos segundos de reflexión antes de preguntar a su vez:
—¿Por eso no se presentó ayer en el hotel El Minzah? ¿Le asaltaron?
—Me tendieron una emboscada —matizó—. Y no eran vulgares ladrones, sino sicarios profesionales dirigidos por un cabrón del MI6. Asesinos que sabían dónde y cuándo encontrarme, así como de la mercancía que debía entregar a su jefe. Detalles que usted, sin duda, conocía.
—¿Y cree que yo les di a esos sicarios que dice los pormenores del encuentro? —inquirió ya con las manos bajadas, señalándose a sí mismo con el pulgar.
—Es una de las posibilidades.
Inesperadamente, Ahmed el Fassi estalló en carcajadas.
—¿Está de broma? —preguntó cuando recobró el aliento, enjugándose las lágrimas—. ¿Cree que yo trataría de jugársela a Joan March? ¡Sería un suicidio! Habría que ser muy estúpido para hacer algo así.
—A veces, hasta la gente más lista comete estupideces.
—Oiga —insistió, tratando de imprimir un tono racional a sus palabras—. Llevo más de cinco años trabajando con el señor March, y como ya le dije soy el representante de sus intereses en el norte de África. ¿Cree acaso que ostentaría esa responsabilidad de no gozar de su completa confianza? Jamás de los jamases —recalcó— se me ocurriría hacer nada que le perjudicase.
Riley se mordió el labio inferior, pensativo, y se volvió hacia Carmen, que no había abierto la boca desde que se sentaron, ni quitado el velo que ocultaba su rostro.
—¿Tú qué opinas?
—Tiene cara de mentir más de lo que habla —dijo tras pensarlo un momento—. Pero en este caso parece que dice la verdad.
—Está bien... —concedió Riley, recuperando la pistola y guardándola en su cartuchera—. Digamos que usted no tuvo nada que ver. Ahora vamos a por el segundo tema que me ha traído aquí: necesito que me organice una nueva cita con Joan March. Esta misma noche a ser posible.
El abogado se reclinó sobre la mesa entrelazando los dedos.
—Me temo que ya es un poco tarde para eso —dijo, tratando de parecer contrariado.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que el señor March se marchó en avión esta misma mañana. Le puedo asegurar que no lo hizo muy contento —añadió—, y cuando descubra que le han robado la mercancía que usted debía entregarle... En fin, —hizo un vago gesto con la mano— más le valdrá encontrar un agujero donde esconderse que sea muy, muy profundo.
—Pero es que la mercancía sigue estando en mi poder —aclaró Alex—. Yo no he dicho que me la robaran, solo que intentaron hacerlo.
—¿Me está diciendo —preguntó escéptico— que aún tiene ese objeto por el que el señor March estaba tan sumamente interesado?
—Así es —aclaró Alex encogiéndose de hombros—. Y lo único que quiero es quitármelo de encima y que me paguen lo acordado. Me da igual el dónde y el cómo, solo necesito que sea pronto.
—Quizá eso no sea tan fácil como cree —alegó, apoyando ambas manos sobre su prominente barriga—. El señor March está convencido de que usted le ha traicionado vendiendo su mercancía a otro comprador, y antes de irse dio orden de que lo buscaran a usted y a su barco. Yo estaba presente cuando hizo la llamada —añadió con una mueca—, y créame que no le gustaría saber lo que oí salir de su boca.
—Puedo imaginármelo.
—Entonces también podrá imaginarse que no será fácil convencerle de que regrese a Tánger para un nuevo encuentro.
—O yo podría entregárselo a usted —sugirió Riley—, y con una llamada informar a March para que ingrese el dinero en una cuenta bancaria.
—Oh, no, capitán Riley —objetó, alzando las manos y meneando la cabeza—. De ningún modo podría hacerme responsable de algo así. Este es un asunto que el señor March lleva en absoluto secreto, y él personalmente es el único que puede aceptar la entrega y cerrar el trato.
—Está bien. Entonces coja ese teléfono, llámele y dígale que estoy en su oficina dispuesto a entregarle la mercancía que me pidió.
—Tampoco eso es tan sencillo... —arguyó de nuevo—. Al hacer de intermediario me hago también responsable de la transacción, y si algo volviera a salir mal, sin duda también pagaría las consecuencias.
Exasperado por las reticencias de su interlocutor, Alex tomó la estilográfica de oro que había sobre la mesa y cogiendo un papel en blanco empezó a escribir.
—Le propongo un trato —dijo mientras apuntaba—. Si consigue convencer a March para realizar la entrega en los próximos días, y de que si no pude presentarme anoche en El Minzah fue porque estaba atado a una silla mientras me hacían una cara nueva, le pagaré una generosa comisión por sus servicios.
Y dándole la vuelta al papel lo puso frente a los ojos del orondo abogado, que no pudo disimular una expresión de sorpresa.
—¿Tiene usted —preguntó, suspicaz— esta cantidad de dinero?
—La tendré si usted me consigue esa cita con March.
—En ese caso, no deja de ser un simple número apuntado en un papel.
El ex miliciano metió la mano derecha bajo la ropa y sacó un gran fajo de billetes que dejó sobre el escritorio.
—Aquí tiene un pequeño adelanto —afirmó—. El resto se lo daré tras la entrega.
—Bueno —musitó el abogado, pasándose la mano por la frente—. Siendo así, quizá podría intentar...
—No lo intente. Hágalo.
Ahmed el Fassi volvió a mirar la cifra escrita por Riley, y sopesó mentalmente los probables riesgos y posibles beneficios.
—Está bien... —aceptó al fin—. El señor March está resolviendo unos negocios en Argel, pero dentro de cinco días hará una breve escala en Tánger de regreso a la península. Supongo que podría arreglar una reunión para entonces, aunque antes, evidentemente, tendré que confirmarlo con el interesado. Dígame —añadió, disponiéndose a tomar nota con su estilográfica—. ¿Dónde puedo localizarle para darle los detalles del encuentro?
—No podrá. Nos vamos a Ceuta, donde nos esperan mi barco y mi tripulación. Yo le llamaré en dos días para saber si ha cumplido con su parte del trato.
—De acuerdo —aceptó, poniéndose en pie y ofreciéndole la mano al capitán por encima de la mesa—. En ese caso, esperaré su llamada.
Riley lo imitó, estrechándole la mano para cerrar el acuerdo.
Seguidamente, recolocándose el velo y la capucha, se puso al hombro el saco de rafia y, apoyándose en el bastón que completaba el disfraz, se acercó a la salida seguido por Carmen.
—Capitán —dijo a su espalda la voz del abogado, cuando ya se disponía a girar el pomo de la puerta— ¿Y si no logro convencer a March de su inocencia, ni de que vuelva a reunirse con usted?
Volviéndose a medias, Alex pudo ver cómo Ahmed el Fassi ya había descolgado su teléfono y lo miraba con cierta diversión, feliz con la perspectiva de ganar una considerable cantidad de dinero sin realizar demasiado esfuerzo.
Por eso, por el insufrible dolor de las costillas y porque no le hacía maldita la gracia volver a la calle con aquel jodido disfraz, ni pudo ni quiso resistir la tentación de llevarse la mano a la cadera, haciendo una clara alusión a la pistola que llevaba bajo la túnica.
—Yo de usted, me esforzaría en conseguirlo —le contestó con voz glacial.