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—NO deberíamos haber aceptado —rezongó Marovic meneando la cabeza con desagrado.

El capitán se cruzó de brazos antes de contestar.

—Eso no es decisión tuya.

—Nos traerán problemas —auguró en el mismo tono.

—¿Tienes miedo de una pareja de refugiados judíos? —se burló Jack—. Si quieres, podemos encerrarlos en su camarote para que duermas tranquilo.

—No me gusta esa gente.

—Y a mí no me gustas tú —replicó Riley con una mueca—, y sin embargo, aquí estás.

El mercenario gruñó una respuesta que el capitán ignoró descaradamente.

—¡Pues a mí me parece fantástico! —terció en cambio Julie, con entusiasmo—. Tenía muchas ganas de regresar a Francia. Conozco un restaurante en el centro de Marsella que...

—Lo siento, Julie —la interrumpió Alex, chasqueando la lengua—. No vamos a pisar tierra firme, es demasiado peligroso. Recogeremos a los pasajeros a una milla de la costa e inmediatamente pondremos rumbo a Barcelona.

La piloto suspiró con tristeza encogiéndose de hombros, pero al momento ya estaba de nuevo haciendo carantoñas con su marido.

—¿Alguna otra duda? —preguntó Riley, paseando la mirada por todos los presentes.

—Yo tengo una —intervino el mecánico—. Nos has explicado que los pasajeros van a Lisboa, ¿no?

—Así es.

—Pero nosotros solo vamos hasta Barcelona.

—Veo adónde quieres llegar —apuntó Alex—. Lo que nos pague la parejita cubrirá los gastos, y en cuanto descarguemos la maquinaria en el puerto y encontremos un comprador para la otra mercancía, buscaremos un trabajo que nos lleve a Portugal, y todo lo que saquemos de ahí será limpio para nosotros.

—Ya, pero... eso puede no ser tan fácil. A veces nos hemos pasado más de un mes en tierra esperando a conseguir un flete.

—Pues en ese caso tendremos que aceptar cualquier trabajo que surja, aunque sea legal. —Y poniéndose en pie, concluyó—: En fin, si no hay más preguntas, sugiero que lo dejéis todo preparado y luego tratéis de dormir un poco. Llegaremos de madrugada a las costas de Marsella, y quiero estar en aguas internacionales con la carga a bordo antes de que amanezca, así que descansad, porque esta noche promete ser larga.

A las tres y media de la madrugada el Pingarrón echó el ancla en la bahía de Marsella, oculto en una pequeña ensenada del islote de Ratonneau, tanto de las autoridades portuarias como de cualquier noctámbulo curioso que dirigiera su vista hacia el mar.

Con todas las luces apagadas el carguero, pintado enteramente de azul oscuro, era solo una sombra, encajonado entre las paredes del peñón, algo que, en el mejor de los casos, les permitiría entrar y salir sin ser vistos y, en el peor, ser detectados por alguna patrulla militar y, al no haber dado parte de su llegada, terminarían siendo acusados de espías y fusilados tras un juicio sumarísimo. No convenía olvidar que, a pesar de la quietud de aquella noche, estaban frente a la costa de un país en guerra y de poco les serviría navegar bajo pabellón de una nación neutral para librarse del paredón.

Vestidos totalmente de negro y guardando absoluto silencio, la tripulación al completo se encontraba en cubierta, atentos a cualquier señal de aquellos a los que estaban esperando, o de aquellos a los que esperaban no encontrarse bajo ningún concepto.

Alex oteaba la oscuridad subido sobre el techo del puente, sentado con las piernas colgando y los prismáticos al cuello. Observaba, despuntando tras la masa rocosa de la isla, la silueta de la estilizada basílica de Notre Dame de la Garde que se elevaba hacia el cielo como una aguja iluminada, y aunque desde aquella posición tras el islote no tenía perspectiva de la ciudad en sí, podía distinguir el resplandor de las luces nocturnas de Marsella coloreando el horizonte con tonos amarillos, como si el próximo día fuera a amanecer por el norte. Además, sentía una emoción especial al saber que a una milla escasa, al otro lado de Ratonneau, se encontraba la famosa isla de If, en cuyo homónimo castillo Alexandre Dumas había encarcelado a Edmundo Dantés en una de sus novelas favoritas: El conde de Montecristo.

—Capitán —oyó que alguien le alertaba desde la proa—, veo algo justo delante, en el agua.

Riley se llevó los prismáticos a los ojos y, en efecto, acercándose desde la orilla, una barca de remos avanzaba a oscuras con penosa lentitud.

—Deben ser los pasajeros —dijo Jack desde la cubierta, justo debajo de donde se encontraba Alex—. Voy a lanzar la escala.

—Todavía no —ordenó—. No hasta que confirmes que son ellos.

—¿Pero quién demonios crees que va a estar remando por aquí a estas horas?

—Espera a que se acerquen y te den el santo y seña. No cuesta nada asegurarse.

—Tú mandas —rezongó, y se dirigió a la proa cargando una madeja de cuerda al hombro.

En realidad, Alex sabía que su amigo tenía razón, y que era una tontería lo que acababa de ordenarle, pero después del susto de la noche anterior —parecía mentira que solo hubieran pasado veinticuatro horas— se había propuesto ser más precavido y pecar de paranoico antes que de confiado. Este era un negocio peligroso, y el siguiente error siempre podía ser el último.

Diez minutos después, la barca de remos ya se hallaba al costado de la nave, y sus ocupantes ascendían con torpeza por la escala de cuerda. Desde su posición, Riley apenas podía discernir las siluetas de los recién llegados, pero una vez que Jack le silbó para confirmarle que estos ya se hallaban a bordo y se disponía a accionar el cabrestante del ancla, se descolgó de un salto al puente de mando donde, en completa oscuridad, ya se encontraba Julie sujetando la rueda del timón a la espera de órdenes.

—¿Está tu marido en la sala de máquinas?

—Oui, capitaine.

—Entonces marchémonos de aquí cuanto antes. Atrás un cuarto hasta que hayamos salido de este embudo. Luego vira a babor rumbo dos-dos-cinco, y a toda máquina hasta estar al menos a veinte millas de la costa.

—A la orden.

—Voy abajo a recibir a los recién llegados. Ah, y no enciendas las luces todavía, no quiero sorpresas de última hora.

—Claro, capitaine —contestó, y a Alex le pareció ver una hilera de dientes en la oscuridad, seguramente detrás de una sonrisa—. Salúdelos de mi parte.

Cerró la puerta tras de sí, descendió por la escalera metálica hasta la cubierta principal y se dirigió a los camarotes, uno de los cuales había sido acondicionado para alojar a los pasajeros mientras estuvieran a bordo.

Como buen capitán, se conocía cada palmo del barco de memoria y podía moverse por él con los ojos cerrados, cosa que resultaba muy útil cuando, en noches como aquella, no era conveniente encender ni un simple cigarro para no ser descubiertos.

Avanzó por el pasillo a tientas —tropezándose por el camino con Marco, que regresaba a cubierta—, hasta encontrar por el tacto la segunda puerta de madera a la izquierda, a la que llamó golpeándola un par de veces.

—Adelante —contestó la voz de Jack.

Riley entró en el camarote y se encontró con el corpulento cocinero sujetando una cerilla encendida entre los dedos, mientras frente a él, sentadas en el borde de la cama había dos personas que apenas podía distinguir a la luz del fósforo, pero a las que intuía atemorizadas y fuera de lugar. Uno era un hombre trajeado, con corbata y bombín, y una voluminosa maleta a sus pies; la otra, una mujer tocada con un amplio sombrero, la cabeza gacha y las manos sobre el regazo de un ancho y anodino vestido. Los rasgos de ambos estaban velados por las sombras, y en silencio escuchaban con atención cómo Jack les ponía al corriente de las normas del barco.

—... como ahora —decía—. Tendrán que estar a oscuras, y solo podrán encender la luz con el postigo cerrado. No podrán pasearse por la cubierta principal si no es con el consentimiento expreso del capitán Riley, aquí presente, o el mío y bajo ninguna circunstancia, jamás, deberán entrar en el puente de mando o la sala de máquinas, ¿entendido? Les llevaremos a su destino, pero recuerden que este no es un barco de pasajeros, y la navegación está llena de peligros. Sigan las normas y todo saldrá bien. —Se giró hacia Alex y preguntó—: ¿Quieres añadir algo?

—No, Jack. —Sonrió—. Creo que ya los has asustado bastante. —Y dirigiéndose a los dos pasajeros, que no habían dicho aún esta boca es mía, añadió—: Soy el capitán Alex Riley. Bienvenidos a bordo del Pingarrón. Imagino que estarán agotados, así que les vamos a dejar que descansen y mañana por la mañana nos podremos presentar formalmente, ¿de acuerdo? Y relájense —añadió por último—, aquí están entre amigos.

El pasajero levantó la cabeza, y la llama de la cerilla reflejó en sus ojos una mirada de agradecimiento.

Entendiendo que era el momento de irse, Alex tomó por el brazo a su segundo y salieron del camarote pero, antes de cerrar la puerta tras de sí, Jack asomó la cabeza por el quicio para decir una última cosa.

—Ah, el desayuno es a las siete, y les sugiero que no se lo pierdan porque este barco tiene al mejor cocinero de todo el Mediterráneo Occidental. Es decir —se señaló con el pulgar—, a mí.

Apenas tres horas más tarde, aunque con los indicios de la falta de sueño escritos en la cara, la tripulación al completo disfrutaba del opíparo desayuno que había preparado Jack a base de panqueques, huevos revueltos con especias, tocino y tostadas francesas. Además, como siempre —y a pesar de todo el tiempo que ya llevaban juntos—, nunca faltaba una anécdota que contar ni un chiste obsceno que desatara las risas de todos y también, como era habitual, era el cocinero de origen gallego el que llevaba la voz cantante.

—Entonces fue —contaba casi en susurros, haciendo que sus dedos caminasen sobre la mesa— cuando Alex y yo salimos de la trinchera en plena noche con un bote de pintura y dos brochas, y al amparo de la oscuridad nos adentramos en el pueblo de... ¿Te acuerdas del nombre del pueblo, Alex?

—En realidad, ni siquiera recuerdo que tú estuvieras allí. ¿Estás seguro de que peleaste en esa guerra?

—Bah, no sé para qué te pregunto nada —replicó, desechando el comentario del capitán con desdén—. El caso es que cruzamos las líneas enemigas sin que nadie nos viera, y con pintura roja escribimos en la fachada de la iglesia —aquí tuvo que tomar aire para no partirse de risa—: «Paca la culona es una maricona».

—¿Y eso qué significa? —inquirió Julie.

—«Paca la culona» es como muchos de nosotros, e incluso algunos de los sublevados fascistas, llamaban al general Franco.

—¿Y os jugasteis la vida para hacer una estúpida pintada? —preguntó Marco, incrédulo—. ¿No habría sido mejor que pusierais una bomba, o algo así?

Jack lo miró, meneando la cabeza.

—Esto fue mucho más divertido —contestó, como si se tratara de una obviedad—. Pero lo mejor de todo es que al día siguiente apareció el mismísimo Franco en el pueblo para pasar revista a sus fuerzas del frente, y...

—Eso fue solo un rumor —lo interrumpió Alex, solo para fastidiar.

—Pues a mí me gusta pensar que ocurrió de verdad. —Y mirando a los demás, agregó—: ¿Os imagináis la cara que pondría al descubrir la pintada en el centro de un pueblo tomado por sus tropas? Seguro que ese día —dio un golpe en la mesa con su manaza que hizo temblar todos los platos—, fusiló a más soldados de los que yo maté en toda la guerra. ¡Deberían habernos dado una medalla por eso!

—Sí —asintió Riley—. Una medalla a la... —Y se calló al punto, pues por la puerta acababa de aparecer un hombre enfundado en un sobrio traje de paño marrón.

El recién llegado tendría entre sesenta y sesenta y cinco años, un pelo repeinado y más blanco que gris, unas gafitas de leer sobre la prominente nariz, orejas grandes, mandíbula estrecha, y un par de ojillos huidizos que le daban el aspecto de un ratón asustado. Y, en definitiva, era eso lo que parecía. Un ratón con traje.

—Buenos días —musitó con inequívoco acento alemán, juntando las manos como un niño al que su maestra acaba de sacar a la pizarra.

Prescindiendo conscientemente del protocolo para esos casos, Alex se puso en pie y le señaló una silla libre.

—Tome asiento y desayune —dijo desenfadadamente—, antes de que esta manada de hienas que tengo como tripulación acabe con todo.

El hombre siguió el consejo murmurando un agradecimiento, alargó el brazo y tomó un trozo de pan con exagerada timidez.

—¿Qué tal ha pasado la noche? ¿Ha dormido bien?

—Estupendamente, gracias —contestó, mientras Jack le colocaba delante una taza de café—. Son ustedes muy amables.

—No hay de qué. Mientras estén en mi nave, quiero que se sientan como en casa. Y hablando de mi nave... —añadió— quiero presentarle a mi tripulación. Esa encantadora señorita de ahí —dijo señalando a su derecha— es Julie Daumas, nuestra piloto y navegante.

—Enchantée —saludó la francesa con un coqueto parpadeo.

—El que se sienta a su lado —prosiguió— es su esposo, César Moreira, el mecánico y «arreglalotodo» del Pingarrón.

—Bom dia —dijo el portugués, con una leve inclinación de cabeza.

—Quien le acaba de servir el café y ha preparado este estupendo desayuno es el primer oficial, gran cocinero y viejo amigo, Joaquín Alcántara. Aunque todos aquí le llamamos Jack.

—Bo día, amigo —dijo casi sin mirarlo mientras regresaba a su sitio y volvía a concentrarse en la montaña de tortitas que tenía frente a sí.

—Y finalmente, ese hombre que le mira como si le hubiera robado una gallina es Marco Marovic.

—No me gustan los judíos —ladró el yugoslavo, ceñudo—. No me gusta que estén a bordo, y estoy seguro de que nos traerán problemas, así que lo tendré vigilado todo el tiempo —Y como para no dejar dudas sobre sus intenciones, desenfundó la pistola que llevaba al cinto y con un golpe la dejó sobre la mesa.

—¡Maldita sea, Marco! ¡Pero qué coño haces! —le recriminó Alex, poniéndose en pie enfurecido—. ¡Quita esa pistola de la mesa! Este caballero es nuestro pasajero y como vuelvas a hablarle así te tiro por la borda, ¿entendido? ¡Y ahora sal de mi vista!

De mala gana el mercenario se levantó de la mesa y abandonó el comedor, sin dejar de mirar de forma amenazante al recién llegado que, muerto de miedo, se había hundido en la silla hasta parecer que había encogido varios centímetros.

En cuanto Marovic hubo cerrado la puerta tras de sí, Riley volvió a sentarse y se dirigió al atemorizado caballero.

—Le pido perdón, señor...

—Oh, sí. Disculpe mi grosería —murmuró, aún sin color en la cara—. Me llamo Rubinstein. Helmut Rubinstein.

—Entonces, le pido perdón por el inexcusable comportamiento de mi tripulante, señor Rubinstein. Tenemos la teoría de que a Marco lo construyeron con trozos de criminales muertos.

—Pueden llamarme Helmut —dijo esforzándose por parecer tranquilo—. Y acepto sus disculpas, no es la primera vez que tengo que vérmelas con alguien que odia a los judíos... pero tengo una curiosidad: ¿cuál es el cometido del señor Marovic?

—¿Qué?

—Usted es el capitán, el señor Alcántara su segundo, la señorita Daumas la piloto y el señor Moreira el mecánico pero, ¿Cuál es la función de ese hombre dentro del barco?

Alex Riley lo pensó un instante antes de contestar con una mueca.

—Es nuestro jefe de protocolo.

Jack fue a añadir algo cuando inesperadamente alguien apareció en el umbral y lo dejó con la boca abierta.

Como salida de una glamurosa revista de esas que ninguno de los presentes solía leer, los tripulantes del Pingarrón se encontraron frente a una de las mujeres más hermosas que habían visto en sus vidas.

Alta y delgada, aparentaba no más de veintidós o veintitrés años. Llevaba un sencillo vestido color marfil con flores rojas que resaltaban la blancura de su piel, y una mata de pelo ondulado color caoba caía en cascada sobre las angulosas mejillas hasta la altura de sus pechos, apenas insinuados bajo la vaporosa tela que terminaba en un escueto bordado justo bajo las rodillas.

Consciente del efecto que causaba en los demás, la muchacha se mantuvo de pie, delineando una seductora sonrisa de dientes perfectos. Sin siquiera pestañear, sus deslumbrantes ojos verdes se pasearon por la mesa, y tras dedicarles una breve mirada a cada uno se dirigió a Alex, sentado a la cabeza de la misma.

—Buenos días a todos —saludó con voz seductora—. ¿Me permiten que les acompañe?

—Capitán, amigos —dijo entonces Rubinstein, poniéndose en pie y apartándole la silla—. Les presento a Elsa, mi esposa.