26

CINCO pares de ojos incrédulos se clavaban en el hombre que acababa de poner los pies en cubierta y les sonreía de oreja a oreja, divertido ante la expresión estupefacta de la que aún era su tripulación, mientras se iba formando un gran charco de agua bajo sus pies.

—Pero bueno, ¿y a vosotros qué os pasa? —preguntó abriendo los brazos.

Eso pareció romper el hechizo —amén de convencerlos de que no era una aparición de ultratumba—, y como si alguien sí hubiera dado un pistoletazo de salida, los cinco se abalanzaron sobre Alex entre exclamaciones de alegría y retahílas de preguntas.

—¿De dónde demonios sales? —quería saber uno.

—¿Cómo es que estás vivo? —inquiría otro.

—¿Cómo has regresado a la superficie?

—¿Cómo has podido respirar si el compresor no funciona?

—¿Por qué has tardado tanto?

—Luego. Luego —repetía, alzando las manos—. Más tarde os lo explicaré todo. Pero antes, ¿estáis todos bien?

—Por los pelos, pero sí —confirmó Jack, echando un rápido vistazo a los demás—. No te imaginas por lo que hemos pasado aquí arriba.

—No hace falta que lo imagine. Estaba en el agua cuando os ametrallaron.

—¿En el agua? —preguntó Elsa—. ¿Dónde?

—Ya os daré los detalles —insistió—. Ahora ayudad a Marco a regresar a bordo, tenemos que marcharnos de aquí echando leches.

—¿Marco también está vivo? —se sorprendió César.

—Claro que está vivo. Aunque sigue en el agua, cabreado, y esperando a que le ayudemos a subir las bolsas.

—Un momento, ¿qué bolsas? —inquirió Jack—. ¿Quieres decir que habéis... que lo habéis...?

—Oh, sí, claro. ¿No os le he mencionado? —dijo fingiendo indiferencia—. Tenemos la máquina.

Durante un instante, un silencio escéptico reinó en la cubierta del carguero. Todos habían oído perfectamente las palabras del capitán, pero ninguno daba crédito a aquel giro de los acontecimientos. Y menos, al ser anunciado de aquella forma tan displicente, como de casualidad.

Solo unos minutos antes todos ellos se habían sabido firmes candidatos a cadáveres, y ahora, un hombre que pensaban que jamás iban a volver a ver, reaparecía de entre los muertos para comunicarles que acababan de convertirse en felices millonarios.

—No bromee con eso, capitán —le advirtió Julie, apuntándole con el dedo.

—¿Acaso tengo cara de estar bromeando?

—Pues la verdad es que sí.

—No tenemos tiempo para esto... —gruñó meneando la cabeza, y señalando el lugar por el que él mismo había subido, tomó de nuevo el mando de la nave impartiendo órdenes a sus tripulantes—. Venga, ayudad a Marco de una puñetera vez y luego levad anclas. Voy a cambiarme a mi camarote y para cuando salga, dentro de dos minutos, quiero que ya estemos en marcha y camino a Tánger. ¿Entendido?

Y dicho esto, se dirigió hacia la superestructura dejando tras de sí un reguero de agua, haciendo caso omiso de los cristales rotos y trozos de metralla desperdigados por el suelo. Mientras, el resto de la tripulación se asomaba por la borda y se encontraba con un malhumorado Marovic que, agarrado a dos bolsas impermeables que usaba como salvavidas, les conminaba desde el agua a que le lanzaran un maldito cabo.

Sin perder un instante y dando cumplida cuenta de las órdenes del capitán, en cuanto subieron al yugoslavo a bordo, César y Jack soltaron amarras y Julie puso rumbo a la cercana Tánger, adonde ya apuntaba la proa del Pingarrón para cuando Alex entró en el puente, con ropa seca y escrutando el horizonte con los prismáticos.

—Si busca el submarino —apuntó Julie, mientras manejaba desde la cabina del puente, ahora al aire libre, lo poco que quedaba de la rueda del timón—, se sumergió de repente tras una explosión. Creemos que fue atacado por una torpedera o un avión inglés procedente de Gibraltar.

Alex se apartó los prismáticos de la cara y miró a la francesa por el rabillo del ojo, estirando una sonrisa torcida.

—¿Ah sí? —preguntó interesado—. ¿Un avión inglés?

—Bueno, no pudimos verlo, pero c´est la única explicación razona... ¡Oh! ¡Ha sido usted! —exclamó con súbita comprensión, soltando ambas manos del timón y dando un paso atrás—. ¡Lo sabía! No me pregunte por qué, pero lo sabía.

—En realidad —alegó, meneando la cabeza—, lo hicimos entre Marco y yo. Y para ser justos, el mérito es más suyo que mío.

—Pero ¿cómo? ¿Cuándo?

—Luego —repitió por enésima vez—. En cuanto atraquemos y Jack haya terminado de revisar las bolsas, nos regalaremos una buena cena y os contaré todo lo que queráis saber. De momento —dijo, llevándose de nuevo los prismáticos a la cara—, solo quiero llegar a puerto antes de que aparezcan más invitados en este baile.

Tres horas más tarde, ya amarrados al pantalán del muelle sur y mientras en el exterior la noche se hacía dueña del puerto de Tánger, cinco hombres y dos mujeres reían a carcajadas, bebiendo y brindando alrededor de la mesa del salón de la nave, cubierta de fuentes y platos rebañados.

—¡Por nuestro capitán! —exclamaba Jack, sonrojado por el alcohol, alzando un vaso lleno hasta el borde de champán francés de contrabando—. ¡Por el hombre que nos ha hecho ricos a todos!

Helmut Kirchner, aunque imitando el gesto del gallego, lo miró de reojo y carraspeó sonoramente.

—¡Bueno, a casi todos! —rectificó el primer oficial con una sonrisa, y en el mismo gesto dedicó una mirada cómplice a Elsa que, en la neblina de la embriaguez, imaginó que era correspondida.

—¡Por el capitán! —repitieron algo más que achispados Julie, César e incluso Marco, que inusualmente risueño compartía con sus compañeros una alegría que, al fin y al cabo, era también la suya.

—Por vosotros. —Alex alzó la copa, mirándolos uno por uno, con el semblante serio que se le quedaba siempre cuando bebía—. La mejor y más valiente tripulación de la que un barco haya disfrutado jamás.

—¡Yujuuu! —aulló la francesa, antes de vaciar su vaso de un trago y golpear la mesa con él—. ¡Somos ricos! ¡Ricos! —Se volvió hacia su marido y le estampó un beso en los labios que lo tiró de la silla, provocando la risotada general.

—¡Polinesia! —rugió Jack, que ya se había vuelto a llenar el vaso y lo levantaba por encima de su cabeza—. ¡Allá voy!

—Nosotros —anunció César, mirando a su esposa mientras se reincorporaba— hemos pensado irnos a Brasil hasta que acabe la guerra. Y cuando Francia vuelva a ser libre he prometido a Julie que nos compraremos una casa en Niza, frente al mar.

—Ese también es un buen plan —valoró Jack, asintiendo—. Vaya que sí.

—Yo regresaré a mi tierra —intervino entonces Marco, en voz baja, mirando muy fijamente su vaso lleno, y que extrañamente aún no había tocado—. Les compraré una casa a mis padres, otra a mis hermanos y reformaré nuestra antigua granja para criar cerdos y vacas... y luego repartiré el resto entre los más necesitados de mi aldea natal.

Todos los que le escuchaban se quedaron mudos de asombro, impresionados por las buenas intenciones de aquel hombre al que habían creído perfectamente capaz de vender a su madre por una caja de cigarrillos.

—Eso... eso es muy bonito —murmuró Julie, conmovida—. Jamás hubiera pensado que tú...

Entonces Marovic levantó la mirada, exhibiendo una sonrisa marca de la casa.

—Pero claro —puntualizó muy serio—, eso será si me sobra algo después de tirarme a todas las putas que hay de aquí a Belgrado —Y se partió de la risa.

—Menudo cabrón —masculló Jack, meneando la cabeza—. Casi me llego a creer que eras una persona decente.

—Mira quién fue a hablar —replicó el mercenario—, el señor Polinesia. ¿Acaso vas allí a compartir tu fortuna con los nativos? ¿O solo con las nativas? —dijo mirando de reojo a Elsa.

—Con tu puta madre la voy a compartir —replicó el cocinero, poniéndose en pie de un salto vacilante.

—Ya basta —terció Alex alzando la mano, imponiendo paz—. Es estúpido ponerse a discutir a causa de un dinero que, os recuerdo, aún no tenemos.

—¿Qué quiere decir con eso, capitán? —preguntó César, con un rastro de inquietud—. ¿Prevé problemas?

—No, espero que no —se apresuró a señalar—. Pero no vendamos la piel del oso antes de cazarlo. Ya habrá tiempo de ponernos a contar el dinero a partir de mañana, cuando hayamos finiquitado el negocio.

—¿Ha concretado con el contacto de March el lugar y la hora del encuentro?

—Mejor —apuntó—. He contactado con Ahmed el Fassi y me ha confirmado que March ya está aquí, en Tánger. Me ha asegurado que trae el dinero y mañana por la noche nos encontraremos con él personalmente para el intercambio.

—¿Y cómo lo haremos? —quiso saber Jack—. El intercambio, me refiero.

—Mañana os daré los detalles —dijo Alex, quitándole importancia al asunto con un gesto—. Ahora, limitémonos a celebrar que estamos todos vivos, que no es poca cosa con lo que nos ha caído.

—Yo quiero escuchar la historia de cómo nos salvaste —intervino Julie, apoyados los codos en la mesa y mirándolo fijamente.

—¿Otra vez? ¡Si lo he explicado hace un momento!

—¡Pero yo estaba en capitanía sellando los documentos de entrada! —protestó la francesa— ¡Cuéntelo otra vez!

—¡Que lo cuente! ¡Que lo cuente! —corearon los demás entre risas etílicas.

Riley dio un largo trago hasta vaciar su vaso y se rascó la barba de varios días antes de hablar, como si estuviera haciendo memoria de un hecho acontecido años atrás.

—En fin... —empezó a decir—. Como ya he dicho antes, Marco y yo estábamos a punto de salir del camarote cuando escuchamos el cercano sonido de una hélice en el agua. Entonces me asomé por un ojo de buey y vi cómo pasaba justo por delante de la ventanilla un submarino alemán.

—¿Ya sabía que era el de la otra vez?

—¿Cómo iba a saberlo? Pero en cualquier caso era una amenaza, lo cual se confirmó en cuanto vi que se detenía y comenzaba a ascender. Las probabilidades de supervivencia de nosotros dos —señaló a Marovic y a sí mismo—, metidos en aquel barco a treinta metros bajo el agua y a punto de cumplirse el tiempo de inmersión, se reducían a cada segundo que pasaba, y no se me ocurría nada para evitarlo. Pero entonces, cuando ya nos daba por muertos, Marco me confesó que a pesar de mis órdenes había bajado un cartucho de dinamita al pecio, metido dentro de su traje.

—Hay que ser burro... —rezongó Jack—. En una atmósfera a presión, la dinamita es extremadamente volátil.

—Eso mismo le dije yo —apuntó Alex con una mueca—. Pero según él, lo llevaba por si la sierra submarina volvía a estropearse. Aunque esa estupidez, al final resultó ser la salvación de todos nosotros —hizo un nuevo gesto hacia el yugoslavo—, y es justo que se lo reconozcamos.

Una salva de agradecimientos —más o menos entusiastas— volvieron a granizar sobre el mercenario que, poco acostumbrado a los elogios, correspondió con un fruncimiento de labios, al que había que echar mucha imaginación para entenderlo como una sonrisa.

—El caso —prosiguió, dirigiéndose a la piloto— es que se nos ocurrió detonar el cartucho en el exterior del depósito de lastre del submarino, donde el casco es más fino, y así se hundiría de inmediato. El problema, claro, era cómo llegar hasta la superficie.

—Y es entonces —recordó el doctor Kirchner— cuando ustedes deciden despojarse de los trajes de buzo.

—Bueno, despojarnos no es la palabra que yo usaría. En realidad no teníamos tiempo para hacerlo, así que simplemente los cortamos por la mitad con nuestros cuchillos y los dejamos ahí. Luego, solo hubo que nadar bajo el agua con las bolsas, a las que extrajimos todo el aire que nos fue posible para que no estorbaran, y en menos de tres minutos salimos a la superficie, justo detrás del submarino.

—Un momento —intervino César, levantando un dedo—. Lo que no comprendo es cómo aguantasteis la respiración tanto tiempo. ¿No os faltó el aire?

—En realidad, el problema era exactamente el contrario: el exceso de aire.

—¿Cómo dice?

—Verás... tienes que pensar que el aire que estábamos respirando era el contenido en el camarote, a cuatro atmósferas de presión. De modo que en cuanto comenzamos a emerger, este mismo aire, que era el que llevábamos en los pulmones, comenzó a expandirse rápidamente multiplicando por cuatro su volumen y amenazando con hacernos estallar como un globo.

—¿Y cómo lo solucionasteis? —inquirió Julie, intrigada.

—Fácil —contestó con un guiño—. Cantando.

—No, en serio.

—Lo digo en serio —replicó, rellenando el vaso con más champán—. La mejor manera de deshacerte del exceso de aire mientras emerges es mirar hacia arriba, abrir la boca y decir «Aaaaaa...» hasta que sales a la superficie. Así que eso es lo que hicimos, y mientras los nazis estaban entretenidos con vosotros...

—Querrás decir —lo interrumpió su segundo— entretenidos en dispararnos.

—No pudimos evitarlo, si es eso a lo que te refieres. Pero en cuanto emergimos al otro lado del submarino, sin que nadie se apercibiera de nuestra presencia, Marco se alejó todo lo que pudo con las bolsas, yo coloqué la dinamita... y el resto ya lo sabéis.

—¡Pum! —escenificó la francesa, haciendo explosión con las manos.

—Eso mismo.

—¿Crees que volveremos a verlos? —preguntó Jack, poniéndose repentinamente serio.

—Ni idea —admitió—. Pero sinceramente, espero que no, porque si nuestro amigo de la Gestapo consigue salir de esta... —torció el gesto, acercándose el vaso a la boca— creo que va a estar muy, pero que muy cabreado con todos nosotros.