13
LA árida costa salpicada de verdes manchas de pinos se deslizaba monótonamente a poco más de una milla por estribor y un levante suave formaba algún que otro borreguillo en las crestas de pequeñas olas, pero la singladura era apacible, y el viento empujaba unas pocas nubes altas a las que, a esa hora de la mañana, aún no les había dado tiempo a vestirse de blanco.
Alex mantenía los motores en avante poca, inclinado sobre la rueda del timón y muy atento a cualquier rompiente sospechosa que asomara en la superficie. En esas condiciones, con el sol justo a proa y a menos de una cuarta sobre el horizonte, ver la sombra de un amenazador arrecife oculto bajo las aguas resultaba casi imposible.
A su lado y con las manos a la espalda, escudriñando también el estrecho paso entre bajíos por el que navegaban, Joaquín Alcántara se mantenía en silencio. De hecho, desde que habían zarpado una hora antes del puerto de Tánger, no habían intercambiado más que las palabras imprescindibles para soltar amarras y poner el buque en marcha; y a la pregunta de Riley sobre qué tal le había ido la noche, su segundo se había limitado a soltar un desganado «oscura», encogiéndose de hombros.
Unos cientos de metros más atrás, en algún lugar por la aleta de estribor, la carta náutica marcaba una roca a menos de siete metros de profundidad. Pero la que mantenía vigilante al capitán del Pingarrón era otra que, por el mismo costado, se escondía a solo tres metros bajo las olas: un abrelatas gigante de granito, esperando agazapado a hacer su propia versión del Titanic. Los cálculos le decían que aquel escollo se encontraba algo apartado de su rumbo, pero un buen marino es por naturaleza desconfiado, y aunque la carta, la sonda, las marcaciones o el mismísimo Espíritu Santo le asegurasen que no había peligro de tocar fondo —siempre le había hecho gracia ese eufemismo—, no iba a dejar de ser prudente y navegar como si lo hiciera entre un campo de minas.
En ese momento, Julie entró en la cabina sin decir palabra con los prismáticos colgando del cuello, extendió la carta del Estrecho, y tras trazar un par de líneas desde la costa que convergían sobre la equis marcada en rojo y que señalaba el punto del naufragio, dejó el transportador y el lápiz, y miró a Alex.
—Capitán, hemos llegado —anunció.
—¿Sonda?
—Veintiocho metros.
—Muy bien —dijo, moviendo adelante y atrás la palanca de máquinas hasta dejarla en paro—, fondearemos aquí. Tiraremos las dos anclas para no garrear con la corriente, y quien se quede de guardia en el puente —añadió mirando a Jack y a la francesa— tomará marcaciones cada quince minutos. No quiero despertarme de la siesta y descubrir que estamos varados en la playa.
Poco después, una vez asegurada la posición de la nave, transmitió a capitanía del puerto de Tánger el mensaje de que habían tenido un problema con la hélice, y que se verían obligados a fondear allí unos cuantos días a la espera de los repuestos. Hecho esto, convocó en cubierta a los cuatro tripulantes y los dos pasajeros.
Apoyados en la borda, expectantes, esperaban bajo el tibio sol de la mañana que su capitán, de pie frente a ellos, los pusiera al cabo de los detalles del rescate que iban a acometer y del que muy poco sabían hasta ese momento.
—¿Queréis escuchar antes las buenas —preguntó Alex— o las malas noticias?
—Empezamos bien... —murmuró Marco mordisqueando un puro apagado, mientras el resto ponía cara de «ya me lo veía venir».
—Hemos de localizar —continuó sin esperar respuesta— un carguero de ciento cincuenta metros de eslora, hundido según su situación en la carta a unos treinta o treinta y cinco de profundidad. Luego acceder a él como buenamente podamos, encontrar un objeto —abrió las manos, como si sujetara una caja invisible— de más o menos este tamaño, y traerlo a la superficie intacto.
—Nunca hemos hecho un rescate a tanta profundidad —apuntó Julie—, ni con tanta corriente. Va a ser difícil.
—Cierto —coincidió el capitán—. Va a ser difícil.
—¿Y cuál es la buena noticia? —quiso saber César, cruzándose de brazos.
Alex compuso una sonrisa esquinada antes de contestar.
—Esa era la buena noticia. La mala es que tenemos hasta el sábado para conseguirlo.
—¿Hasta el sábado? —inquirió el mecánico—. ¿Qué sábado?
—El que viene, por supuesto.
—¡Pero si hoy es domingo! —protestó—. ¡El trato original eran doce días!
—Lo sé, pero las cosas han cambiado —y mirándolos a todos, añadió—: Ahora tenemos solo seis para hacer la entrega, así que no hay tiempo que perder. En media hora quiero la chalupa lista con el motor fueraborda, un par de escandallos y una boya con un cabo de cuarenta metros. Marco y yo sondearemos el fondo, y de encontrar algo nos sumergiremos con máscara y tubo. César —dijo señalándolo—, tú manejarás la lancha. Julie, tú te quedarás de guardia al timón, y Jack, te quedas al mando, y te agradecería que nos preparases un buen almuerzo porque volveremos con mucha hambre. ¿Alguna duda?
Sorprendentemente fue Elsa quien, acodada en la regala junto a Helmut, levantó la mano.
—¿Y nosotros qué hacemos? —preguntó—. Me estoy volviendo loca metida todo el día en el camarote. Me gustaría ayudar.
—Pues no sé cómo.
—Soy muy buena nadadora —interrumpió—, y ayer Julie me hizo el gran favor de comprarme algo de ropa, incluido un bañador. Podría acompañarles en la lancha y bucear con ustedes.
El colega de su padre, súbitamente alarmado, abrió la boca para protestar, pero la alemana se volvió hacia él antes de que dijera nada, y algo le dijo en voz baja que lo calló antes de pronunciar palabra alguna.
Alex miró primero al científico, luego a Jack y por último a la esbelta joven, a la que le brillaban las pupilas de entusiasmo contenido.
—Está bien —accedió, encogiéndose de hombros—. Cogeré unas gafas y unas aletas para ti. Aunque te advierto —señaló—, que por aquí no es raro ver tiburones tintoreras de cuatro metros que estarían encantados de merendarse a una veterinaria.
Elsa sonrió e hizo un despreocupado gesto con la mano.
—Yo estoy demasiado delgada para resultar apetitosa —dijo, pasándose las manos por la cintura con coquetería—. Un tiburón iría antes a por alguien más fornido y musculoso, como usted.
El aludido y Jack intercambiaron una mirada de milésimas de segundo, con la que sin palabras más o menos se venían a decir: «¿Qué quieres que haga, Jack? Ha sido ella la que ha querido venir», y el otro contestaba: «No me fastidies. Yo preparando el jodido almuerzo y vosotros dos nadando medio desnudos en busca de un barco hundido».
Antes incluso de la media hora prevista, los cuatro se encontraban en la lancha auxiliar alejándose del barco, listos para iniciar el rastreo. Los tres hombres iban vestidos de pies a cabeza, pues el sol todavía no había empezado a calentar, aunque Elsa, para sorpresa de todos, se había presentado solo vestida con un bañador negro —que realzaba su estilizada silueta—, y una toalla al hombro, como quien planea pasar un día de piscina. Alex no le prestó demasiada atención, César se esforzó por no hacerlo, Marco murmuró algo obsceno en voz baja, y a Jack, que se la encontró de frente en el pasillo de camarotes, casi le da un infarto de miocardio.
—Empecemos por aquí —dijo Alex cuando ya se habían alejado unos cien metros, quitándose la ropa—. ¿Profundidad?
César bajó las revoluciones del ruidoso motor, y Marco lanzó y recogió la sonda al momento.
—Veintiocho metros —contestó al comprobar la marca en la cuerda—. Fondo arenoso.
—Está bien, yo seré el primero —afirmó el capitán, ya en ropa interior—. Nos turnaremos cada diez minutos para evitar la hipotermia. Ah, y César, sé que lo sabes, pero procura trazar las líneas de rastreo lo más rectas posible, y sobre todo no pasar de un par de nudos, no quiero hacer esquí acuático.
Dicho esto, se colocó la máscara y el tubo de buceo, y sin más preámbulos agarró el cabo atado a popa y se lanzó al agua.
—¿Líneas de rastreo? —preguntó la alemana, arrebujada en su toalla.
—Vamos a peinar una cuadrícula de unos quinientos metros de lado —explicó César, acelerando el motor—, y como en el agua no se pueden hacer marcas, he de tomar referencias en el horizonte y con la ayuda de la brújula, trazar las líneas de esta cuadrícula lo más rectas que pueda y así evitar el riesgo de saltarnos algo.
—Pero se trata de un barco grande, ¿no? Debería ser fácil de ver aunque esté bajo el agua.
—Si algo aprendes con los años en el mar —sentenció el mecánico, que miraba el horizonte y la brújula alternativamente sin dejar de hablar— es que nunca hay nada fácil. El barco podría estar en otras coordenadas o a más profundidad de la esperada, lo que supondría que podríamos pasar por encima sin llegar a verlo si en lugar de a treinta está a cincuenta metros.
—¿Tanta diferencia hay?
—Si está a treinta metros de profundidad, podremos ver la silueta si la visibilidad es lo bastante buena. Pero a cincuenta, aunque tuviera luces de colores como una feria sería casi invisible.
La veterinaria pareció meditar la respuesta, como si hubiera algo que no le acabara de cuadrar.
—Entonces —apuntó—, si después de recorrer esa cuadrícula al completo, no lo encontraran...
—Trazaríamos otra cuadrícula, y haríamos lo mismo.
—Y si resulta que no lo ven al pasar por encima, porque está a demasiada profundidad, ¿qué harán?
—Empezar de nuevo y buscar ayuda.
—¿Ayuda? ¿De quién?
En esta ocasión, César se volvió hacia ella antes de contestar:
—De la Virgen de los Milagros.
Al cabo de tres horas de búsqueda, habían cubierto sin resultado aproximadamente la mitad de las líneas de rastreo dentro de la cuadrícula de medio kilómetro, y tras secarse por enésima vez con una toalla húmeda y ponerse el jersey de lana, Alex apuraba el termo del café tiritando de frío, a punto de lanzar una boya de señalización y ordenar a César que pusiera rumbo de vuelta al barco, deseoso de reponer fuerzas y entrar en calor con un buen plato de sopa.
Marco era ahora quien estaba siendo arrastrado por la lancha, agarrado al trapecio del cabo con las dos manos y, aunque aún no se había quejado, seguro que también estaba muerto de frío. César seguía a lo suyo, tomando marcaciones con la mano en la caña del timón, y Elsa, decepcionada con la tediosa aventura, se apoyaba en la borda con desgana envuelta en su toalla, dejando que los dedos de la mano izquierda trazaran efímeros surcos en el agua.
Entonces, cuando nadie se lo esperaba, Marco se soltó del cabo de repente y, haciendo aspavientos mientras sacaba la cabeza del agua, soltó lo que parecía ser una maldición en su lengua natal.
De inmediato Riley volvió la mirada hacia atrás para ver qué pasaba, al tiempo que César detenía el motor.
—¿Has visto algo? —le gritó al mercenario, que se había quedado unas decenas de metros más atrás.
Este, sin embargo, repitió el improperio sin contestar a la pregunta.
—¿Qué te pasa? —inquirió de nuevo el capitán, preguntándose si le habría dado un calambre o algo parecido.
Pero, en respuesta, lo único que hizo el yugoslavo fue alzar la mano y señalar hacia ellos sin decir nada más.
Y fue en ese preciso momento cuando justo enfrente de Elsa —quien seguía apáticamente acodada con la mano en el agua— emergió de las profundidades una mole grisácea, brillante y redondeada, alzándose a casi un metro de altura y a menos de un brazo de distancia del costado de la lancha.
La joven, sobresaltada, se incorporó como un resorte. Se le había pasado todo el aburrimiento de golpe y se preguntaba con el corazón en un puño qué demonios era eso que acababa de salir del agua ante ella, cuando justo en medio de aquella especie de roca pulida, se abrió un agujero del tamaño de una moneda y un chorro de aire con miles de gotitas de agua salió despedido hacia el cielo como un pequeño geiser volcánico.
—¡Capitán! —gritó señalándolo, más sorprendida que asustada.
Alex ya estaba situándose a su lado, cuando ella se volvió con una interrogación en la mirada.
Entonces y sin decir nada, el hombre estiró el brazo fuera de la barca, y con la yema de los dedos acarició con ternura el costado de aquel gran bulto gris.
En respuesta, la mole gris emergió aún más para mayor sorpresa de la alemana —si es que eso era posible—, y como una preciosa joya que naciera del océano, un gran ojo castaño asomó sobre la superficie del agua y fijó su pupila en la joven, como si la reconociera, parpadeando varias veces mientras se dejaba acariciar por el capitán.
Elsa, maravillada por aquella profunda mirada llena de inteligencia que jamás habría creído posible en algo que no fuera humano, se llevó la mano al pecho conteniendo a duras penas la emoción y balbuceó una pregunta que no llegó a salir de sus labios.
—Es un calderón —afirmó Alex, con una expresión beatífica en el rostro que la alemana no le había visto hasta la fecha—. Una especie de ballena.
—Es... es... preciosa...
Alex Riley palmeó con afecto la piel del cetáceo, que cabeceó como un perro que disfrutara del contacto con su amo.
—Lo es —coincidió Alex incorporándose, visiblemente emocionado—. Todas lo son.
Entonces, intuyendo el sentido de la respuesta, la alemana levantó la vista de la ballena para descubrir que no menos de cien ejemplares, casi todos mayores que la pequeña lancha que ocupaban, los rodeaban completamente apareciendo y desapareciendo bajo la superficie de las olas.
—¿Son peligrosas? —preguntó entonces.
—Son grandes como un tranvía y tienen muchísimos dientes —le aclaró—. Pero no, no son peligrosas en absoluto.
Y dejándolo prácticamente con la palabra en la boca, la joven cogió del fondo de la lancha su máscara de buceo, y con toda la agilidad e irreflexión de sus pocos años se puso en pie sobre la borda y se lanzó al mar de cabeza.
Esta vez el sobresaltado fue Alex, quien vio cómo la alemana desaparecía bajo el agua y no volvía a aparecer hasta el cabo de casi un minuto, rodeada de animales de seis metros y varias toneladas que podrían acabar con ella de un simple aletazo involuntario. Pero eso no parecía preocuparla cuando sacó la cabeza del agua y se quitó la máscara.
—¡Es mágico! —exclamó fuera de sí, como una niña que ve caer la nieve por primera vez—. ¡Lo más hermoso que he visto en mi vida!
—¡Maldita sea, Elsa! ¡Vuelve a la lancha! —replicó Riley, bastante menos contento—. ¡Estás loca! ¡No puedes hacer eso!
—¿Ah, no? —arguyó la joven, con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Pues yo diría que lo estoy haciendo! —Se colocó de nuevo la máscara y volvió a sumergirse entre los calderones.
La primera reacción de Alex fue irritarse por la inconsciencia de una pasajera que estaba bajo su responsabilidad, pensando entre otras cosas que, si algo le sucediera, ni Helmut ni Jack se lo perdonarían. Pero al ver emerger de nuevo a la joven, perdiendo solo el tiempo imprescindible para tomar aire antes de volver a sumergirse otra vez como un delfín, súbitamente se dio cuenta de que, pocos años atrás, habría actuado exactamente igual que ella. «Me he hecho viejo», pensó, consternado.
—A tomar por saco —masculló entonces, sacudiendo la cabeza.
—¿Decía algo, capitán? —preguntó César a su espalda.
Alex se volvió hacia el mecánico, y tras quitarse el jersey de cuello alto agarró su propia máscara y se encaramó a la borda.
—¡Te quedas al cargo! —fue lo último que dijo antes de saltar al agua entre las ballenas, con un alarido de júbilo y una sonrisa en los labios.
En cuanto emergió entre una nube de burbujas, lo primero que hizo fue mirar alrededor en busca de Elsa, y durante un breve instante le pareció verla. Una estilizada sirena asomando entre varios calderones que parecían encantados con su presencia; pero al poco la perdió de vista y lo único que pudo ver fue decenas de lomos grises y grandes aletas dorsales cortando el agua. Estaba claro que, en medio de aquel maremágnum, no le iba a poder seguir el rastro, así que decidió despreocuparse y sumergirse para gozar también del espectáculo, confiando en que la alemana sabría cuidar de sí misma. De modo que se ajustó la máscara a la cara, y tras una profunda inspiración apuntó con el torso hacia abajo y comenzó a bracear hacia el fondo con energía.
De inmediato se vio rodeado allá donde mirara, tanto a ambos lados como por encima o por debajo, por una desordenada multitud de ballenas grises nadando pausada y graciosamente en una misma dirección. Pudo ver cómo se impulsaban con la aleta caudal, que movían cadenciosamente de arriba abajo, a cámara lenta, como si les costara el mismo esfuerzo desplazarse a través del agua que a nosotros a través del aire. Por alguna razón a Alex le recordó el vuelo de los pelícanos, esos grandes pájaros marinos de aspecto torpe y desproporcionado, que en tierra parecen siempre a punto de tropezar, pero que una vez en vuelo, planeando a ras de agua mientras rozan las olas con los extremos de unas alas que apenas baten, resultan ser los seres más majestuosos de la creación. Las ballenas, pensó entonces, eran el equivalente a los pelícanos bajo el mar. Más que nadar se diría que volaban.
Una cría que fácilmente mediría tres metros se aproximó curiosa a Alex, seguida de cerca por la que seguro era su madre. La criatura se acercó de costado sin ningún tipo de recelo, observando al extraño ser de cuatro extremidades y pelo en el cuerpo, tan poco conveniente para el mundo marino. Lo estudió detenidamente de pies a cabeza con su enorme ojo izquierdo, con lo que parecía una expresión de perplejidad. Alex no pudo resistirse a alargar la mano y rozarle la mejilla como habría hecho con un niño. El inconveniente era que ese niño pesaba lo mismo que todo un equipo de rugby, y cuando quiso devolverle el gesto alzando una de sus aletas pectorales, la sola turbulencia que produjo provocó un pequeño remolino que empujó al capitán del Pingarrón a un par de metros más allá dando vueltas de campana.
En el acto, la madre del pequeño cetáceo apareció y se interpuso entre el hombre y su cría, quizá a sabiendas de la fragilidad del humano, y con un leve empujón invitó al ballenato a alejarse, se sumergió aún más y pasó justo bajo los pies de Riley.
Este se quedó mirando embelesado cómo se alejaban madre y cría, cómo se difuminaban sus compactos cuerpos grises en el azul rotundo de las profundidades. Los siguió contemplando, hipnotizado, hasta que desaparecieron y solo quedó tras ellos un ínfimo rastro de burbujas que ascendían desde el fondo marino, en el que destacaba tenuemente una masa inmóvil algo más oscura que el resto. Una masa que, observada detenidamente, tenía una forma perfectamente regular.
Bajo sus pies se insinuaba borrosa la silueta de un objeto estrecho y alargado, de gran tamaño y líneas rectas y precisas.
La silueta de un barco.