17

DEBÍAN esperar a que el sol estuviera a una buena altura sobre el horizonte de la mañana para que algo de su luz llegara hasta los treinta metros de profundidad a los que se hallaba el pecio. Esto se tradujo en que al día siguiente no hubo necesidad de madrugar, de modo que cuando descendieron de nuevo hacia el naufragio, lo hicieron bien descansados y despabilados, con una buena ración de huevos con beicon y un par de tazas de café caliente en el estómago.

Hundiéndose como una plomada colgada desde la grúa, la cesta de hierro se sumergía con Alex y Marco aferrados a ella, y se adentraba en aquel extraño universo de silencio donde los seres vivos parecían volar con sus pequeñas aletas, el aire era un bien escaso con sabor a caucho de manguera y las diferentes gamas de azul marino eran el único color posible.

El capitán juntó la punta del pulgar y el índice de su mano derecha ante la escafandra de Marovic, preguntándole —como era aconsejable hacer con frecuencia—, si todo iba bien. Algo a lo que el yugoslavo respondió afirmativamente con el mismo gesto, para acto seguido mirar a sus pies, donde la alargada forma oscura de la quilla del Phobos no paraba de crecer.

Para esta segunda inmersión se había decidido que, antes de tratar de entrar en la superestructura, sería conveniente inspeccionar el costado de babor del pecio. Tanto daba entrar en él por un lado que por otro, y de ese modo podrían hacerse una mejor perspectiva de la disposición de la nave que yacía en el fondo.

Esta vez ningún banco de atunes se cruzó con ellos en el descenso, pero una sinuosa silueta apareció y desapareció fugazmente en el límite del campo de visión de Alex, sin que le diera tiempo a identificarla. De inmediato le vino a la cabeza la turbadora imagen de un tiburón acechándolos en la distancia, pero la descartó de un manotazo mental convencido de que era una simple sombra, transformada en depredador marino por obra y gracia de las ilusiones ópticas submarinas.

Un minuto más tarde, al situarse a unos tres metros sobre la quilla, Alex dio las instrucciones necesarias al equipo de superficie a través de la cuerda atada a la cesta y comenzaron a bajar paralelos a la borda de babor del Phobos.

No habían recorrido ni tres metros cuando Marco lo agarró del brazo, señalando exaltado hacia la popa.

Allí, tres grandes boquetes de cuatro metros de diámetro cada uno, de bordes irregulares y afiladas planchas de hierro retorcidas hacia adentro como irregulares colmillos, se abrían paso muy por debajo de la que había sido la línea de flotación del navío, separados cada uno del otro por unos veinte metros. No había que estrujarse mucho los sesos para deducir que esa era la razón por la que el Phobos se había ido a pique, y los autores de aquellos descomunales agujeros tampoco eran un misterio. Solo unos torpedos habrían podido causar tal grado de destrucción en esa sección del buque, fuera del alcance de cualquier proyectil aéreo o bomba convencional.

Lo más probable —dedujo— es que el barco corsario hubiera sido atacado por una torpedera o por aviones torpederos Fairey Swordfish procedentes de la cercana Gibraltar. Aunque lo raro, era que los ingleses hubieran advertido que el Phobos no era un carguero común y corriente. Sus tripulantes de ningún modo habrían hecho nada sospechoso encontrándose tan próximos a la base aeronaval inglesa, pues la supervivencia de un barco corsario dependía enteramente del camuflaje y la discreción. Una pequeña incongruencia que le hizo abstraerse un momento frente a las terribles brechas, semejantes a fauces congeladas a medio rugido, divagando sobre la suerte de los tripulantes y rogando íntimamente para que algo así nunca le sucediera a su querido Pingarrón.

Sin embargo, lo que de verdad le erizó los vellos de la nuca a Alex fue constatar instantes más tarde, que tanto en ese costado como en el de estribor, la totalidad de las lanchas de salvamento aún permanecían sujetas a sus anclajes. Ello significaba que muy pocos habrían podido huir del hundimiento. Viendo el tamaño y la situación de las vías de agua, dedujo que el malhadado barco se habría dado la vuelta rápidamente al inundarse su costado de babor, y se había ido a pique quizá en menos de un minuto, lo que no habría permitido de ningún modo arriar los botes salvavidas.

No lo había pensado hasta ese momento, pero el interior de aquella nave estaría sembrado de cadáveres.

Cuando sobrepasaron el nivel de la cubierta, que como era natural se encontraba boca abajo, Alex transmitió la orden de detener el descenso. Tras un par de movimientos más, se situaron justo frente a una escotilla abierta de par en par, en la segunda planta de la superestructura, lo bastante amplia como para que cupieran con el voluminoso traje de buzo. Aquella podría ser una entrada perfecta a la zona del puente, así que poniéndose de acuerdo por medio de gestos, él y Marco se agarraron a la invertida borda y ataron un cabo desde la cesta hasta la misma escotilla para que el paso de una a otra resultara lo más fácil posible. En cuanto estuvieron seguros de que la cesta —su único medio para regresar a la superficie— no se iba a alejar por cuenta propia al abandonarla, sacaron cada uno su propia linterna de dinamo y se dispusieron a acceder al interior del barco hundido.

Alex sacó el pie derecho de la cesta y lo apoyó en el marco inferior de la puerta. Luego asió firmemente el borde con la mano izquierda, y dándose impulso irrumpió en el interior.

El primer pensamiento que cruzó por su mente fue que se encontraba en una de esas casas encantadas que había visto en ferias ambulantes, en las que sillas y mesas —con sus respectivos platos, vasos y manteles— aparecían clavadas al techo, mientras la lámparas se mantenían verticales sobre el suelo, provocando unos instantes de desorientación y una leve sensación de vértigo en tanto el cerebro trataba de adivinar si era él o el resto del mundo lo que estaba cabeza abajo. En el pasillo que tenía ante sí no había nada de eso, pero la situación de las puertas a ras del techo, así como las luces de emergencia y las tuberías que recorrían el suelo eran suficiente como para confundir a cualquiera.

Cuando el inicial desconcierto hubo pasado, dio un paso y se adentró en el corredor. No fue hasta que se sintió caer más de medio metro arrastrado por sus zapatos de plomo y cayó de rodillas en el suelo con un juramento en los labios, que se dio cuenta de la estupidez que había cometido. Aún no había asimilado que el mundo estaba ahora boca abajo, y por ello no cayó en la cuenta de la separación que había entre el marco superior —ahora inferior— de la compuerta, y el techo —ahora el suelo— del pasillo. Fue como bajar una escalera a oscuras, y ya en el aire descubrir aterrado que alguien se había llevado los dos primeros escalones.

Por suerte se encontraban bajo el agua, lo que había amortiguado el golpe, así que con toda la dignidad posible volvió a ponerse en pie y se volvió hacia Marovic, haciendo un gesto para indicarle que se encontraba perfectamente —no le cupo duda, sin embargo, de que el mercenario estaría muriéndose de la risa dentro de su escafandra, y por una vez se alegró de que nadie hubiera inventado todavía los intercomunicadores para buzos—. Luego encaró de nuevo el oscuro corredor, y blandiendo la linterna a izquierda y derecha se adentró en él como un ciego explorando el mundo con un difuminado rayo de luz.

El plan de búsqueda, trazado mientras se sentaban alrededor de la mesa del salón estudiando los planos del Phobos con la taza de café en la mano, había parecido unas horas antes terriblemente obvio y sencillo. Todo lo que había que hacer era entrar en la superestructura, acceder al puente y la sala de radio, y una vez allí registrarlos a fondo hasta dar con el artefacto.

Por desgracia, como siempre, la realidad resultaba un poco más compleja.

Al hecho de que todo el barco estuviera del revés —con lo que la disposición de las diferentes secciones que Alex se había esforzado en memorizar, ahora parecían no tener ningún sentido— había que sumar la apremiante falta de luz, que apenas se filtraba por los ojos de buey de la nave después de atravesar treinta metros de agua. Eso sin contar con la miríada de insignificantes objetos flotantes como trozos de papel, tela o madera que se levantaban a cada paso que daban y estorbaban la visión como si se encontraran en mitad de una ventisca.

Pese a todo, lenta y metódicamente fueron adentrándose en el interior de la nave hasta que encontraron la escala de hierro que conducía al puente. El inconveniente era que, lo que sobre el plano era una escalera, con la nave boca abajo se convertía en un techo escalonado sobre un oscuro vacío de dos metros y medio al que debían descender. Previsoramente, esta vez llevaban consigo unas grandes bolsas con herramientas, así como cinco metros de escala de cuerda, por si se presentaban situaciones como la que se acababan de encontrar. De modo que, tras asegurarla a la barandilla con un as de guía, la dejaron caer por el hueco de la escalera con una llave inglesa atada en el extremo para que no flotara y se dispusieron a descender por ella.

Por fortuna, la longitud de las mangueras de aire no era problema, pues habían sido diseñadas para trabajos de ese tipo. Aun así, debían ser en extremo cuidadosos. Si llegaban a rajarse por culpa de algún elemento cortante, a doblarse en un ángulo exagerado, o a quedar aprisionadas por alguna compuerta de hierro que inoportunamente se cerrase tras ellos, el aire dejaría de llegarles y pasarían a formar parte permanente del naufragio.

Tras descender por el hueco de la escalera, llegaron a la cubierta superior del buque, en cuya sección delantera debía hallarse el puente.

No llevaban ni veinte minutos de inmersión y las cosas habían ido hasta el momento sorprendentemente rápidas. Dejando de lado el tropezón del principio y el vaho que se acumulaba en las ventanillas de la escafandra, no habían tenido ningún inconveniente en llegar hasta ahí. De modo que, cuando Alex llegó frente a una escotilla cerrada, con una placa metálica y una indescifrable palabra escrita del revés, dio por hecho que había dado con el puente de mando del Phobos. Estaba resultando tan inesperadamente fácil que pensó que de regreso sería divertido aderezar la inmersión con algún peligro inventado, aunque fuera para darle algo de emoción al relato.

Gracias a que el mecanismo aún no había tenido tiempo de oxidarse, no le resultó demasiado difícil girar el volante del cierre —aunque al estar todo boca abajo, este se encontraba por encima de la altura de su cabeza— y, haciendo fuerza con las dos manos, abrir la compuerta de acero. Frente a él, como había supuesto, apareció el puente de mando del buque, mortalmente desierto, y de nuevo se sintió momentáneamente confuso al encontrarse con todos los instrumentos y consolas de mando colgando del techo como absurdos carámbanos.

Con cuidado de no tropezar de nuevo, se encaramó al marco de la escotilla y franqueó el umbral de un salto. Plantado en medio de lo que había sido el techo del puente, miró en derredor, eligiendo por dónde empezar a buscar entre las montañas de trastos que se amontonaban en los rincones. Todos los objetos pesados que no habían sido atornillados al suelo, así como cartas de navegación, documentos y libros henchidos de agua como peces globo, flotaban en una orgía de desorden; sobre todo en el techo, donde alrededor de unas menguadas bolsas de aire se arremolinaban ahora desde sillas a zapatos.

Aun entre aquel caos, era evidente que el puente del Phobos era mucho más grande que el del Pingarrón, y además estaba dotado de la última tecnología en instrumentos de precisión y navegación, así como multitud de indicadores que Alex no pudo identificar y que supuso debían estar destinados al control de tiro de los torpedos que se ocultaban bajo cubierta. Los grandes ventanales, la mayoría de ellos rotos, parecían ahora bocas cuadradas de afilados dientes irregulares. Alex tomó nota mental de cuidarse mucho de los cristales que andarían por el suelo, pues el más pequeño corte en el equipo supondría un desastre de fatales consecuencias.

Sin perder tiempo fue hasta el montón de basura más cercano, se agachó flexionando las rodillas, enganchó la linterna a la sujeción del pecho y comenzó a escarbar con cuidado. En ese mismo instante las botas de plomo de Marovic golpearon con lo que había sido el techo de acero del puente, y Riley se volvió para señalarle el lado opuesto del puente, donde el mercenario se puso manos a la obra sabiendo lo que le pedía su capitán.

Estorbado por la rigidez del traje y los gruesos guantes de caucho, Alex apartaba los objetos que no le interesaban procurando no agitar el agua y provocar un remolino de papeles desmenuzados. Pero se sentía tan torpe como un gorila tocando el piano, y a medida que se abría paso entre el montón de escombros el agua a su alrededor se enturbiaba y le hacía aún más difícil el trabajo.

Una vez dio por registrado el primer montón se dirigió al siguiente, apilado justo bajo la rueda del timón, y pensó, mientras avanzaba con pies de plomo, que al igual que las personas los objetos inanimados parecían congregarse tras los desastres. Como si después de un bombardeo o un naufragio buscasen compañía para no enfrentarse solos a la desgracia.

Con el dorso de la mano apartó los trastos más grandes, para descubrir entre ellos el reloj del puente que, con elegantes números romanos marcando las horas, un marco de madera hermosamente tallado con delfines y el vidrio de la esfera increíblemente intacto, se había quedado anclado en las cuatro y cuarenta minutos. Por un instante sostuvo el reloj de pared entre las manos, meditando si llevárselo de regreso al Pingarrón, pero su corazón de marino le dijo que sería como robarle a un muerto y que era más prudente dejarlo allí, descansando eternamente con el resto de la nave.

El artefacto que buscaban, aquella estrafalaria máquina de escribir, aunque en la fotografía aparecía dentro de una caja de madera, era sin duda una máquina compuesta de piezas metálicas, así que desde un primer momento descartó la posibilidad de que se encontrara entre los objetos que flotaban sobre su cabeza —la eventualidad de que hubiera caído por la borda y ahora reposara en algún lugar del fondo marino no quería ni planteársela—. Lo que sí parecía evidente era que el capitán y sus oficiales habían evacuado el puente, porque allí no había nadie. De hecho, no se habían tropezado con ningún cadáver en su corto trayecto hasta ese punto, lo que podía significar que la mayoría de la tripulación había tenido tiempo de saltar por la borda antes del hundimiento. Algo que, aun tratándose de corsarios y probablemente nazis, no dejó de aliviarle.

Tras revolver cada palmo de la mitad del puente que le tocaba registrar, se volvió hacia Marco, que en ese instante también se incorporaba, y levantando las manos a la altura de los hombros con las palmas hacia arriba dejaba bien claro que tampoco había encontrado nada. El yugoslavo señaló entonces una puerta de madera en el mamparo posterior, justo al lado de donde se encontraba. Alex se aproximó dando pasos cortos, mientras tiraba de la manguera como una novia de la cola de su vestido el día de la boda, se situó junto a Marovic, y a la altura de sus ojos, aunque invertida, pudo leer la palabra Funkraum escrita en tradicionales caracteres germánicos.

«Radio» tradujo para sí mismo, moviendo los labios en silencio.

En los informes que les había proporcionado March se apuntaba a que con toda probabilidad el artilugio que buscaban se encontraría en el puente de mando o la cabina de radio, así que sin perder un segundo agarró la manija de la puerta, y girándola hacia arriba abrió la puerta de madera.

Lo que no se esperaba era que un cuerpo blancuzco y en avanzado estado de putrefacción saliera despedido por el umbral y fuera a estrellarse contra él.

Durante un horrible instante se encontró cara a cara un rostro grotescamente hinchado, parcialmente devorado por los peces, y cuyas cuencas huérfanas de ojos parecían mirarlo con censura. De la sorpresa, Alex cayó de espaldas y fue a dar con sus nalgas contra el duro suelo, mientras como un fantasma, el cadáver deformado de un hombre vestido de civil flotaba sobre él como si volara, y quedaba finalmente enganchado en un saliente de lo que había sido el suelo, aunque mirando hacia abajo como si quisiera comprobar lo que iban a hacer aquellos recién llegados.

El susto había sido considerable, pero poco a poco Alex recuperó unas pulsaciones razonables y llegó a la obvia conclusión de que no todo el mundo había logrado escapar del hundimiento. Aquel debía haber sido el oficial de radio y posiblemente fue él, mientras se estaban hundiendo a toda prisa, quien había logrado transmitir las coordenadas del naufragio que les habían permitido encontrarlos con tanta precisión. Lo sorprendente era que March se hubiera hecho con dichas coordenadas, aunque sus conocidas conexiones con las altas esferas del gobierno alemán y un buen fajo de billetes seguramente habrían tenido mucho que ver.

El caso era que tenía ante sí la sala de radio, y cuando hacía el gesto de incorporarse para entrar en ella, apareció frente a él una mano enguantada ofreciéndole ayuda, y tras ella la escafandra de Marovic, que tras un grueso cristal enseñaba una hilera de dientes esbozando una sonrisa burlona. A regañadientes Alex aceptó la mano, se puso en pie, trepó al marco de la puerta y tras alumbrar a sus pies con la linterna, saltó al interior de la cabina.

Bastante más pequeño que el puente de mando, el cuarto de radio era un lugar únicamente dedicado a esa función. Sus dos por tres metros eran más que suficientes para albergar el equipo y al radiotelegrafista, que tenía todos los números de ser el muerto que acababa de salir con tantas prisas de la habitación.

Atornilladas al techo boca abajo había un par de mesas, y junto a ellas flotaba una silla de madera. El suelo estaba cubierto por pedazos de equipo electrónico, que habían tenido tiempo de destrozarse contra el techo cuando la nave volcó y antes de que el agua inundara la estancia. Al ver aquel batiburrillo de cables, teclas y relés desperdigados a sus pies, sintió una punzada de preocupación ante la posibilidad de que su máquina, aquella por la que le habían prometido un millón de dólares, formara parte de aquel informe montón de morralla. Pero de nada servía preocuparse por ello. Lo único que podía hacer era registrar a fondo el lugar, así que tras volverse hacia Marco para indicarle que no entrara, pues no había sitio para ambos, comenzó a inspeccionar detenidamente cada centímetro cuadrado de aquel cuarto que parecía la trastienda de un chatarrero.

Por desgracia, no tardó demasiado en comprobar que allí no había ni rastro del artefacto, lo que dejaba abiertas tres posibilidades: se había destrozado tanto que resultaba irreconocible, algún miembro de la tripulación se la había llevado consigo al abandonar la nave o aún permanecía en el Phobos en algún lugar que aún no habían registrado, lo que suponía decenas de camarotes, bodegas y salas que registrar concienzudamente. Esto habría supuesto días o incluso semanas, en las mejores circunstancias y con el buque amarrado a puerto flotando plácidamente. Hacerlo embutidos en los trajes de buzo, a treinta metros de profundidad y con el mundo del revés era sencillamente imposible.

El capitán del Pingarrón suspiró decepcionado, aunque hubiera sido el primer sorprendido de que las cosas le hubieran salido bien tan fácilmente. Entonces consultó el reloj sumergible y se dio cuenta de que llevaban ya cuarenta minutos bajo el agua, así que le hizo una señal perentoria a Marovic, indicándole con el pulgar hacia arriba que era el momento de regresar. Desanduvieron todo el camino siguiendo la línea de sus propias mangueras, y a pesar de lo complicado que resultó ascender por la escala de cuerda con todo el equipo, en menos de diez minutos se encontraban de regreso en la cesta. Entonces se desligaron del Phobos, dieron tres tirones al cabo de señales, y como un globo al que sueltan lastre comenzaron a ascender hacia la brillante y anhelada superficie, en la que los reflejos del sol bailaban al son de las olas.