«C» y Winston
ESTANCIAS del Gabinete de Guerra.
Subterráneos del Ministerio de Hacienda de la Gran Bretaña
Londres
Aquella noche, como todas las anteriores en los últimos dos años, gruesos muros de hormigón protegían al ocupante de aquel despacho aislándolo del exterior para salvaguardarlo de los bombardeos nocturnos alemanes llevados a cabo por los Heinkel HE-111 de la Luftwaffe. El despacho se encontraba en penumbras y solo una pequeña lámpara de mesa arrojaba algo de luz sobre el rostro cansado del hombre que lo ocupaba.
El espeso humo de un puro a medio fumar que descansaba en el cenicero se elevaba hacia el techo en una perfecta línea blanca y recta que se perdía en la oscuridad, mientras al otro lado del escritorio, un ancho vaso vacío escoltaba a una botella de whisky apenas estrenada, que asomaba tras una pila de desordenadas carpetas de más de un palmo de altura.
Cuando la puerta del despacho se abrió, el hombre tras el escritorio levantó la vista del papel que sostenía entre las manos y con un conciso gesto invitó al recién llegado a tomar asiento.
—Primer Ministro —dijo aquel, todo solemnidad y deferencia.
El aludido lo apremió con cordial impaciencia.
—Déjese de formulismos, Steve. —Aparte de su propia esposa y la reina, el ocupante de aquel despacho era el único que podía tomarse la libertad de llamar así al director del MI6—. Siéntese y sírvase usted mismo —indicó señalando la botella—. Tengo una caja de escocés de Islay de doce años que hay que terminarse, no sea que se lo acaben bebiendo los jodidos alemanes —añadió con una sonrisa cínica.
—Gracias, Primer Ministro. Pero...
—Winston, maldita sea —protestó—. Necesito que alguien diga mi nombre de vez en cuando, antes de que se me olvide.
El recién llegado carraspeó mientras tomaba asiento, aunque ni siquiera miró la botella de licor ambarino.
—Winston —musitó, incómodo—. Tengo malas noticias.
—Menuda novedad —contestó el otro, dejando el papel y echándose hacia atrás en su sillón—. ¿De qué se trata ahora?
—Es sobre nuestro agente en Tánger. El que envié para...
—Sí, sí, lo sé —lo interrumpió—. ¿Qué ha pasado?
—Ha sido asesinado.
El inquilino del número 10 de Downing Street no dijo nada a aquello. Pero nubló la expresión y se quedó en silencio, pensando, con la mirada puesta en algún lugar muy lejos de aquella sala.
El teniente coronel Stewart Menzies se removió inquieto en su silla, a la espera de la explosiva reacción del Primer Ministro ante aquella pésima noticia.
En cambio, se limitó a preguntar sosegadamente mientras echaba mano al puro encendido.
—¿Llevó a cabo la misión que le fue encomendada?
«C» bajó la cabeza y negó de forma casi dolorosa.
—Desconozco los detalles, pero parece ser que los objetivos han logrado escapar.
—¿Cómo es eso posible? —inquirió con voz afilada—. ¿No se trataba de su mejor hombre?
—Lo era —asintió—. Y aunque desconozco las circunstancias, yo le aseguro que...
Churchill lo volvió a interrumpir con un brusco gesto de la mano que sostenía el puro, esparciendo una lluvia de cenizas sobre la mesa.
—No quiero oír ni una sola excusa —le advirtió—. Quiero soluciones.
El director del MI6 trató de imprimir convicción a sus palabras.
—Todos los agentes del norte de África, la costa mediterránea y la península ibérica están buscándolos, y he cursado una orden a la Royal Navy para que busquen y destruyan sin mediar aviso cualquier nave con las características del Pingarrón. Vayan donde vayan los encontraremos, Wins... Primer Ministro.
Winston Churchill dio una profunda calada al cigarro y exhaló volutas de humo de forma imprecisa. Esta vez no corrigió el tratamiento.
—¿Creen que pueden haber entrado en contacto con... terceras personas?
Menzies negó con rotundidad.
—Imposible —aseveró, contundente—. La única manera en que podrían perjudicarnos sería entregando el informe original de la Operación Apokalypse a las autoridades norteamericanas. Y eso no ha sucedido, ni va a suceder. Seguramente —añadió, algo más confiado—, a estas horas estarán buscando alguna piedra bajo la que esconderse, sin entender nada de lo que está pasando.
—Pero algo sospecharán —adujo Churchill—. Sobre todo después de que intentaran acabar con ellos... aunque sin éxito.
«C» sintió el golpe de la indirecta y se rehizo como pudo.
—Sin duda, sin duda... —admitió, sumiso—. Pero no olvide que se trata de un simple puñado de contrabandistas. No creo que sepan realmente lo que tienen entre manos.
Churchill se inclinó sobre la mesa, clavando a Menzies a su asiento con la mirada.
—¿Y nosotros, Steve? —inquirió, sibilante—. ¿Lo sabemos nosotros?
El aludido tuvo que tragar saliva antes de contestar.
—Yo... nosotros... sí, Primer Ministro. Conocemos desde hace tiempo los planes nazis a través de varias fuentes. Sabemos incluso dónde se producirá el ataque, y nuestros expertos coinciden en que, aunque el efecto de la bomba de uranio que harán explosionar será devastador, la reacción del pueblo estadounidense también será proporcionalmente violenta y a su gobierno no le quedará más remedio que declararle por fin la guerra a Alemania.
Churchill guardó silencio de nuevo, meditando una vez más sobre la terrible decisión que se había visto obligado a tomar y que costaría la vida a muchos inocentes, pero que podría suponer la diferencia entre la derrota y la victoria en aquella guerra de aniquilación.
—Si ese mojigato de Roosevelt hubiera entrado ya en guerra... —se lamentó en voz baja, y volviéndose hacia el director del MI6 le preguntó con aspereza—: Dígame, Steve... y quiero que sea completamente sincero, ¿cabe alguna posibilidad, aunque sea remota, de que ese «puñado de contrabandistas» como usted los llama, logre evitar de algún modo que los alemanes lleven a cabo su maldita Operación Apokalypse?
Antes de que terminara de formular la pregunta, Stewart Menzies ya estaba negando con la cabeza.
—Ni la más mínima, Primer Ministro —contestó, confiado y tajante, incluso insinuando una sonrisa en la comisura de los labios—. Es absolutamente imposible que eso pueda llegar a suceder.