61
LO primero que el capitán del Pingarrón vio al abrir los ojos fue el rubicundo rostro de su segundo, que lo miraba con preocupación mientras se preparaba para atizarle una nueva bofetada.
Riley boqueó y comenzó a toser convulsivamente expulsando aquella agua tan fría y salada pero que le abrasaba los pulmones como si fuera ácido.
Cuando al fin fue capaz de calmarse y controlar los estertores, miró al cielo azul oscuro sobre su cabeza, luego al sol anaranjado que colgaba a dos cuartas por encima del horizonte y por último de nuevo a Jack, que lo sujetaba del chaleco salvavidas con ambas manos flotando junto a él.
—¿Cómo estás? —le preguntó, tratando de disimular la preocupación sin conseguirlo.
Alex realizó un breve chequeo mental, constatando que las costillas le dolían como si lo hubiera atropellado un tranvía y la cabeza como si un clavo candente le atravesara la sien.
—He estado mejor —resumió, pasándose la mano por la frente—. Pero ¿me has estado abofeteando?
—Tenía que espabilarte.
—Joder, Jack... —le reprobó, ceñudo—. A la gente que se está ahogando no se le pega para espabilarla.
El cocinero le dedicó una mirada de incomprensión.
—¿Y qué querías que hiciera? ¿El boca a boca?
—Habría sido un bonito detalle.
—¡Sí, hombre! —protestó, escandalizado—. ¿Por quién me tomas?
Riley trató de sonreír, pero solo logró componer una mueca cansada.
—¿Y tú estás bien? —le preguntó entonces a su amigo—. ¿No has resultado herido en la explosión?
—Ya estaba lejos cuando detonó el torpedo. En cambio, tú...
—Aún no sé lo que ha pasado, Jack. —Se llevó la mano a la frente y se masajeó las sienes—. Solo recuerdo que estaba ahogándome dentro del tubo y un segundo más tarde salía disparado hacia el exterior. Creo que la misma explosión me ha salvado la vida. —Se quedó pensativo durante unos segundos, rememorando aquellos momentos—. Al final... Helmut lo consiguió —añadió, entristecido.
Jack no contestó. Solo asintió, admirando para sí el inusitado coraje y la determinación de aquel hombre que semanas atrás había embarcado en el Pingarrón como un asustado fugitivo, pero que había terminado salvándoles la vida a Alex, a él, y a buena parte de la humanidad.
—Los tenía bien puestos el doctor —afirmó—. Ojalá algún día el mundo sepa de su sacrificio.
—Ojalá —coincidió Riley, y tras elevar una muda plegaria por el alma de Helmut preguntó a su segundo—: ¿Viste cómo se hundía el Deimos?
Este lo miró atentamente, con un punto de extrañeza.
—¿Hundirse? —El gallego esbozó una sonrisa torcida, sin rastro de humor—. Creo que deberías mirar tras de ti, Alex.
Conteniendo el aliento el capitán movió los brazos en el agua helada hasta darse la vuelta, y como le había hecho presagiar el tono de su segundo, sus ojos se fueron a topar con la humeante forma del Deimos.
Y desde luego, no se había hundido.
Es más, el barco corsario había ido a parar a unos quinientos metros de donde se encontraban, y ahora flotaba indolente a la última luz de la tarde mostrándoles la popa en la que ondeaba la falsa bandera holandesa.
—¿Cómo es posible que aún siga a flote? —preguntó al cabo, incrédulo.
—Sé tanto como tú —contestó a su espalda—. En cuanto explotó la proa se apagaron sus motores, pero todavía siguió navegando por pura inercia hasta detenerse donde lo ves.
—¿Has podido ver el estado en que ha quedado la proa? —quiso saber Alex, mirando por encima del hombro a su segundo.
Este negó con la cabeza.
—No. Pero por la magnitud de la explosión, imagino que la proa debe haber volado en mil pedazos.
—Pero aun así, no se han hundido.
Ahora Jack se encogió de hombros.
—Puede que lo hagan. Todo depende del tamaño de la vía de agua y lo que sus bombas de achique sean capaces de evacuar.
—O puede que no.
—Vamos, Alex. Qué más da. Aunque no se vayan a pique, en ese estado no pueden ir a ningún lado. Hemos ganado —añadió, satisfecho.
Riley se volvió hacia su amigo.
—¿Ganado? Aún no, Jack —chasqueó la lengua—. No hemos ganado. ¿Qué pasaría si fueran rescatados por un navío estadounidense? Podrían contaminar a los marineros y provocar que de alguna manera el virus llegue a Estados Unidos.
—Carallo, no te pongas en lo peor.
—Es una posibilidad.
—Ya, bueno, quizá. Pero ¿qué más podemos hacer? ¿Ir nadando hasta el Deimos y pedirles que nos dejen estallar otro torpedo?
Alex fue a replicar el comentario mordaz de su segundo, pero se dio cuenta de que a fin de cuentas tenía razón.
Solo les quedaba una cosa que hacer: tratar de mantenerse con vida.
Algo que, sabía perfectamente, no iban a poder conseguir durante mucho rato.
Llevaban casi una hora flotando en el agua, cuando los primeros síntomas de hipotermia comenzaron a hacerse evidentes.
Ambos presentaban ya un color azulado en los labios, las orejas y la nariz, los músculos respondían tarde y mal, y los temblores habían comenzado a hacerse más frecuentes y violentos.
—Cagüenla... —balbució Jack, abrazándose a sí mismo—. Tengo un frío del copón.
Riley, preso de incontrolables espasmos, trató de hablar sin morderse la lengua en el intento.
—Pues mira... —dijo, vocalizando exageradamente con los labios entumecidos— que tú tienes... grasa de sobra... para aislarte... —trató de esbozar una sonrisa, pero el resultado fue una mueca grotesca—. Imagínate... cómo estoy yo...
Joaquín Alcántara se tomó un momento antes de contestar.
—Alex...
—¿Qué?
El gallego estiró sus labios azulados.
—Vete... a la mierda...
El capitán asintió entre temblores.
—¿No deberíamos... —sugirió entonces Jack, castañeteando los dientes— ponernos a nadar... o alguna otra cosa... para entrar... en calor?
—Es mejor... que conservemos... las energías... —Negó con la cabeza—. Si nadáramos... nos encontraríamos mejor... al principio... Pero nos congelaríamos... mucho antes.
El orondo cocinero compuso un mohín resignado.
—Lástima... —resopló—. Confiaba en... aprovechar... la ocasión... para mejorar... mi estilo.
Riley asintió de nuevo con una tenue sonrisa, antes de tartamudear en un murmullo:
—Por cierto... Jack... Hay algo... que necesito decirte...
Este frunció un teatral mohín de disgusto, llevándose la mano al corazón.
—Oh, no... —gimió—. ¿Finalmente vas... a romper conmigo?
Riley hizo un nuevo intento de sonreír, pero se dio cuenta de que tenía demasiado frío para ello.
—Verás... yo... —Aun a punto de morir congelado, sintió un nudo ardiente en el estómago—. Tienes que saber... que me acosté con Elsa... Lo siento... mucho... amigo.
—Eso ya lo sabía... —contestó su segundo de inmediato, aparentando indiferencia—. Ella me lo dijo... —Y viendo la pregunta en el ceño de Riley, añadió—: De camino... a Larache.
—¿Y no... te importa...?
—Ya no... —Negó con la cabeza—. Pero te sugiero que... si salimos de esta... no vuelvas a usar... tu cepillo de dientes.
—¿Mi... cepillo...?
Jack hizo un torpe gesto en el aire con la mano para que no hiciera preguntas al respecto.
—Tú solo... hazme caso...
El capitán le dedicó una fingida mirada de contrariedad.
Pareció que iba a añadir algo, pero guardó silencio y en lugar de hablar se quedó mirando al sol, cada vez más encarnado y próximo al horizonte.
—Aún... —murmuró Riley, siguiendo su mirada— nos queda... una hora... de luz...
Jack asintió. No hacía falta que su amigo terminara la frase diciendo: «Entonces se hará de noche, e irremediablemente los dos moriremos de frío».
En lugar de eso, Alex apuntó con toda la despreocupación que pudo reunir:
—¿Sabes... qué es lo que más... echo de menos... Jack?
El otro se volvió hacia él, alzando una ceja ya casi violácea.
—¿Una estufa?
Riley negó, tembloroso.
—Tus tortitas... —afirmó, tan circunspecto que parecía hablar en serio—. Eso sí... que lo clavas... Tus tortitas... con mantequilla... y sirope de arce, con...
Pero de pronto se detuvo en su cháchara sin sentido, al ver cómo la expresión de Jack pasaba de la congelada placidez a la viva imagen de la estupefacción.
Riley pensó instintivamente en la aleta de un enorme tiburón acercándose directamente hacia ellos, y mientras se daba la vuelta incluso especuló que tampoco era una mala forma de acabar. Puede que mejor que morir congelado, sufriendo una agonía de horas.
Los brazos apenas respondían ya a las órdenes de su cerebro, así que tardó una eternidad en girarse y ponerse al lado de Jack, que permanecía con la boca abierta en una mueca de estupor.
Y entonces, él también lo vio.
Y comprendió.
No era ningún tiburón, ni ninguna otra bestia marina conocida.
Hasta ese momento no se habían dado cuenta, pero empujado por el viento y la corriente el Deimos había reducido la distancia entre ellos a la mitad, y virado unos noventa grados a babor, permitiéndoles ver así el perfil de su proa reventada, hecha girones de metal retorcido, como unas fauces de pesadilla de largos dientes curvos, desiguales y amenazadores.
El aspecto del barco corsario era al mismo tiempo fascinante y aterrador, como un depredador malherido pero que aún se mantiene con vida ignorando el dolor.
Ahora que había menos de doscientos metros entre ellos y el Deimos, podían distinguir a decenas de hombres con lo que parecían equipos de reparación que se afanaban en remendar la maltrecha proa. Al mismo tiempo, varias siluetas se hicieron visibles en el balcón del puente de mando, y Riley estuvo seguro de que escrutaban el cielo y el horizonte en busca de posibles amenazas en forma de aviones o buques enemigos.
Pero allí estaban solo ellos.
—¿Qué... hacemos? —musitó Jack, como si temiese que fueran a oírle por encima del estrépito de voces y golpes metálicos.
Alex no sabía a qué podía estar refiriéndose su amigo. ¿Qué hacer respecto a qué? ¿Respecto a ellos? ¿Respecto al Deimos? ¿Respecto al frío implacable que le atenazaba los músculos penetrando hasta la médula de los huesos? Sea como fuere, la respuesta era idéntica para todas las preguntas.
—Nada —dijo mirando al buque corsario, paladeando todas las implicaciones de la palabra—. Como tú decías... ya está todo hecho.
Jack lo miró de soslayo. Luego asintió y guardó silencio, dejándose mecer indolente sobre las olas, hipnotizado ante la visión de aquel ejército de laboriosas hormigas que reparaban la nave entre chispas y redobles de martillo.
El Deimos estaba lo bastante cerca como para que cualquier marinero que dirigiera la vista en su dirección pudiera descubrirlos flotando en el agua, indefensos en sus abultados chalecos salvavidas.
Por suerte, todos los tripulantes que pululaban por cubierta estaban demasiado ocupados con las reparaciones y no eran tampoco náufragos lo que buscaban los prismáticos de los oficiales. Además, el sol ya se mecía sobre el horizonte y en pocos minutos la oscuridad caería sobre el océano ocultándolos a la vista definitivamente.
Pero fue justo entonces, cuando los últimos rayos de luz sembraban el mar de anaranjados destellos, que una de las pequeñas siluetas encumbradas en el balcón del puente señaló hacia donde se encontraban y alzó la voz por encima del estrépito general. Al instante varias figuras más se asomaron junto a la primera y dirigieron hacia ellos sus binoculares.
Alex y Jack eran plenamente conscientes de que su esperanza de vida en aquella agua a cuatro o cinco grados se medía en minutos. Iban a morir congelados de cualquier modo, y haber sido descubiertos no suponía mayor diferencia que la de, quizá, abreviar los trámites. De modo que, tras intercambiar una mirada cómplice y ante la certeza de no poder hacer nada más de lo que ya habían hecho, decidieron saludar descaradamente a los oficiales nazis con el brazo en alto y una sonrisa en los labios.
—¿Cómo va todo por ahí...? —les gritó incluso el gallego, haciendo bocina con las manos—. ¿Necesitan que les echemos una mano?
En respuesta, alguien aulló una orden furibunda y, casi de inmediato, una de las casamatas situada sobre la cubierta de proa del carguero sufrió una sorprendente metamorfosis.
Sus cuatro paredes cayeron al suelo de golpe y de su interior emergió un cañón de 88mm oculto hasta entonces. Tres marineros se arremolinaron sobre él, retiraron el tapón de la bocacha e hicieron girar varias manivelas hasta lograr que el arma apuntase justo hacia donde se encontraban los dos indefensos náufragos que, paralizados de frío y asombro, escucharon impotentes cómo alguien desde el puente gritaba la orden de abrir fuego.