5

DE regreso en el Pingarrón, toda la tripulación se había congregado en el comedor alrededor de la gran mesa. Sin embargo, al contrario que esa misma mañana, el ambiente era tenso y las discusiones resultaban de todo menos cordiales.

—Será solo un trabajo como otro cualquiera —alegaba el capitán, tratando de tranquilizarlos—. Averiguamos de qué se trata, decidimos si nos interesa, y si no, adiós muy buenas.

—Con ese cabrón nunca hay un adiós muy buenas —replicó Marco, que había tenido la misma reacción que sus compañeros al saber quién estaba al cabo del negocio—. Tratará de engañarnos, robarnos o asesinarnos... y seguramente las tres cosas a la vez.

—En esta ocasión no será así. Ya estamos sobre aviso, así que estaremos prevenidos y todo saldrá bien.

—Nos dio su palabra —le recriminó Julie, apuntándole con el dedo—. Dijo que nunca volveríamos a trabajar para él.

—Lo sé, pero necesitamos el dinero y no podemos darnos el lujo de rechazar un trabajo solo porque no nos gusta quien nos paga.

—¿Que no nos gusta? —La francesa puso las manos encima de la mesa con las palmas hacia arriba, como si sostuviera una bandeja invisible—. Mon Dieu! ¡Quiso matarnos!

—Sabemos que usted es el capitán, pero somos mayoría —le hizo ver César, abarcando con un gesto a los demás—. Ninguno de nosotros trabajará para ese hombre, no importa cuánto dinero ofrezca.

—Señor Moreira —replicó Alex, envistiéndose de una súbita gravedad—, le recuerdo que este es mi barco y que esto no es una democracia.

—Lo sé, capitán —dijo bajando un poco el tono—. Pero usted no puede llevar el barco solo, nos necesita —añadió mirando a sus compañeros—, y no queremos aceptar ese trabajo.

—No he dicho que debamos hacerlo, pero no nos hará daño averiguar cuál es el trato, ¿no?

—Yo creo que sí —adujo Julie—. Mañana ya habremos descargado toda la mercancía y podremos ir a cualquier otro puerto, quizá a Valencia, o si no a...

—Julie... —la interrumpió Riley—. Cada día que pasamos con las bodegas vacías perdemos dinero. Y además, ¿necesito recordarte cómo es este negocio? El amarre, el combustible, el mantenimiento del barco... Tenemos que trabajar constantemente para salir adelante.

—Ese tipo es una sabandija traicionera —arguyó Jack por enésima vez—. Si trabajamos para él, nos arrepentiremos por el resto de nuestras cortas vidas.

Y justo entonces, tomándolos por sorpresa, una voz femenina con acento centroeuropeo preguntó desde el umbral de la puerta:

—¿Quién es una sabandija traicionera?

—Ho... hola, señora Rubinstein —tartamudeó Jack, antes de añadir—: Nadie, no es nadie... —dijo, desechando el tema con un gesto—. Estábamos hablando de una mala persona.

Alex, sin embargo, aprovechó la oportunidad para atacar por el flanco más débil de cualquier hombre.

—Se trata de un individuo —explicó, para sorpresa de los presentes—, con el que podríamos hacer un buen trato. Pero, por desgracia —dijo con teatral aflicción—, a mi tripulación le aterroriza ese hombre y se niega a tratar con él.

—¿Ah, sí? —preguntó la austríaca, inclinando la cabeza con interés.

—Bueno... —carraspeó Jack—. Aterrorizar no sería la palabra correcta, más bien diría que...

—¿Le tienen miedo? —preguntó acercándose a la mesa, envuelta en perfume y en un vaporoso vestido de lino blanco que dejaba a la vista un generoso escote. Fue a sentarse entre Marco y Jack, y posó una mano sobre el hombro de cada uno de ellos—. ¿Y tiene nombre ese demonio que tanto atemoriza a unos marineros curtidos?

—Se llama Joan March —aclaró Alex—, y es casi un anciano.

—¿No me diga? —Posando las manos sobre las de los hombres que tenía a izquierda y derecha, susurró apenada—: Qué sorpresa... Pensé que los contrabandistas eran hombres valientes y rudos.

El gallego y el yugoslavo enrojecieron como dos adolescentes en su primer beso.

—Eso creía yo también —coincidió Riley encogiéndose de hombros—. Pero ya ve que...

—Un momento, capitán. Tampoco he dicho que no —lo interrumpió Marovic con altivez, haciendo crujir los nudillos con fuerza—. ¿Cuándo... cuándo quiere que vayamos a hablar con ese hombre?

Al oír esas palabras, Elsa pasó el brazo por los hombros del yugoslavo, y le dedicó una insinuante sonrisa que a punto estuvo de derretirlo sobre la silla.

—Yo creo que cuanto antes, mejor —exclamó entonces el cocinero y primer oficial, tratando de recuperar la iniciativa—. Mañana mismo deberíamos tratar de reunirnos con él. Es más —agregó henchido, alzando la barbilla—, creo que debería ir yo solo y así no arriesgar la vida de nadie más.

Alex tuvo que esforzarse por no reír, y todo lo seriamente que pudo les preguntó, apoyando los codos sobre la mesa:

—Entonces... ¿eso significa que estáis conmigo en este asunto?

—Absolutamente —respondió uno.

—¿Por qué no iba a estarlo? —contestó el otro, casi ofendido por la pregunta.

—¡Estupendo! —dijo Riley, dando una palmada de aprobación—. Sabía que podía confiar en vosotros. —Y volviéndose hacia César y Julie, que habían observado toda la escena sin dar crédito a lo que estaban viendo, les dedicó un guiñó burlón—. Mira por dónde, ahora somos mayoría.

Se puso en pie, y antes de darles tiempo a comprender lo que había sucedido se encaminó a la escalerilla que llevaba a la cubierta inferior, camino de su camarote.

—Hoy ya se ha hecho tarde —dijo antes de marcharse—. Así que mañana discutiremos los detalles. Buenas noches a todos.

Sin dejar de sonreír como un zorro que acaba de colarse en el gallinero, bajó hasta la cubierta de camarotes. Pero antes de entrar en el suyo llamó a la puerta del destinado a los pasajeros.

—¿Señor Rubinstein? —preguntó dando un par de golpecitos en la madera.

Al cabo de unos segundos la puerta se abrió y Helmut Rubinstein apareció con un pijama de franela y restregándose los ojos con cara de sueño.

—¿Sí?

—Señor Rubinstein, solo quería darle las gracias por el favor que me han hecho. —Le entregó una botella de champán del alijo de contrabando y añadió—: Dígale a su esposa que nuestra pequeña comedia ha sido un éxito, y que si se hubiera dedicado a ello, sin duda habría sido una gran actriz.

El día siguiente amaneció con una fina lluvia que rociaba con indolencia las calles de la ciudad. Por lo general, esos días melancólicos que invitaban a café caliente con un chorrito de ron eran los preferidos de Alex, a pesar de que con la humedad se agudizaba el dolor de la vieja herida de bala —o más bien por eso mismo—, como un recordatorio de todo aquello que no podía, ni debía, ni quería olvidar.

En días como esos, el capitán del Pingarrón acostumbraba a deleitarse en la sorda melancolía que ya llevaba años acompañándolo, paladeando esos momentos como un dulce veneno de la memoria. Solía sentarse en el puente de mando a escuchar el hipnótico tamborileo de las gotas de agua repiqueteando contra el techo y los cristales de la cabina, a contemplar cómo el gris horizonte se difuminaba en un manto desvaído entre el cielo y la tierra. Cuando tal cosa sucedía y el mundo se revelaba como un lugar frío, sombrío e indiferente, hallaba una suerte de amarga certidumbre de que así eran las cosas en realidad y, de algún modo, eso le ayudaba a sentirse casi en paz consigo mismo.

Pero esa mañana no era el caso.

Acompañado por su segundo, atravesaba el popular barrio de pescadores de la Barceloneta camino de su cita con Joan March. Las calles eran algo más amplias y ordenadas que las del casco antiguo, —distante menos de quinientos metros.—, y aún con el cielo gris sobre sus cabezas, los colores con que los pescadores decoraban sus casas usando la misma pintura de los barcos, los omnipresentes geranios que decoraban balcones y ventanas, e incluso los pocos viandantes que corrían a protegerse de la llovizna en los portales, le daban un aire sensiblemente más alegre a aquel arrabal situado entre la playa y el puerto.

—Sigo pensando que es una pésima idea —murmuró Jack, que no dejaba de mirar a izquierda y derecha esperando una emboscada en cada esquina—. Ese cabrón nos la acabará jugando, seguro.

Alex lo miró de soslayo antes de contestar con media sonrisa:

—Pues ayer noche se te veía entusiasmado.

—Vete al carajo. ¿Te crees que no sé lo que hiciste?

—¿Quién? ¿Yo? —repuso con cara de ignorancia—. Por lo que recuerdo, tomaste tu decisión libremente.

—Un copón, libremente. Aunque lo que me fastidia —dijo el cocinero, ignorando el cínico alegato de Alex— es haber caído como un memo. Te aprovechaste de mis... de mis sentimientos hacia esa mujer, y de que Marco tiene el cerebro en los huevos.

El capitán le dio un par de palmaditas en la espalda.

—No te preocupes. Verás como todo va a salir bien.

—Ya —masculló con acritud—. Eso le dijo Hitler a los polacos.

Dos minutos más tarde llegaban a la plaza de la Barceloneta y justo frente a la fachada de la iglesia de Sant Miquel del Port los esperaba una berlina Mercedes de color negro, custodiada por dos matones con sombrero y gabardina, indiferentes a la lluvia, que se volvieron hacia ellos en cuanto los vieron llegar.

—Última oportunidad —murmuró Jack al ver cómo abrían la puerta del auto en una siniestra invitación.

—Ya hemos llegado hasta el puente —repuso Alex, llevándose la mano al costado para sentir el tranquilizador tacto del Colt bajo la cazadora—. Ahora solo queda cruzarlo.

En cuanto subieron al auto, lo primero que hicieron fue vendarles los ojos, ignorando las protestas de los dos marinos y asegurándoles que, o aceptaban ir así, o no irían a ningún lado.

Circularon por Barcelona durante casi una hora, algo que llevó a Alex a suponer que lo hacían para despistarles pues aquella ciudad, no demasiado grande y sin apenas semáforos, en ese tiempo ya habrían podido recorrerla de arriba abajo un par de veces. Finalmente, el sedán se detuvo con un chirrido de los frenos, y tras advertirles que no se quitaran aún las vendas, los hicieron salir del coche para, seguidamente, conducirlos a un lugar bajo techo.

—Ya os las podéis quitar —avisó a sus espaldas una voz de cazalla.

De inmediato se deshicieron de los antifaces, y descubrieron que se encontraban en el interior de un opulento despacho de enormes dimensiones, con un amplio ventanal que daba a un frondoso jardín, una gran mesa de caoba a la luz del mismo, y, enfrente, dos sillas vacías que parecían esperarles. Una decena de cuadros colgaban de las paredes color crema, y a pesar de no ser ningún experto, a Alex no le costó reconocer un Monet y un Van Gogh, así como un par de esculturas griegas o romanas en las dos esquinas del fondo. No dudó ni por un momento, tratándose de quien se trataba, de que todas aquellas obras eran las auténticas y originales.

Miraba a su alrededor procurando no parecer demasiado impresionado cuando uno de los matones se acercó por la espalda y con un gesto ágil, fruto de mucha práctica, los cacheó a ambos en un santiamén. Antes de que se dieran cuenta ya les habían despojado a ambos de las pistolas que llevaban bajo la ropa.

—Tranquilos —dijo el otro gorila, con una sonrisa que decía todo lo contrario—. Cuando os vayáis, os las devuelvo.

Entonces hizo una señal y a los pocos segundos apareció por una puerta lateral un hombre delgado y de nariz prominente que no pasaría del metro setenta de estatura, con un anodino traje oscuro, corbata a rayas y camisa blanca. Sin decir una palabra y con paso ágil, a pesar de la cincuentena larga que aparentaba, se acercó a su escritorio, tomó asiento en un mullido sillón de piel, y sin siquiera mirarlos les hizo una seña —acompañado por un leve empujón de los dos guardaespaldas— para que también se sentaran.

El silencio se prolongó durante unos minutos eternos en los que el recién llegado ojeó unos documentos que tenía sobre la mesa, ignorándolos como si no estuviesen ahí. Costaba creer que aquel tipo con aspecto de aburrido contable fuera uno de los hombres más ricos y poderosos de toda Europa —«el banquero de Franco», le llamaban algunos—, y que buena parte de su fortuna la hubiera amasado gracias al contrabando, la usura y la especulación en tiempos de guerra.

Casi nadie estaba al corriente de sus orígenes, ni de cómo se había convertido en un personaje que hubiera dejado a Al Capone como un matón de barrio, pero era de todos conocida su gran influencia en el gobierno español, sus contratos para abastecer de petróleo a los nazis, su doble juego con los aliados y sus traiciones constantes a todo aquel incauto que confiaba en él. Era, a pesar de su inofensiva apariencia, un personaje al que había que andarle con mucho tiento, pues con un solo gesto podía enviar a cualquiera a inspeccionar el fondo del puerto con unos bonitos zapatos de cemento.

—Me han dicho... —murmuró con voz rasposa, dejando a un lado los papeles que había estado leyendo— que ya trabajaron en una ocasión para mí. —Se quitó las gafitas redondas de lectura y miró por primera vez a los dos marinos, quietos en sus sillas como si los hubieran clavado.

El capitán y su primer oficial intercambiaron una mirada involuntaria.

—Hace unos meses —logró articular Alex, que había esperado no tener que resucitar aquel mal recuerdo—. Usted nos contrató a través de un tercero, para hacer un... transporte.

La reacción de Joan March fue de lo más inesperada.

—¿Ah, sí? —dijo frunciendo el ceño—. No lo recuerdo. ¿Salió todo bien?

Alex estuvo a punto de mentir descaradamente y decir que sí, que todo había ido de maravilla, pero entonces le pareció ver un brillo de astucia en los ojillos del hombre que tenía enfrente y supo que esa era la respuesta equivocada.

—Creo que usted ordenó matarnos —señaló al fin, esforzándose por parecer indiferente.

—Oh, sí, ahora lo recuerdo. Fue porque se retrasaron en hacer la entrega. ¿Me equivoco?

—En su momento —explicó, esforzándose por mantener la calma—, le expliqué a su contacto que habíamos roto el motor y tuvimos que recalar en Orán para repararlo. No fue nuestra culpa, pero en cambio trató de hundir mi barco y luego matarme.

Joan March fingió cansancio, como si se viera obligado a repetir una lección a un niño travieso.

—Capitán Riley... póngase en mi lugar —alegó, ajeno a cualquier sentimiento de culpa—. ¿Cree usted que he llegado a donde estoy aceptando excusas? En este negocio la reputación es lo primero, y si alguien me falla o trata de engañarme... bueno, ya sabe lo que le pasa, ¿no?

—Yo nunca traté de engañarle —replicó Alex.

—Lo sé —contestó fríamente—. Si hubiera sido así, le aseguro que usted y su tripulación ahora estarían en el fondo del mar. Pero dejemos esta desagradable conversación a un lado —dijo, apartando el asunto con un ademán, como a una mosca molesta—. Me han informado de que ustedes tienen cierta experiencia en el rescate de barcos hundidos. ¿Es así?

Alex tragó saliva, pensando que cada palabra que dijera podría ser utilizada en su contra llegado el momento.

—El año pasado recuperamos un cargamento de cobre de un carguero hundido frente a la costa de Egipto —contestó, procurando ser lo más preciso posible.

Joan March asintió, al parecer satisfecho, para comentar a continuación:

—Mis colaboradores me han dicho que se trata de un proceso complejo, que necesita un equipo especializado y hombres bien entrenados —dijo esto último posando la mirada en la voluminosa barriga de Jack.

El gallego, entendiendo la insinuación, estuvo a punto de abrir la boca de no ser por el disimulado pisotón que le propinó su capitán.

—Tengo los mejores hombres y el mejor equipo —afirmó Riley, imprimiendo seguridad a su respuesta—. Pero todo depende de la profundidad a la que esté el pecio, las condiciones en que se encuentre y lo que se desee rescatar.

—Lamentablemente —contestó March, juntando la yema de los dedos—, no conozco con certeza el primer dato, aunque posiblemente esté a menos de cincuenta metros de profundidad. ¿Pueden llegar a cincuenta metros?

—Podemos —asintió, para preguntar a continuación—: ¿Y las otras cuestiones?

—Tampoco sabemos las condiciones en que se encuentra, pero creemos que no está en muy mal estado, ya que hace solo unos días de su hundimiento.

—¿Se saben las causas?

—Desde luego. —Una sonrisa de tiburón asomó entre sus labios—. Pero aún no se lo puedo decir, así como tampoco puedo darle la localización, ni decirle qué es lo que necesito que rescate. Esos son detalles que no conocerá hasta que sea necesario, y si decido contratarlo, claro está.

—Ya veo. —Alex se pasó la mano por la cicatriz de la mejilla, dudando de si al final había sido buena idea acudir a aquella reunión—. ¿Y qué garantía tengo... de que no quiera matarnos de nuevo?

Al banquero casi le da la risa al oír aquello.

—¿Garantía? —Miró a uno de sus guardaespaldas y le preguntó—: ¿Has oído? Me está pidiendo garantías. El tipo se cree que está comprando un automóvil.

El esbirro soltó una carcajada que cortó en seco en cuanto March levantó un dedo.

—Mire, señor Riley... —dijo dirigiéndose a Alex—. La reputación funciona en ambas direcciones. Haga bien su trabajo y será puntualmente recompensado. Hágalo mal y será comida para los peces. Esa es mi garantía —sentenció con frialdad.

Jack salió de su mutismo para susurrar al oído de su capitán:

—Este nos la va a jugar, como que me llamo Joaquín.

—No me lo está poniendo fácil, señor March —respondió Alex, y a su amigo le pidió silencio con un gesto—. ¿De cuánto dinero estaríamos hablando?

El hombre más poderoso de la España de posguerra se inclinó sobre su mesa, taladrándolos a ambos con la mirada.

—Yo no he dicho en ningún momento que sea fácil —masculló con su voz de serpiente—, pero el premio les aseguro que vale la pena. La cuestión que de verdad nos atañe es: ¿pueden hacerlo, o no?