37
A RILEY le pareció que habían transcurrido solo unos minutos desde que había logrado conciliar el sueño, cuando unas voces al otro lado de los postigos cerrados de la ventana le despertaron bruscamente, haciéndole incorporarse como un resorte con todos los sentidos alerta.
El brusco movimiento de Alex despertó a su vez a Carmen, que se irguió alarmada, y miró también a su alrededor con ojos desorbitados.
—¿Qué pasa?
En vez de contestar, Riley se llevó el índice a los labios mientras con la mano derecha buscaba la culata de la pistola.
—Hay alguien ahí fuera —susurró, aguzando el oído.
Entonces, una fuerte sacudida hizo temblar la puerta de madera, seguida de inmediato por un coro de risas infantiles y gritos de algarabía en árabe.
—Maldita sea... —resopló con alivio, dejándose caer sobre la alfombra—. ¿Es que no tienen otro sitio para irse a jugar los puñeteros niños?
—¿Por eso me has despertado? —gruñó Carmen, señalando al exterior con enojo—. ¿Por unos niños jugando al fútbol?
—Estaba dormido y creí que... que... —Y la explicación terminó ahí, cuando Alex se dio cuenta de que ella estaba desnuda y sus pezones le apuntaban inmisericordes.
Ella aún tardó un instante en darse cuenta de su exhibición y, llevada más por el enojo que por el pudor, se cubrió de inmediato, alzando la manta para arroparse. Paradójicamente, esto aún excitó más la imaginación de Riley, sin defensa posible frente a aquella mujer que lo miraba reprobadoramente con sus grandes ojos negros y el pelo sensualmente revuelto que le caía desordenado sobre los hombros.
Alex abrió la boca con la idea de decirle lo hermosa que estaba por las mañanas, pero no le dio tiempo a pronunciar la primera sílaba antes de que un nuevo ruido sonara junto a la puerta. Esta vez, acompañado del inconfundible trasiego de una cerradura que se resistía a abrirse.
El capitán del Pingarrón se abalanzó sobre Carmen, sacó la pistola de debajo de un cojín y le ordenó con un gesto perentorio que guardara silencio. Se puso en pie de un salto junto a la puerta que ya se abría, y en cuanto por ella asomó la forma de un hombre en chilaba con una cesta en la mano, Riley apoyó el cañón del arma contra la sien del desconocido.
—Ni se mueva ni hable —le susurró, sin dejar de apuntarle a la cabeza—. Ahora deje la cesta en el suelo, cierre la puerta muy lentamente y luego levante las manos.
El recién llegado obedeció a rajatabla sin decir esta boca es mía, y no fue hasta cuando Riley le echó hacia atrás la capucha, que descubrió turbado que aquel hombre al que amenazaba era nada menos que Julio Villalobos, su anfitrión.
—Oh, disculpe —se excusó azorado, apartando el arma—. No creí que pudiera ser usted.
—Eres idiota, Alex —concluyó Carmen, poniéndose en pie mientras se cubría con su exigua bata de seda roja—. ¿Estás bien, Julio?
—Sí, sí —contestó mientras bajaba las manos—. La culpa es mía por asustaros.
—Lo siento mucho —alegó Riley, metiéndose la pistola en la parte de atrás del pantalón—. Creí que estaba durmiendo.
—Lo estaba..., Pero ya son casi las doce del mediodía, y tuve que salir a hacer algunas compras. ¿Habéis desayunado?
—Nos acabamos de despertar —explicó Carmen, dirigiendo una última mirada furibunda al capitán.
—Entonces llego a tiempo. ¿Os apetecen unas tostadas francesas? ¿Unos huevos revueltos, quizá?
Riley negó con la cabeza.
—Se lo agradezco mucho, Julio, pero tenemos que marcharnos enseguida.
—Yo tomaré las tostadas, gracias —indicó en cambio Carmen, ignorando el rechazo de Riley—. Tengo un hambre que me muero.
El anfitrión miró a uno y a otro, y encogiéndose de hombros se dirigió a la cocina.
—Haré huevos y tostadas —dijo dándose la vuelta.
—Tenemos que irnos —insistió Riley en cuanto Julio salió por el pasillo—. ¿Es que no recuerdas lo que pasó anoche? Tánger ya no es segura para nosotros.
—Razón de más para quedarnos aquí —arguyó ella, abarcando la casa con un gesto.
—No. Hay que salir de esta ciudad lo antes posible.
—¿Por qué tanta prisa?
—Porque los que nos persiguen no son aficionados, Carmen. Removerán la ciudad entera para encontrarnos, y lo primero que harán será ir a casa de tus amigos y conocidos. Solo es cuestión de tiempo que den con el nombre de Julio y llamen a esta puerta.
—¿Quieres decir que lo he puesto en peligro por venir a su casa?
—Si nadie nos vio llegar y nadie nos ve salir, no creo que corra ningún riesgo. Pero cada minuto de más que pasemos aquí, aumenta las probabilidades de que alguien nos descubra.
Carmen se llevó la mano a la frente, negando con la cabeza.
—Maldito seas, Alex —se lamentó—. Pero en qué lío me has metido.
En ese momento Julio regresó de la cocina, asomando la cabeza por el pasillo.
—¿Té o café? —preguntó.
—Lo siento, Julio —contestó Carmen—, pero no podemos quedarnos. Nos vamos ya.
—¿Con el estómago vacío? —insistió con una mueca de decepción.
—Te agradezco mucho que nos hayas acogido —repuso ella, acercándose y tomándole de la mano—, pero la gente que nos sigue es probable que venga aquí a buscarnos.
El hombre pareció tomarse unos segundos en reflexionar sobre esa posibilidad, aunque si le preocupó no dio señales de ello.
—Aún no me habéis explicado lo que pasa, ni de quién estas huyendo —exigió.
—Y por su bien es mejor que siga siendo así —advirtió Riley—. Si quiere evitarse problemas con esa gente, no le diga a nadie que hemos estado aquí.
—¿Son los mismos que... —frunció el ceño, ahora sí con un rastro de inquietud— le han hecho eso en la cara?
Alex se pasó la mano por el rostro, como si se hubiera olvidado por un momento del lamentable aspecto que presentaba. Luego asintió pesadamente.
—Está bien —aceptó el otro, tragándose las dudas—. Y ¿adónde pensáis ir, si puede saberse?
—También es mejor que no lo sepa.
—Tetuán, en el protectorado español, está a poco menos de una hora de camino —sugirió el locuaz anfitrión—. Allí tengo amigos que podrían acogeros.
—Lo tendremos en cuenta, gracias. Pero es mejor que no...
—¿Tenéis salvoconductos? —continuó, dirigiéndose ahora a Carmen.
—¿Salvoconductos? —repitió ella, abriendo los brazos para mostrar todo lo que le quedaba en el mundo—. ¡No tengo ni ropa!
—Pues os podrían hacer falta. En la oficina de gobernación militar, incentivando con una pequeña propina al funcionario, quizá podréis conseguirlos hoy mismo. ¿Necesitáis dinero? Puedo prestaros un poco si...
—No, gracias —lo interrumpió Riley—. No necesitamos dinero, y tampoco creo que sea buena idea tratar de conseguir esos salvoconductos. Tendremos que salir de incógnito.
—Este patán —explicó Carmen, antes de que Julio formulara la pregunta— entró en mi casa anoche y no se le ocurrió otra cosa que darle una paliza al gobernador militar.
El pintor miró de nuevo al capitán con un punto de diversión.
—¿Eso hizo?
Alex se encogió de hombros.
—Había tenido un mal día.
—¿Pues sabe qué le digo? Ese fulano es un mal bicho y espero que le diera bien duro —dijo guiñándole el ojo—. Capitán Riley, acaba usted de ganarse mi simpatía.
—No hay de qué. Fue todo un placer —contestó mirando a Carmen de reojo.
—Pues a mí no me hace maldita la gracia —barbulló enfurecida, apuntando a Alex con un dedo acusador—. Me has jodido bien jodida.
—¿Ah sí? Pues diría que era exactamente eso lo que estaba haciendo tu amigo el gobernador —arguyó Riley sin pensarlo, arrepintiéndose al segundo de haber abierto la boca.
Afortunadamente, Julio terció en la discusión antes de que Carmen replicara al capitán con un insulto que ya se le estaba formando en los labios.
—Mejor centrémonos en lo inmediato —razonó interponiéndose entre ellos, tratando de calmar los ánimos—. ¿Cómo vais a salir de la ciudad sin que os descubran? Carmen es quizá la mujer más conocida de todo Tánger y usted, capitán Riley, con ese aspecto también llamará mucho la atención.
Alex hizo un gesto resignado.
—Lo sé, pero no hay otro remedio que arriesgarse. Trataremos de ir por calles poco transitadas, y con la capucha de la chilaba puesta será más difícil que alguien reconozca a Carmen. Y ahora que lo pienso... ¿Tendría alguna otra chilaba vieja que pudiera prestarme? Me ayudaría a pasar desapercibido a mí también.
Julio negó con la cabeza, meditabundo.
—Eso no servirá —dijo mirándolos a ambos—. Por la noche, a oscuras, puede ser suficiente, pero a plena luz del día vestiros con chilabas no os va a servir de gran cosa.
—Por desgracia, no podemos esperar a que se haga otra vez de noche.
Julio sonrió misteriosamente y les hizo una seña para que aguardaran.
—Quizá no haga falta —dijo, y volvió a salir por el pasillo a toda prisa.
Riley se cruzó de brazos y miró el reloj con impaciencia.
—Estamos perdiendo un tiempo precioso —murmuró.
—Por mí, puedes marcharte cuando quieras —replicó Carmen, alzando una ceja desafiante.
—Si hubiera querido marcharme, lo habría hecho anoche, en mi barco.
La que decía ser hija de un tuareg y una princesa india miró largamente al capitán a los ojos, evaluando tanto al hombre que tenía delante como sus intenciones.
—Está bien —refunfuñó, frunciendo los labios—. Gracias por... venir a salvarme.
—Eso está mejor —convino Alex, sorprendido por aquel súbito cambio de actitud—. De nada.
—...de unos hombres que no conozco —añadió entonces Carmen, apretando el índice contra el pecho del marino— que quieren matarme por algo que tú has hecho, y con lo que yo no tengo nada que ver.
Los interrumpió un estrépito de trastos rompiéndose al otro lado de la casa.
—¿Estás bien, Julio? —preguntó Carmen con preocupación.
—Sí, sí —contestó la voz de aquel, ahogada por los recovecos de la vivienda—. Esto está muy desordenado, pero voy enseguida.
Alex hizo un gesto con la cabeza en dirección a la voz.
—Parece un tipo peculiar —apuntó en voz baja—. ¿De qué le conoces?
Carmen lo miró de soslayo, aparentemente a punto de sugerirle que se metiera en sus asuntos.
—Es un viejo amigo —dijo en cambio—. Algo excéntrico, pero muy de fiar, además de ser un gran artista. —Y volviéndose, señaló un óleo situado a un par de metros de altura, compuesto de cuadros, rectángulos y triángulos de diferentes tamaños y formas—. Esa soy yo —afirmó con un matiz de orgullo.
El capitán se giró también y miró la obra, con el escepticismo pintado en la cara.
—¿Estás segura? Yo solo veo cuadrados de colores.
—Se llama cubismo, zoquete. Julio conoció a Picasso en persona, y algunos hasta lo han comparado con él por su genio artístico.
—Pues qué quieres que te diga... —comentó torciendo la cabeza casi noventa grados, para tener otra perspectiva—. ¿Y cómo dices que se titula el cuadro?
—Carmen desnuda.
Riley miró a la mujer en busca de alguna señal de burla, y de nuevo a la pintura, buscando entre aquellos trazos rectilíneos rastros de ese cuerpo que tan bien conocía.
—¿Tú y él...? —preguntó sin despegar la vista del cuadro—. Ya sabes...
—¿Por qué? ¿Quieres pegarle también?
—¡Yo no...! —empezó a replicar airadamente, aunque dejando la frase a medias—. ¡Bah! Olvídalo.
—Que me pintara desnuda no quiere decir que me acostara con él.
—Está bien. No debí preguntar, no es asunto mío.
—Exacto, no es asunto tuyo —remarcó—. Pero en este caso, te puedo asegurar que no soy su tipo.
Alex se volvió hacia ella con una mueca de incredulidad.
—Eso sí que no me lo trago —bufó—. Si es humano y tiene pulso, te aseguro que eres su tipo.
Carmen esbozó algo que casi podría haberse tomado por una sonrisa.
—Los gustos de Julio van por otro lado.
—¿Quieres decir...?
—Y además, es comunista —añadió, contestando implícitamente a la pregunta de Riley—. Por eso se exilió aquí en Tánger. Para estar cerca de su Málaga natal, pero fuera del alcance de la dictadura fascista y homófoba de Franco.
—Entonces... —rumió Alex— tu amigo debe de estar bastante intranquilo desde que las tropas españolas invadieron la ciudad el año pasado.
—Procuro ser discreto —contestó la voz de Julio a sus espaldas.
Ambos se giraron al unísono y descubrieron al pintor en la entrada del pasillo, portando en las manos unas telas blancas enrolladas que debían tener varios metros de longitud.
—Creo que he encontrado la solución a vuestros problemas —añadió, extendiendo los brazos para mostrar lo que traía.
—¡Qué gran idea! —exclamó Carmen, tomando una de las telas y desenrollándola en toda su longitud—. ¿De dónde las has sacado?
—Las compré para las modelos de un cuadro titulado Mujeres de Tánger, que vendí al embajador ruso hace un par de años. Suerte que me dio por conservarlas.
—Gracias, Julio —dijo estampándole un sonoro beso en la mejilla—. Es justo lo que necesitamos.
Riley se quedó mirando el lienzo que Carmen se había colocado sobre los hombros, sin llegar a comprender.
—¿Lo que necesitamos? —preguntó, extrañado—. ¿Para qué?
—Para que no nos reconozcan —le aclaró ella, cubriéndose el rostro hasta los ojos con el paño—. ¿Para qué si no?
—¿No querrás decir...? —barbulló Alex, irguiéndose sobremanera al intuir a lo que se refería—. ¿No esperarás que yo...?
Carmen sonrió ahora sí abiertamente, complacida ante la innegable turbación del capitán.
—No seas tonto —apuntó, burlona—, que seguro que vas a estar guapísima.