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EL salón principal del Pingarrón ocupaba la totalidad de la segunda planta de la superestructura de la nave, el espacio común de la tripulación donde se encontraban sin separación alguna la sala de mapas, la cocina, o el mismo comedor donde ahora estaban desayunando. Al contrario que los camarotes situados justo debajo, las paredes y el techo del salón no estaban revestidos con la calidez de la madera de haya —un inusual lujo heredado del propietario anterior—, pero en cambio, y como resultado de la terquedad de Julie y su peculiar —y nada marinero— sentido de la estética, se habían visto obligados a pintar aquella sala enteramente de verde turquesa, y posteriormente decorar los marcos de las puertas y ojos de buey con cenefas de hiedras y florecitas rojas y amarillas. Como es natural, al principio todos se habían negado en redondo, alegando airadamente que aquel era el lugar de reunión y esparcimiento de unos curtidos lobos de mar, y no la habitación de una quinceañera. Sin embargo de nada sirvieron los irrefutables argumentos ante la insistencia de la joven, y en lo referente a la decoración, las cosas se acabaron haciendo justo como ella quería. Desde ese día, al conocido refrán de «Donde hay patrón, no manda marinero» hubo que añadirle el apéndice «A menos que haya una muchacha francesa a bordo». Lo curioso del asunto fue que al poco tiempo todos se acostumbraron al cambio, y finalmente se vieron obligados a admitir que el lugar resultaba ahora mucho más agradable y acogedor que cuando los mamparos interiores lucían un anodino blanco repintado.

Allí, en el salón, se encontraba la reducida dotación de la nave al completo, iluminados por el sol del amanecer que irrumpía por las portillas de popa. Las risas y las bromas saltaban de uno a otro sobre la mesa, contagiándose entre los miembros de la tripulación mientras revivían la correría de la noche anterior.

—¡Lo mejor fue —dijo Jack conteniendo una carcajada, mientras esgrimía un trozo de panqueque que goteaba sirope—, la cara que se le quedó al tipo cuando vio aparecer los cañones de fusil por las ventanas! ¡Creí que se iba a cagar del susto! —estalló al fin, rojo como un tomate y dando un golpe sobre la mesa.

—¡Joder, Jack! —le recriminó Alex, atragantándose con el café—. ¡Que estamos desayunando!

—Es verdad —coincidió Julie, agitando al asentir la cola de caballo en la que llevaba recogida su larga melena—. Se dice hacer caca, ir de vientre, hacérselo patas abajo...

—¿Tú también? —fingió escandalizarse—. Esperaba mejores modales de una dama.

En respuesta, la piloto y navegante del Pingarrón, una risueña joven de veintisiete años, le enseñó la lengua a su capitán y luego se mató de la risa.

—Sí, muy divertido —dijo entonces César, el esposo de Julie y mecánico del Pingarrón, un flaco mulato portugués de ascendencia angoleña, mientras mojaba un poco de pan en un huevo frito—. Pero tarde o temprano tendremos un disgusto. Alguien se dará cuenta de que lo que parecen fusiles no son sino palos de escoba pintados de negro con un agujero, y ese día tendremos un problema.

Como para confirmar aquello de que los polos opuestos se atraen, el mecánico y la piloto formaban una singular pareja, en la que toda la jovialidad y constante buen humor de la francesa se contraponía al sosiego casi melancólico del que era su marido.

Ambos se habían enrolado en distintos momentos. Primero lo hizo César Moreira, cuando se vieron obligados a detenerse en Madeira para una reparación, y tras revelarse como un electricista y mecánico excelente, se mostró encantado con la proposición que le hizo Riley de unirse a la tripulación. Llevaba casi dos años varado en aquella pequeña isla, abandonado en el puerto de Funchal por el patrón del carguero donde trabajaba, un miserable que quiso ahorrarse así los seis meses de sueldo que le debía. De modo que a César le faltó tiempo para aceptar, ansioso por abandonar aquel abrupto peñasco en mitad del Atlántico donde nadie había llegado a aprenderse su nombre, y sus habitantes seguían dirigiéndose a él como preto. Negro.

Pocos meses más tarde, apareció Julie Juju Daumas.

Cuando el anterior piloto del Pingarrón decidió enrolarse en la marina francesa para luchar contra los nazis, el capitán recaló en Niza en busca de un sustituto y allí se encontró con una risueña joven deseosa de embarcar y que, como hija menor de una familia de larga tradición marinera, afirmaba haber aprendido a navegar antes que a caminar. Las razones para unirse a la tripulación, sin embargo, no acababan de estar claras, y aunque cuando se le preguntaba siempre aludía a su deseo de huir de la guerra y ver mundo, a Alex no se le escapaba que no era ese el principal motivo, ni mucho menos. Tenía el convencimiento de que la muchacha huía de algo o de alguien que la asustaba más que los nazis. Qué o quién era algo que quizá nunca llegaría a saber.

El caso es que, tras una breve entrevista y una primera y difícil travesía hasta Port-la-Nouvelle, cruzando el golfo de León con un temporal de fuerza siete con vientos de más de cuarenta nudos y olas de cinco metros Alex supo que, con ella al timón, su barco estaría en muy buenas manos.

Lo que no hubiera esperado jamás era que dos personalidades tan diferentes como las de César y Julie se atrajeran tanto y tan rápido, hasta el punto de que pocos meses después de conocerse y en una solemne ceremonia en la que Jack y Marco ejercieron como las damas de honor más feas de la historia, él mismo los casó sobre la cubierta del barco mientras surcaban las deslumbrantes aguas del mar Egeo.

Quizá como había sugerido Joaquín en una ocasión, la explicación a aquel inesperado romance era que, en cierto modo, ambos eran fugitivos. Los dos huían de un oscuro pasado, que acaso solo se atrevían a compartir con otro prófugo.

—Hasta ahora el truco ha funcionado —adujo Alex encogiéndose de hombros ante las dudas del mecánico, quien precisamente era el encargado de, mediante un simple juego de cuerdas y poleas que recorría los camarotes, hacer aparecer por los ojos de buey los seis falsos cañones de fusil de forma simultánea.

—Deberíamos llevar más y mejores armas —terció entonces Marovic—. Es un grave error confiar nuestra defensa a unos palos de escoba y un poco de humo.

Alex torció el gesto, cansado de entablar el mismo debate con Marco por enésima vez.

—Si por ti fuera, iríamos más armados que el Bismark.

—¿Y qué hay de malo en ir protegidos? —Señaló hacia la proa y añadió—: Ahí delante hay espacio de sobra para instalar una Browning del veinte. Con ella no tendríamos que preocuparnos por...

—He dicho que no. Somos un buque de carga, no un navío de guerra.

—Un buque de carga que se dedica al negocio del contrabando. En un mar infestado de destructores y submarinos —apuntó César, dándole la razón al mercenario.

—Por eso mismo vamos desarmados —dijo Alex, paseando la mirada entre toda la tripulación allí congregada—. Navegamos bajo bandera española, que os recuerdo es un país neutral en esta guerra. Esa es nuestra mejor defensa. ¿Qué creéis que pasaría si un barco alemán o inglés nos registrara y encontrase que llevamos armamento militar? ¿De qué nos serviría entonces disponer de un cañón o una ametralladora pesada? —Hizo una pausa para que los demás reflexionaran sobre las consecuencias que ello supondría—. Y además —añadió, volviéndose hacia el yugoslavo—, no llevar armas es la mejor garantía de que no haremos ninguna estupidez.

—¿Y a mí por qué me miras? —replicó el aludido—. Si estás pensando en lo de anoche, sigo creyendo que deberíamos haber volado el jodido pesquero y a esos espaguetis.

Apoyando los antebrazos en la mesa, Alex acercó su cara a la de Marco, al que tenía sentado justo enfrente.

—Pues sí, a eso mismo me refiero. No era en absoluto necesario, y hacerlo solo nos habría traído problemas.

—Nos vendieron a las autoridades, y encima se quedaron con nuestro dinero — gruñó el mercenario—. ¿Te parece poco?

Fue el primer oficial quien contestó a eso, meneando la cabeza.

—¿Y hundiendo su barco habrías recuperado el dinero? Carallo, piensa un poco. Tenemos la mercancía, y eso es lo que queríamos, ¿no? Somos comerciantes, no asesinos.

—No —refutó Marco, levantándose de la mesa y apuntándoles con el dedo—. Somos contrabandistas. Unos contrabandistas mojigatos, y algún día...

—Algún día ¿qué? —preguntó Jack, ceñudo.

—Algún día lamentaréis no haberme hecho caso.

—Es posible —coincidió el capitán, volviendo a retreparse en la silla—. Pero mientras tanto, este es mi barco y se hará lo que yo diga, y si no te gusta puedes tomar tus ganancias y desembarcar en el próximo puerto.

Soltando un bufido el mercenario apartó la silla, y llevándose su plato se acercó a la cocina, donde se puso a lavarlo ruidosamente dándole la espalda a los demás.

—¿Alguien me puede servir más café? —dijo entonces Julie con su voz cantarina, señalando la cafetera que quedaba fuera de su alcance y diluyendo toda la tensión del momento como solo ella podía hacerlo.

—Yo mismo, cielo —repuso de inmediato su marido.

—Por cierto —dijo Alex dirigiéndose al portugués, tras dar un breve sorbo a su taza—. ¿Cómo están las máquinas? ¿Pudiste arreglar ya lo de ese filtro?

El mecánico lo miró incrédulo, como si le hubiera preguntado si había resuelto los inconvenientes del vuelo espacial.

—¿Arreglarlo? —replicó airado, lo cual para alguien tan calmado era algo a tener en cuenta—. ¿Cómo narices lo voy a arreglar? Hace un mes que le estoy pidiendo un recambio.

—Me dijiste que lo podrías solucionar.

—¡Claro! ¡Cuando tenga la pieza que se rompió!

—Vale, vale... comprendo. En cuanto lleguemos a Barcelona y vendamos la carga compraré esa dichosa pieza.

—Eso mismo me dijo hace dos semanas, cuando atracamos en Nápoles.

—Esta vez lo haré, lo prometo.

—Usted verá, capitán. Es su barco, y mientras no tenga un filtro nuevo estaremos ensuciando los cilindros y navegando con menos potencia.

—Tomo nota —asintió, y se volvió hacia la piloto—. Siento interrumpirte el desayuno, Julie, pero me gustaría que volvieras al puente. Aunque sean aguas abiertas, no es buena idea que no haya nadie al timón durante más de cinco minutos.

—A la orden, mi capitán —contestó la piloto poniéndose en pie Parodió graciosamente un saludo militar y se dirigió al puente dando saltitos con su vestido de vuelo.

—Yo bajaré a la sala de máquinas, a ver si puedo sacarle un par de nudos más a este trasto —añadió su marido. Apiló sus cubiertos y los de su mujer y los llevó al fregadero, de donde se iba en ese momento Marco camino de su camarote, seguramente para engrasar el pequeño arsenal de armas ligeras que poseía.

Jack Alcántara siguió con la mirada al mercenario mientras este salía del salón y bajaba la escala que llevaba a la cubierta principal.

—No me gusta nada ese tipo. Es un zopenco deseoso de apretar el gatillo y tarde o temprano nos causará un grave problema —dijo, dirigiéndose a Alex sin llegar a mirarlo—. ¿Es necesario que lo llevemos con nosotros?

El que había sido su oficial superior en el Batallón Lincoln meneó la taza y bebió un último trago de aquel café que tan caro les había costado en el mercado negro.

—Me gusta tan poco como a ti —murmuró en voz baja, para que nadie más le oyera—. Pero nos es útil, y aunque ya sabes lo que opino sobre llevar armas, no deja de tener parte de razón. En ocasiones su paranoia me hace ser más precavido.

—Pero es un mercenario. Nos vendería sin dudarlo a cualquiera que ofreciera recompensa por nuestras cabezas.

Alex le pasó el brazo por los hombros a su viejo compañero de armas y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Claro que lo sé —dijo, enseñando los dientes en una sonrisa lobuna—. ¿Por qué te crees que duermo con la pistola bajo la almohada?

—Alex. —Unos nudillos golpearon la puerta del camarote del capitán, donde este llevaba varias horas encerrado—. Alex, ¿estás ahí?

La puerta se abrió al cabo de unos segundos, y apareció Riley con la mirada turbia y cara de pocos amigos. Desde el interior del camarote llegaban los afligidos acordes de una trompeta de jazz.

—¿Qué pasa, Jack?

El primer oficial le mostró un papel con unos números escritos a mano.

—Hemos recibido una transmisión de François, desde Marsella. Pide que contactemos con él por esta otra frecuencia dentro de una hora.

—De acuerdo. Dentro de un momento estaré en el puente.

—¿Crees que será un trabajo? —preguntó Jack, antes de que se cerrara la puerta de nuevo.

—Eso espero. Si descontamos lo que nos costará comprar otra chalupa, de este viaje apenas sacaremos más que para cubrir gastos.

Entonces, ajeno a la respuesta, el gallego olfateó el aire a un palmo de la cara de su capitán.

—Carallo, Alex... No me digas que has estado dándole a la botella.

—De acuerdo. —Se encogió de hombros con indiferencia—. Pues no te lo diré.

—Solo son las once de la mañana —le reprochó con severidad—, no son horas de beber.

—¿No me digas? ¿Tan tarde?

Jack bufó, contrariado.

—Cagüenla, eres el capitán. Tienes responsabilidades.

La expresión de Alex se ensombreció de pronto.

—Qué coño sabrás tú de responsabilidades.

Jack comprendió que había puesto el dedo en la llaga. La misma que llevaba años supurando.

—¿Otra vez estás con eso? —preguntó con aspereza—. ¿Es que no te cansas de revolcarte en tu propia mierda?

—Cada uno se revuelca donde quiere. O donde puede.

El antiguo chef hizo un gesto de cansancio.

—Mira, Alex —respondió con hartazgo—. Si quieres redención haz el puto Camino de Santiago, pero deja de comportarte como un imbécil. Un imbécil borracho. Eres el jodido capitán de esta nave —dijo clavándole el índice en el pecho—, y te recuerdo que yo no soy tu madre.

El capitán esbozó una mueca ácida.

—Yo pensaba que sí.

Jack negó con la cabeza, chasqueó la lengua con frustración, y murmurando por lo bajo se dio la vuelta alejándose por el pasillo.

Por un momento Alex siguió con la mirada los pasos de su amigo; luego cerró la puerta de un golpe.

En el tocadiscos, Louis Armstrong seguía interpretando Melancolía destilando pena en cada nota, y empujado por la melodía, el capitán del Pingarrón puso rumbo de abordaje hacia la botella de bourbon que aguardaba a medio beber sobre el escritorio. Una hora era más que suficiente.

Puntual, el capitán se encontraba en el puente asombrosamente despejado y sin apenas aliento a alcohol, sentado frente a la aparatosa radio del barco y sintonizando la frecuencia anotada en el papel.

—Aquí Pingarrón —dijo apretando el pulsador del micrófono—. Aquí Pingarrón. ¿Me recibe? Cambio.

Apenas se oyó un chisporroteo de estática.

—Aquí Pingarrón. Aquí Pingarrón. ¿Me recibe? Cambio.

—... Aquí François. Le recibo. Comment ça va, capitán Riley? Cambio.

—Bien, merci François. Me alegra hablar de nuevo contigo. ¿Cómo siguen las cosas por Francia?

—No muy bien... El cabrón de Pétain le ha puesto el culo en pompa a Hitler, y los nazis nos están jodiendo a todos. Esos traidores de Vichy pagarán un día por lo que están haciendo.

—Espero que así sea —afirmó Alex con sinceridad—. De verdad que lo espero.

En junio del año anterior, inmediatamente después de acceder al cargo como presidente de la Francia no ocupada, Philippe Pétain, secundado por su esbirro Laval, había solicitado un armisticio a Hitler a cambio de poner a la Francia no ocupada a servicio de los alemanes. Desde ese día, hacía ya más de un año, se había instaurado un nuevo gobierno en Vichy fascista y colaboracionista, rendido al poder de los nazis.

—Pero bueno, no te llamo para contarte mis penas, sino para saber si estarías disponible para un pequeño trabajo. ¿Por dónde andas?

—Aproximadamente a unas doscientas millas al este de Barcelona, adonde nos dirigimos para hacer una entrega.

—¡Estupendo! —contestó el francés—. Tengo una mercancía que necesito que recojas en Marsella y lleves a Lisboa. Está bien pagado y casi te coge de camino. Esta noche podrías estar aquí, y solo perderías un día con el cambio de ruta.

—Hay un problema. Tengo las bodegas ocupadas con maquinaria textil que he de desembarcar en Barcelona, no tengo espacio para mucho más.

—Oh, no te preocupes por eso... —A Alex le pareció que su interlocutor sonreía al otro lado de la línea—. Ellos no necesitarán más que uno de tus camarotes.

—¿Ellos? ¿Quieres decir pasajeros?

—Es una pareja que necesita salir del país. ¿Puedo contar contigo?

—Sí... claro.

Jack separó el índice del capitán del botón de transmisión de la radio.

—Aquí hay gato encerrado —susurró, mirando con desconfianza el altavoz.

Riley asintió, comprendiendo a lo que se refería su amigo. Un segundo más tarde volvió a dirigirse al micrófono situado frente a él.

—Pero tengo una pregunta. ¿Por qué no toman un avión, o van por tierra cruzando España? Les resultaría mucho más barato llegar de ese modo a Lisboa.

Silencio.

—¿François? ¿Sigues ahí?

—Sí, verás... No es tan sencillo...

—Nunca lo es.

—Se trata de una pareja austríaca, muy adinerada...

—¿Y?

—... y judía.