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POR fortuna aquellos militares, aunque armados con metralletas automáticas, eran marineros y no soldados de infantería, así que el brevísimo instante que transcurrió entre que recibieron la orden y se decidieron a acatarla fue suficiente para que Riley y Jack tuvieran tiempo de reaccionar.
El capitán se abalanzó hacia Helmut como un jugador de fútbol americano haciendo un placaje y lo aplastó contra el suelo sin miramientos al tiempo que de una patada tiraba la mesa para usarla como escudo. Inmediatamente una lluvia de balas rasgó el aire a su espalda, atravesó el lugar que había ocupado en el instante anterior y fue a impactar contra el mamparo del fondo. A su vez Jack, con el mismo instinto de supervivencia de soldado veterano, haciendo lo mismo que el capitán, rodó con pasmosa agilidad sobre su hombro para refugiarse tras la sólida nevera, fuera de la línea de tiro de los alemanes.
Sin embargo, sobre el ensordecedor tableteo de las armas y el estrépito del plomo chocando contra el metal y la madera, se alzó la voz del subcomandante Fromm, que gritaba por encima del estruendo haciendo aspavientos para que dejaran de disparar, advirtiendo el peligro que había de alcanzar los recipientes del virus.
—Waffenruhe! Waffenruhe! —exclamó, pidiendo alto el fuego.
Unas pocas balas de 9mm habían logrado atravesar la gruesa madera de la mesa, aunque la mayoría solo la habían astillado, mientras la nevera tras la que se había refugiado Jack únicamente había sufrido unas abolladuras en su puerta metálica.
Ahora el humo acre de la pólvora quemada flotaba como una niebla sucia en los escasos diez metros que distaban entre los marineros alemanes, que aún estaban junto a la entrada, y ellos, precariamente atrincherados en el centro de la bodega. En el súbito silencio, el subcomandante rugió nuevas órdenes a sus hombres para que los flanquearan.
Debían quedarles menos de diez segundos.
—Les está diciendo que no disparen aquí dentro —le susurró entonces Helmut, acurrucado junto a Alex tras la mesa—. Las probetas —añadió por toda explicación, señalando la nevera.
Siete segundos.
Riley asintió. Aquella posición les daba una inesperada ventaja, pero una ventaja que duraría los escasos instantes que tardaran en rodearlos. Levantó la cabeza y miró frenéticamente a su alrededor, buscando una idea entre el estropicio de astillas y cristales rotos. Su mirada fue a tropezarse con la de Jack quien, refugiado tras la nevera, con un gesto de cabeza apuntó al otro lado de la bodega, a la compuerta del otro extremo.
Tres segundos.
Estaba claro lo que sugería. El problema era cómo llegar hasta allí. En cuanto salieran de su parapeto estarían al descubierto y el humo no era tan espeso como para no ser vistos.
Fugazmente pensó en prender fuego a la camilla o lanzarse con la mesa por delante usándola como escudo, pero de inmediato desechó tales ideas por absurdas.
Un segundo.
Entonces lo vio.
El cuerpo inerte del comandante estaba a menos de un metro y de su funda de cuero asomaba la negra culata de la Luger. Esa era la respuesta.
Sin pensarlo saltó hacia el cadáver, y antes de que los sorprendidos marineros comprendieran lo que estaba haciendo, se hizo con la pistola y sin preocuparse demasiado en apuntar realizó cinco disparos a discreción.
En respuesta los marineros, con órdenes estrictas de no abrir fuego, trataron de ponerse a cubierto. Pero en aquella bodega desierta no había donde hacerlo, por lo que se hicieron cuerpo a tierra mientras Fromm, de pie sin moverse del sitio y desenfundando su propia pistola, les arengaba furibundo a que ignoraran los disparos y capturaran a los espías.
Aquel instante de confusión entre oficial y subordinados fue todo lo que Alex necesitó para romper aquellas frágiles tablas, y tras levantar a Helmut como un muñeco de trapo lo llevó en volandas hacia la compuerta del otro extremo mientras, cada dos pasos, se volvía hacia atrás y efectuaba un nuevo disparo al que los marineros no podían responder y los obligaba a cubrirse.
Al llegar a la compuerta, allí estaba ya el gallego haciendo girar el volante de hierro que la abría.
Para entonces los tripulantes del Deimos ya se habían incorporado y corrían hacia ellos y, cuando la pesada puerta de acero se abrió por fin, abrieron fuego de nuevo, justo cuando Jack se llevaba a Helmut bajo el brazo a través del umbral. Tras disparar la penúltima bala del cargador Riley los siguió de un salto, cayendo al otro lado y golpeándose contra el duro suelo. Luego, el tañido hueco del metal contra metal le dijo que Jack acababa de cerrar la puerta a sus espaldas.
Mientras este hacía girar la rueda que hacía a la puerta estanca, Riley se incorporó y buscó algo que le pudiera ser útil, y en una caja de herramientas junto a la compuerta descubrió el mango de hierro de una gran llave inglesa. Se hizo con ella, y en el preciso momento en que los primeros golpes de puño sonaban al otro lado del mamparo y varias manos comenzaban a luchar por girar el volante de apertura en dirección contraria, encajó la llave en el mecanismo de cierre y bloqueó la compuerta.
—La puta de oros... —masculló Jack recuperando el resuello, apoyándose de espaldas en la pared con la boca abierta—. De qué poco nos ha ido.
En aquella nueva bodega apenas había luz, solo la producida por una pequeña bombilla roja situada sobre la puerta y que apenas daba para iluminar las siluetas de Jack y Helmut, que aún permanecía tendido en el suelo. Sin embargo y gracias a un rápido escrutinio en aquella penumbra encarnada, Riley fue capaz de localizar una escotilla pequeña y redonda justo sobre sus cabezas, por la que ascendía una escala de hierro vertical.
—Aquí hay una salida —señaló, poniendo el pie en el primer peldaño—. Tenemos que seguir.
Aunque jadeando, el gallego se incorporó y se acercó a la escala, mientras que Helmut parecía no tener intención de levantarse.
—Vamos, doctor —le dijo Alex, alargándole la mano para ayudarle a incorporarse—. No podemos perder ni un momento.
El alemán, sin embargo, no hizo ademán alguno de aceptar la ayuda.
—Yo... yo creo que me quedo —dijo con voz calmada—. Solo conseguiría retrasarles.
—Deje de decir idioteces y deme la mano.
—Creo... que no.
—¿Pero qué demonios le...?
La pregunta de Riley quedó a medias, cuando Helmut se desabotonó la chaqueta negra y dejó a la vista una gran mancha sobre la camisa gris, casi en el centro del estómago. Una mancha que bajo aquella pálida luz de emergencia parecía negra, pero que Alex sabía que en realidad era de color rojo escarlata.
Los dos contrabandistas se inclinaban sobre Helmut, que tumbado boca arriba se llevó la mano a la herida para mirarse luego los dedos, se diría que estudiando con distante interés aquella sustancia espesa y pegajosa, como asombrado de que aquello pudiera proceder del interior de su cuerpo.
Riley y Jack compartieron una mirada de preocupación al abrirle la camisa y descubrir un agujero de apenas un centímetro a unos dedos por encima del ombligo.
—No... no me duele —apuntó Helmut con extrañeza, mirando a ambos.
—Eso es buena señal —mintió Jack, forzando una sonrisa falsa.
El alemán le devolvió una mirada reveladora. Sabía tan bien como él que un disparo en los intestinos significaba una muerte lenta y segura si no recibía asistencia médica inmediata. Y sabía también que ese no iba a ser su caso.
Riley se había quitado mientras tanto la cazadora, y con gestos rápidos había deshecho el vendaje que envolvía sus costillas para emplearlo en el científico.
—Ayúdame, Jack —dijo al terminar. Luego rasgó un trozo de la camisa del propio Helmut y, tras doblarlo varias veces, lo aplicó sobre la herida—. Tratemos de taponar esto un poco —añadió, y con ayuda del gallego, incorporaron a Helmut y rodearon su torso con la larga venda.
—Supongo que se habrán lavado las manos antes, ¿no? —bromeó Helmut con un hilo de voz—. No quiero coger una infección.
—Lamento mucho que las cosas hayan ido tan mal —contestó Riley, sinceramente afligido—. Quizá si le hubiera hecho caso y nosotros no hubiésemos venido esto no habría pasado. Lo siento mucho —añadió—. Yo debería haber recibido esa bala y no usted.
Helmut dio unas débiles palmadas en el hombro del capitán.
—En eso estoy completamente de acuerdo.
Alex tenía la nueva disculpa en la punta de la lengua cuando, de pronto, les alertó el eco de pasos apresurados y al unísono las miradas de los tres fueron a parar a la escotilla que se encontraba a varios metros sobre sus cabezas.
Olvidándose del científico, Riley se levantó de un salto, comenzó a subir por la escala de hierro y alcanzó la escotilla justo en el momento que la rueda de la misma comenzaba a girar para abrirse.
—¡Jack! —gritó sujetando la escotilla con ambas manos—. ¡Dame algo con que trabarla!
Pero el primer oficial del Pingarrón ya estaba hurgando en la caja de herramientas, tirándolo todo por el suelo en busca de algo útil.
—¡Deprisa! —rugió Alex, a quien la rueda metálica se le escurría entre los dedos—. ¡No puedo contenerlos!
Destornilladores, martillos y llaves volaban por los aires, pero no había nada lo bastante grande y resistente como para que sirviera.
—¡Joder, Jack! —le urgió Riley con la voz contraída por el esfuerzo—. ¡Dame lo que sea!
Entonces, al borde de la desesperación, el cocinero descubrió ante sí, tirada como si tal cosa, una tubería de acero que debido a la escasa luz no había visto hasta ese momento. La agarró con fuerza con una mano, y usando la otra se encaramó por la escala en un alarde de agilidad, encajando la tubería en la escotilla justo cuando a Riley se le escapaba de las manos.
—Sabes que solo los hemos retrasado un poco, ¿no? —jadeó Jack instantes después, mirando cómo desde el piso de arriba aún trataban de forzar la escotilla a golpes—. Al final usarán sopletes. Es solo cuestión de tiempo.
—Lo sé —dijo Alex, con la vista puesta en el mismo punto—. Me gusta el tiempo
—De todos modos —insistió Jack, irguiéndose y mirando hacia el resto de la espaciosa bodega, bañada en penumbras—, habría que asegurarse de que no hay más lugares por los que puedan entrar.
—Ya estarían aquí de ser así —objetó Riley, que apenas era capaz de mover los brazos tras el esfuerzo.
—De todos modos...
—Está bien, Jack. Si así te vas a quedar más tranquilo, echemos un vistazo.
Pero antes, inclinándose sobre Helmut, le preguntó cómo se encontraba.
—Mareado —contestó aquel—. Pero creo que puedo andar.
—No sé si eso es buena idea.
El alemán le miró con tristeza, antes de afirmar resignado:
—En realidad eso no va a suponer ninguna diferencia, ¿no?
Riley dudó un instante, pero terminó por negar con la cabeza.
Los dos contrabandistas ayudaron a incorporarse a Helmut, que apretando los dientes, se quedó apoyado sobre la misma compuerta por la que habían entrado.
—¿Dónde narices estará el interruptor de las luces? —preguntó Jack, palpando la pared—. Estoy harto de esta puñetera luz roja.
—Me parece que aquí hay algo... —murmuró Riley, hurgando en lo que a tientas parecían una serie de interruptores—. Ajá. Ya lo tengo.
Entonces se oyeron una serie de clics y resistencias que se calentaban con un zumbido y, de forma progresiva, cada una de las luces del techo se fueron encendiendo una tras otra hasta iluminar de un extremo a otro aquella última bodega.
Frente a ellos se extendía un espacio ancho y alargado que se estrechaba significativamente a medida que se alejaba, revelando que se hallaban justo en la proa de la nave. Un lugar atiborrado de tuberías, palancas, llaves de paso y decenas de indicadores, y en cuyos costados se apilaban en horizontal una serie de cilindros de acero apoyados sobre raíles, de más de medio metro de diámetro por siete de largo. Unos cilindros grises, con hélices y timón en un extremo y una cabeza redondeada pintada de rojo en el otro.
—Mein Gott... —masculló Helmut con incredulidad, olvidándose de su herida y dando un paso adelante—. Estamos en la sala de torpedos.