46
DESDE el cielo, que se había ido nublando hasta ocultar por completo las estrellas, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. De momento unas pequeñas y espaciadas gotas que apenas llegaban a percibirse, pero sin duda el anticipo de lo que estaba por venir en las próximas horas.
El pañuelo de algodón blanco hacía ya un rato que había desaparecido de la vista, pero aún ninguno de los presentes, que aguantaban estoicos la creciente fuerza del viento, había desentrañado el teatral gesto del capitán. Y si alguien lo había hecho, sin duda no podía dar crédito a la extravagante sugerencia.
—Tenemos un viento de popa de más de veinte nudos —dijo en voz alta el hombre de los ojos color avellana y chaqueta de cuero, señalando hacia atrás—, que es justo lo que necesitamos. Así que solo hemos de construir una vela para aprovechar este viento, y ella nos dará los dos o tres nudos extra de velocidad que necesitamos para llegar a tiempo a nuestra cita. —Y tras dejar unos segundos de pausa para que lo asimilaran, añadió—: ¿Alguna pregunta?
Cualquiera diría que la tripulación y los tres pasajeros parecían tenerlo todo claro, pues nadie abrió la boca hasta que el segundo de abordo se acercó al capitán y le olisqueó el aliento sin disimulo.
—¿Estás borracho? —le preguntó al cabo, dando un paso atrás.
La expresión de Riley cambió de inmediato al comprender que el mutismo de su gente no era una señal de aquiescencia, sino de absoluta incredulidad.
—Estoy hablando en serio —dijo, ajustando el tono de voz a la gravedad de su gesto—. Tenemos el material y la capacidad para hacerlo, y a menos que alguien aporte una idea mejor, es lo que vamos a hacer.
—¿La capacidad de hacerlo? —inquirió Jack, con un retintín que denotaba algo más que dudas—. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Con qué material? ¿Es que acaso llevamos velas de contrabando en la bodega y yo no me he enterado?
El resto de los allí presentes permanecía en silencio, esperando a que el capitán al que habían confiado sus vidas demostrara no haber perdido la cabeza.
Este sin embargo, en lugar de la airada reacción que hubiera cabido esperar al poner en duda de una manera tan directa su buen juicio, se dirigió a paso tranquilo al centro de la cubierta y apoyó la mano en el robusto mástil de la grúa principal.
—Este será nuestro palo mayor —dijo, dándole un golpe con el puño como para demostrar su solidez—. Y lo único que hemos de hacer es usar un spinnaker para aprovechar al máximo este viento.
—¿Un spinnaker? —quiso saber Elsa—. ¿Qué es eso?
—Una gran vela que se utiliza en los veleros para aprovechar toda la potencia del viento. Un vértice lo fijaremos a la base de la grúa, otro lo izaremos a la punta del mástil —explicó señalando hacia arriba, haciendo que todas las barbillas se levantaran al unísono—, y el tercero lo ataremos a un cabo que nos servirá para controlarlo y cambiarlo de banda si es necesario.
—¿Y de dónde vamos a sacar ese spinnaker? —insistió el gallego.
—De ningún sitio. Tendremos que hacerlo nosotros mismos.
—Pero... ¿cómo?
Riley se permitió una sonrisa mordaz.
—Pues con aguja, hilo y tela, Jack —dijo estirando los labios—. Sobre todo mucha, mucha tela.
Tras repartir unas pocas indicaciones más y contestar un par de dudas, la tripulación regresó a la superestructura con la misión de reunir toda la tela que hubiera en la nave, empezando por las sábanas y terminando por cualquier retazo de toalla o paño susceptible de ser utilizado como parte de la futura vela.
Sin embargo, una persona se había quedado en cubierta junto al capitán, y una vez todos se hubieron marchado permaneció allí de pie, envuelta en una manta y con su larga melena negra agitada por el viento, mientras lo escrutaba como si pudiera leerle el pensamiento con solo mirarlo.
—Nunca hubiera dicho —murmuró finalmente, sin dejar muy claro con su tono si estaba orgullosa o decepcionada— que el cínico y desengañado capitán Riley estaría dispuesto a sacrificarse por el bien de unas personas que ni siquiera conoce.
—Son compatriotas, y son inocentes.
Carmen soltó un bufido, desechando aquella respuesta.
—Estoy cansada de oírte decir que nadie es inocente, y ¿desde cuándo el patriotismo significa algo para ti?
—Quizá he cambiado.
La mujer pareció evaluar aquella respuesta, como calibrando qué podía haber de cierto en ella.
—¿No tendrá esto que ver... —inquirió, suspicaz— con lo que pasó en aquel cerro a las afueras de Madrid? ¿Como una forma de ajustar cuentas? ¿De tranquilizar tu conciencia?
Alex abrió la boca para replicar que no, que de ningún modo pondría sus vidas en juego por algo tan absurdo, pero comprendió que mentiría si lo hacía. Carmen estaba en lo cierto y lo había visto antes que él mismo.
—Lo imaginaba —dijo ella.
—Tienes razón —admitió Riley, dejando caer los hombros—. Me he estado engañando a mí mismo... aunque puede, solo puede, que de alguna manera lo que ha sucedido estos últimos días me haya hecho replantearme ciertas actitudes. Quizá haya entendido que, aunque lo pretenda, no puedo dejar de tomar partido en esta guerra en la que ser neutral es ponerse del lado de los fascistas.
—«Lo único que necesita el mal para triunfar —recitó Carmen por sorpresa— es que los hombres buenos no hagan nada».
El aturdimiento de Alex al escuchar en labios de aquella mujer la famosa cita de Edmund Burke quedó patente en su expresión.
—¿Qué te creías? —preguntó ella, frunciendo el ceño al ver su cara—. ¿Que no leo libros? ¿Que me paso el día follando y ya está?
—Joder, no —se apresuró a replicar el capitán—. Es solo que me ha impresionado que conocieras esa cita en concreto.
—Sí... claro.
—Lo que sí me ha extrañado —adujo Riley, tratando de corregir el rumbo de la conversación— es que hayas aceptado venir con nosotros. No imaginé que tuvieras vocación de heroína.
—Y no la tengo.
—Entonces, ¿por qué no te has negado a seguir adelante?
La tangerina lo interrogó con sus ojos antes de hacerlo con palabras.
—¿Habría servido de algo?
—Por supuesto. Por eso os he preguntado.
—No, Alex —replicó ella—. Nos has preguntado para quedarte con la conciencia tranquila. Para no cargar con más muertos en tu petate. Dime, ¿habrías dado la vuelta si te lo hubiera pedido? ¿Si te lo hubiéramos pedido todos?
Riley tardó unos segundos en contestar, mientras la lluvia ligera se convertía en gruesos goterones, aunque a ninguno de los dos pareció importarle.
—No —confesó—. La verdad es que no.
—Pues ahí lo tienes —apuntilló—. Sabes que tu tripulación, e incluso tus dos pasajeros, darían la vida por ti, que te seguirán adonde quiera que les lleves aunque sea una estupidez o un suicidio. Lo sabías, Alex, aunque no fueras consciente. —Y alzando una ceja, añadió—: Te dejo a ti decidir si te has aprovechado de ello o no.
Y tras decir esto, se echó una esquina de la manta sobre el hombro como si fuera un capote y sin más que añadir se dirigió a la compuerta que llevaba a los camarotes.
Cuando comprendió lo cierto de las palabras de Carmen, Riley sintió como un funesto escalofrío le recorría la espalda, erizándole el vello de la nuca. Una sensación que no experimentaba desde aquel trágico atardecer en el valle del Jarama.
Entonces, una negra ola de culpa y remordimientos se abatió sobre Riley. Mayor y más oscura que cualquiera de las que en ese momento se estrellaban contra la proa de la nave.
Un nudo en su garganta le impedía respirar, mientras los rostros de todos aquellos muchachos de la Brigada Lincoln comenzaban a desfilar uno por uno frente a sus ojos. Se apoderó de él el irrefrenable deseo de buscar refugio en el fondo de una botella de bourbon, el único lugar donde se sabía a salvo del acoso de los fantasmas.
Y entonces, de forma inesperada, la voz de Carmen le llegó desde el umbral de la compuerta. Se había detenido ahí, como si lo estuviera esperando.
—Pero, por si te sirve de algo saberlo —dijo en un murmullo apenas audible por encima del incipiente chaparrón, hilvanando una inesperada sonrisa—, a pesar de todo, estoy orgullosa de ti.
A través de uno de los agujeros del casco, Riley pudo ver cómo la mortecina luz de aquel amanecer plomizo y lluvioso pintaba de gris el cielo y el océano, donde solo destacaba la blanca espuma de las crestas de las olas. Al parecer, el núcleo de bajas presiones lo tenían ahora al suroeste de su posición, con lo que el viento seguía siendo del este y continuaba empujándoles por la popa en dirección a las Azores.
Alex se encontraba colgado de un improvisado arnés a unos tres metros de altura sobre el suelo de la bodega, con un cinturón de herramientas de carpintero en el que llevaba un gran mazo de madera, un serrucho y un cuchillo y, atado a una cuerda, un saco con cuñas de madera y pequeños retales de tela.
Tirando de esa misma cuerda recuperó el saco con las cuñas y, tras mirar en su interior, eligió la que creía más adecuada para taponar el agujero que tenía delante. Afianzándose con los pies en la pared interior del casco de acero, situó la cuña frente a él, y tras un par de tajos de cuchillo calculó que ya era suficiente como para hacerla encajar. Entonces se pasó la cuña a la mano izquierda, agarró con fuerza el mazo con la derecha, y cuando se disponía a dar el primer golpe un violento pantocazo lo lanzó por los aires, en un vuelo que podría haber terminado mal de no haber estado firmemente asegurado. Con todo, el capitán se golpeó de espaldas contra una de las cuadernas de acero, e inevitablemente tanto el tapón como el mazo de madera se escaparon de sus manos y fueron a caer sobre el medio metro de agua con olor a sal y gasoil que rezumaba de la inundada sentina.
—Me cago en... ¡Joder, Julie, ten más cuidado! —exclamó irritado mirando al techo, aunque sabía que no había nadie allí abajo que pudiera oírlo.
La nave, aunque relativamente nueva y bien construida, estaba pensada para las travesías costeras, no para resistir durante mucho tiempo las olas de casi cuatro metros como a las que ahora se enfrentaban. Alex confiaba en la habilidad de la francesa al timón, pero aquellos bruscos pantocazos afectaban peligrosamente a la integridad del Pingarrón. Si no corregían una posible sincronía longitudinal, esta podía llevarles a, literalmente, clavar la proa en el seno de una ola. De llegar a suceder, el barco podría partirse por la mitad, dar una vuelta de campana o, sencillamente, hundirse como una piedra sin tiempo siquiera para lanzar un bote al agua.
A pesar de ello, lo que de verdad sacó a Riley de sus casillas fue verse obligado a descender en rápel hasta el fondo de la anegada bodega para tratar de recuperar el dichoso mazo de madera.
Fue una vez que llegó abajo, con el agua cubriéndole por encima de las rodillas, que alzó la vista y, acodada en la barandilla de la pasarela superior, descubrió a Elsa observándole en silencio con una sombra de sonrisa burlona arrugándole la comisura de los labios.
—¿No deberías estar ayudando a los demás con la vela? —le preguntó Alex con aspereza.
La alemana sin embargo, ignorando la pregunta y el tono, se acercó a la escalera metálica y bajó los escalones con parsimonia y la mirada fija en los ojos del capitán. Cuando llegó al final avanzó a través de aquella agua fría, oscura y maloliente que le mojaba los muslos y le empapaba el ligero vestido que llevaba puesto y que ahora se pegaba a su piel, sin que ello pareciera importarle en absoluto.
—Elsa, ¿qué...?
Antes de que pudiera terminar la pregunta, la esbelta muchacha apoyó el índice en los labios de Alex y, ciñéndole el cuello con las manos, se puso de puntillas y le besó apasionadamente.
—Shhh... —ronroneó Elsa, mordiéndole el lóbulo de la oreja.
—No. Espera... —masculló él, tomándola de los hombros pero sin llegar a apartarla.
—Calla —musitó ella, y llevándose las manos a los finos tirantes del vestido, con un sensual gesto se deshizo de ellos y dejó que la fina tela resbalara sobre su piel, quedándose desnuda frente a él. Un delirio de incongruente belleza en aquella grasienta y oscura bodega de carga.
Alex cerró los ojos.
Resopló...
...y dio un paso atrás.
—No puedo... —barbulló sin aliento, alejándose un segundo paso—. No puedo hacerlo.
—¿Qué? —preguntó incrédula la mujer desnuda frente a él— ¿Cómo que no puedes?
—No debo. Lo... lo siento, pero no voy a... —Y terminó la frase con un gesto mudo que abarcaba lo que allí estaba pasando.
La joven se volvió hacia él con la ira flameando en sus pupilas, clavándole iracunda una mirada de orgullo herido.
—¿Qué te pasa? —le espetó abriéndose de brazos—. ¿Ya no me deseas?
Riley sacudió la cabeza.
—Eres muy hermosa, pero no... no puedo.
—¿Es por ella? ¿Por la puta?
Alex se obligó a llenarse los pulmones de aire y contar hasta diez antes de contestar. Pero la alemana de nuevo se le adelantó.
—Yo puedo darte más que ella —afirmó entonces, cambiando a un tono rayando en la súplica—. Mucho más. —dio un paso al frente acercándose de nuevo a él, apoyándole una mano en el pecho y la otra en sus pantalones.
—No, Elsa —replicó con un nuevo paso atrás, como en un extraño baile de apareamiento en el que la hembra hostigase al macho.
—Me deseas —insistió—. Lo sé.
Riley se disponía a contestarle cuando la compuerta que daba a la pasarela superior de la bodega chirrió sobre sus bisagras, y al instante una voz de mujer llamó al capitán por su nombre.
—¿Alex? —preguntó en voz alta—. Elsa me dijo que bajara a buscarte. ¿Qué es lo que...?
El aludido miró hacia arriba, y paralizado vio cómo Carmen descubría aquella escena en la que él se hallaba de pie frente a la joven, completamente desnuda y apenas a unos centímetros de distancia.
Y entonces lo comprendió todo: por qué Elsa había bajado a la bodega y por qué había hecho lo que había hecho.
Levantó la vista hacia la tangerina y elevando una mano hacia ella balbuceó:
—Carmen, yo...
Pero la mujer ya se había dado la vuelta para regresar por donde había venido. Justo antes de cerrar la puerta a su espalda, informó con voz gélida:
—La vela ya está terminada.
Cuando Alex subió a la cubierta, allí estaban Helmut, Carmen, Marovic y Jack. Julie y César no podían separarse de sus puestos, al timón y junto al motor respectivamente, así que, menos él mismo, que había pasado la noche taponando los agujeros del casco, los demás se habían dedicado a confeccionar la vela según sus indicaciones. Y ciertamente allí estaba. Cuidadosamente doblada frente al mástil de la grúa, con cabos en cada una de sus esquinas reforzadas y lista para ser izada en cuanto diera la orden.
Inmediatamente buscó la mirada de Carmen, pero ella simplemente le ignoró sin titubeos. Tratando de rehacerse, Alex se dijo a sí mismo que estaban en juego cosas más importantes que aclarar un malentendido, y sacudiéndose el malestar como un perro unas pulgas, se centró en aquello que a partir de ese momento debía ocupar toda su atención.
Miró un momento hacia atrás para comprobar la posición del sol, que se intuía tras las nubes justo sobre el horizonte del este, y haciendo bocina con las manos se dirigió a Julie, que estaba en la casamata, para ordenarle que virara a oeste-noroeste, a lo que ella respondió alzando el pulgar y girando veinte grados la rueda del timón.
La lluvia ya era un chaparrón continuo y frío que calaba en cuestión de segundos, pero gracias al viento de popa —que soplaba por encima de los treinta nudos—, por lo menos les llegaba por la espalda en lugar de golpearlos en el rostro, que solía ser lo habitual en estos casos.
—¡Está bien! —vociferó por encima del rugido del viento y la lluvia—. ¡Vamos a izar esa cosa! ¿El cabo de la base del mástil está bien amarrado? —preguntó, volviéndose hacia su segundo.
—¡Como un político a su escaño! —respondió este.
—¡Pues pasad el cabo por el cabestrante y subámoslo de una vez!
Siguiendo sus órdenes se dividieron en dos equipos. Uno compuesto por la tangerina y los dos alemanes, que usando la polea llevaron el extremo del spinnaker hasta lo más alto de la grúa; y otro en el que, no sin gran esfuerzo, Marovic, Jack y el propio Riley tensaron el último vértice de aquella vela triangular, que de inmediato se infló sobre la amura de babor, tensando los aparejos y poniendo a prueba las costuras.
Alex no descansó hasta que estuvo seguro de que todos los cabos estaban firmemente anudados en sus respectivas cornamusas, y no fue hasta entonces que pudo contemplar en toda su amplitud el trabajo llevado a cabo por su tripulación.
A lo primero que le recordó fue a una vieja colcha de casa de sus padres, hecha con un centenar de pequeños trozos cuadrados de telas diferentes y que formaban un mosaico multicolor de alegre diseño. Algo ideal para la habitación de un niño, pero no tanto para usarlo como improvisado velamen en un carguero de cuatrocientas veinte toneladas.
—¿Cómo lo ves? —preguntó Jack, acercándose mucho a su oído.
Por un breve instante Riley tuvo la tentación de mentir, pero con la mirada puesta en aquel desordenado batiburrillo de sábanas y mantas recosidas como el culo de Frankenstein, terminó contestando:
—¡No es muy bonita! ¡Pero parece que aguanta!
—¡Es fea de cojones! —gritó el primer oficial con una sonrisa—. ¡Los bordes están enrollados en cuerda para que no se desgarren! —añadió, señalando hacia delante—. ¡Y para los ojales, hemos usado arandelas robadas de los repuestos del motor!
—¡César te matará si se entera!
El gallego asintió sin perder la sonrisa.
—¡Nos hemos quedado sin mantas ni ropa de cama! —concluyó—. ¡Pero la jodida vela está tan reforzada que aguantaría un huracán!
Riley asentía ante aquella afirmación, cuando la proa del Pingarrón hendió una ola particularmente alta, que rompió por encima de la borda e inundó con toda su potencia la cubierta con una espuma blanca, y que en su camino de huída por los imbornales estuvo a punto de llevarse con ella a Helmut.
Era el momento de regresar adentro, antes de que alguien sufriera un accidente. Ahí ya habían terminado.
Luego, en cuanto estuvieron de regreso bajo techo, se organizaron dos turnos de descanso y la mitad de ellos se fueron a dormir, mientras los demás deberían esperar cuatro horas más para poder echar una cabezada. Quizá las únicas horas de sueño de las que podrían disfrutar en mucho tiempo.