33
TUMBADO en el camastro de su camarote, todavía con el pantalón del uniforme de legionario que había intercambiado por su propia ropa, desnudo de cintura para arriba, el capitán del Pingarrón se dejaba hacer por Elsa y Julie, que ejercían como voluntariosas enfermeras. Las dos mujeres habían tomado el mando de las operaciones, y entre comentarios de indignación y estupor por la infinidad de golpes y laceraciones del paciente, se afanaban en aplicar desinfectante en las heridas, hielo en los moretones y linimento en cantidades industriales.
Tras vendar con esmero el dedo del que le habían arrancado la uña, Elsa tomó la mano izquierda y estudió los dos dedos retorcidos hacia arriba en una posición antinatural, palpándolos con sumo cuidado.
—Afortunadamente no están rotos —concluyó, circunspecta—, pero hay que recolocarlos en su sitio ahora mismo.
Alex la miró con el ojo en que no tenía una bolsa de hielo, admirándose de la confianza y aplomo que en esos momentos mostraba la joven, actuando como si aquello fuera pura rutina para ella.
—¿Estás segura de lo que haces? —preguntó.
—¿Aquí quién es el médico?
—Eres veterinaria —le recordó Alex, para subrayar de inmediato—. De animales.
—¿Y eso qué más da? Animales, personas... todo es lo mismo. Un hueso dislocado es un hueso dislocado, y solo hay una manera de tratarlo.
—Ya. Pero eres veterinaria.
—Mejor cállate, ¿quieres? —Y volviéndose hacia la puerta gritó—: ¡Helmut, date prisa!
De inmediato, el físico apareció por la puerta con unas tiras hechas con tela de sábana para los vendajes y una botella de licor ambarino en la mano.
—No... —protestó Alex al verlo—. El ron añejo no...
—Ya no hay más alcohol —adujo la joven—, y aún queda mucho por desinfectar. Helmut —dijo mirando al amigo de su padre—, necesito que tú y Julie lo sujetéis con fuerza mientras le recoloco los dedos.
El capitán frunció el ceño al oír aquello.
—No te preocupes —dijo Elsa al ver la cara que ponía, agarrándole el meñique con firmeza—, no te dolerá.
En cuanto comprobó que el científico y la francesa lo tenían inmovilizado, tiró enérgicamente del maltrecho dedo, que crujió repulsivamente e hizo que su dueño profiriese un alarido de dolor que retumbó en toda la nave.
—¡Dios...! —masculló entre dientes, apenas recobrando el aliento—. ¡Eres una jodida mentirosa!
La alemana, lejos de mostrarse arrepentida u ofendida, sonrió con malicia mientras se disponía a hacer lo mismo con el anular.
—Vamos, no exageres —le recriminó—. Eres el paciente más quejica que he tenido nunca.
—¡Eso es porque soy el único humano al que...!
Pero antes de que terminara la frase, repitió la operación con el otro dedo, que chasqueó con el roce de hueso contra hueso al devolver la falange a su sitio.
En esta ocasión, Riley apretó con fuerza las mandíbulas procurando no gritar, pero aun así resultó inevitable que se le escapara un bufido y que alguna lágrima asomara en la comisura de sus ojos.
—Tranquilo, ya hemos terminado con esto —le informó Elsa, comprobando el resultado de su manipulación—. Ahora te los entablillaré, y en unos días ya podrás moverlos con normalidad. Respecto a estas costillas —agregó, pasándole la mano por el torso vendado—, la buena noticia es que no parecen rotas aunque sospecho que pueden estar fisuradas; pero por desgracia no puedo hacer nada para curarlas. Con el tiempo se soldarán ellas solas, y de momento lo único que puedo recomendarte para evitar el dolor es que no hagas esfuerzos, no tosas, no te rías y procures respirar lo menos posible.
—Entiendo... Respirar lo menos posible.
—Eso es —confirmó Elsa sin asomo de sarcasmo—. En cuanto a las demás heridas y moretones, no he visto nada especialmente grave, y también con el tiempo irán cicatrizando y desapareciendo. Aunque te recomiendo que durante unos días no te mires al espejo.
Alex la miró largamente antes de preguntar:
—A ti... te divierte todo esto, ¿no?
Antes de que Elsa contestara, Jack irrumpió en el camarote seguido de cerca por César, que cargaba la metralleta Thomson bajo el brazo.
—¿Cómo estás? —quiso saber, dirigiéndose al paciente postrado en la cama.
—¿A ti que te parece? —dijo exhibiendo la profusión de apósitos y vendajes.
—Se oían tus gritos desde arriba —señaló su segundo, más molesto que preocupado—. Pensé que te estaban rematando.
—Eso me pareció a mí también —asintió con voz lastimera—. Por cierto, ¿cómo te ha ido con nuestros «amigos»?
El segundo se pasó la mano por la nuca y miró de reojo a César.
—No nos hemos liado a tiros, lo cual ya es bueno. Pero no me ha hecho maldita la gracia regalarle cien dólares a cada uno y trescientos a ese sargento Paracuellos. Eso es como su salario de un año.
—Te aseguro —dijo Alex, meneando la cabeza— que cuando los vi aparecer por la puerta les habría dado diez veces esa cantidad. Me salvaron la vida.
—Ya, bueno... pero lo que no acabo de entender es cómo se te ocurrió recurrir a ellos. ¿Por qué diantres no le dijiste al muchacho que viniera aquí, a buscarnos a nosotros?
A Riley le hizo gracia el tono empleado por su viejo amigo, que parecía francamente molesto por aquella aparente falta de confianza.
—Me pareció lo más sensato.
—¿Lo más sensato? ¿Estás de guasa? ¿Pedirle a alguien que te odia a muerte que vaya a salvarte te parece sensato?
—Yo no le pedí que viniera a salvarme... —aclaró, respirando hondo con gesto dolorido—. El muchacho le dijo que había sido testigo de nuestra pelea con ellos en la tetería, y que si querían encontrarme, a cambio de una propina podría guiarlos hasta donde estaba escondido con otros ex milicianos.
—¿Quieres decir —inquirió Julie— que en realidad fueron hasta allí pensando en darte una paliza?
—Más bien pensando en lincharme —puntualizó—. Así que, cuando al llegar se encontraron con ese inglés y su cuadrilla de sicarios magrebíes, fue como acercar una cerilla a la gasolina.
—¿Y cómo es —preguntó Helmut con curiosidad sincera— que al encontrarlo en este estado, atado a una silla e indefenso en lugar de... bueno, ya sabe... ajustar cuentas, decidieron rescatarlo y traerlo aquí?
—En realidad, esa fue la parte fácil —y haciendo la seña universal, Alex frotó las yemas de los tres dedos sanos de su mano derecha—. «Poderoso caballero es don Dinero», decía un antiguo escritor español en sus versos. Apelé al deshonor de cargarse a un oponente en mi estado, algo de palabrería sobre los valores de un caballero del Tercio, y le di mi palabra de volver y resolver nuestras diferencias cuando estuviera recuperado. Además —añadió—, ¿se le ocurre mejor escolta de guardaespaldas que una docena de legionarios?
—Pero sigo sin entender —insistió Jack— por qué no mandaste aquí al muchacho.
Alex levantó la cabeza con no poco esfuerzo.
—Compréndelo. Yo estaba atado a una silla en un sótano y no tenía manera de saber qué había sido de vosotros. Os podían haber capturado como a mí. Diantre, ni siquiera sé qué ha sido de Marovic, y eso que venía conmigo.
—Esa es otra cosa que te quería preguntar —requirió entonces el gallego, dejando de lado el tema—. ¿Dónde lo viste por última vez? ¿Crees que lo han matado, o que también lo estén torturando?
—No lo sé. Iba justo detrás y de repente, en mitad de la huída, desapareció. Lo primero que pensé fue que había logrado escapar y que estaría de regreso en el barco, porque los que nos perseguían vinieron todos detrás de mí.
—Pues por aquí no ha venido —confirmó Julie, chasqueando la lengua.
—Ya. Quizá esté oculto, esperando el momento para regresar.
—O quizá —sugirió César en voz baja, poniendo palabras a lo que todos estaban pensando en mayor o menor medida— es precisamente él quien nos ha vendido.
El resto de los presentes guardó silencio, ilustrando el también viejo refrán de «Quien calla, otorga».
—No digo que no haya sido así... —apuntó al cabo Jack— y conste que tampoco me fío un pelo de ese malnacido, pero él sabía que los petates que llevabais eran solo un señuelo. Si les dio el chivatazo, ¿por qué no vinieron a por nosotros —concluyó, abarcando con un gesto a Julie, César y a él mismo—, que éramos quienes en realidad nos habíamos llevado la Enigma y los documentos, mientras esperábamos en las cercanías del hotel?
—Quizá no tuvo tiempo —sugirió César—. Recuerda que hicimos el cambio en el último momento. A lo mejor no tuvo oportunidad de avisarles.
—No sé, César. Puede que tengas razón. ¿Tú qué opinas, Alex?
El aludido se había incorporado en la cama y ahora estaba sentado en el borde, masajeándose las sienes.
—Opino que en realidad eso no es lo importante.
—¿Ah, no?
—No, en absoluto —reiteró alzando la cabeza, roja como un tomate—. Marco no está aquí, y si acaso aparece, ya le haremos las preguntas pertinentes. Lo que ha de preocuparnos, a todos —recalcó—, es qué vamos a hacer a partir de este momento. Por desgracia el tal Smith logró huir con sus matones, pero con lo poco que me contó creo que puedo hacerme una ligera idea de lo que está pasando.
—Pues ilústranos —dijo Jack, cruzándose de brazos—, porque nosotros estamos a oscuras.
Apoyándose en Elsa y con no poco esfuerzo, Alex se puso en pie y caminó hasta el escritorio, donde se apuntaló con ambas manos.
—Si he de creer lo que me dijo y no tengo motivos para no hacerlo, pues está claro que no contaba con que yo saliera vivo de aquella habitación, el señor Smith era un agente del MI6.
—¿Del Servicio Secreto Británico? —preguntó Julie—. ¿Estás seguro?
—Desde luego que no. Pero el tipo tenía acento escocés, actuaba como un inglés y sabía de la Operación Apokalypse. Así que, blanco y en botella...
—¿Sabían de Apokalypse? —inquirió César, perplejo—. ¿Pero cómo es eso posible? ¡Pero si encontramos el documento ayer mismo! ¿No puede ser que fuera un nazi haciéndose pasar por agente británico?
—Todo es posible. Pero el caso es que, tras informar al consulado británico sobre nuestro descubrimiento...
—Un momento —le cortó esta vez Elsa—. ¿Informaste a los británicos? —preguntó, incrédula—. ¿Pero no decías que de ningún modo ibas a hacerlo?
Riley se encogió de hombros.
—Yo digo muchas cosas, guapa —replicó—. Aunque en esta ocasión ojalá hubiera seguido mi propio consejo. —Respiró hondo, y las costillas le hicieron fruncir el ceño de dolor—. Ayer envié a Jack al consulado para alertar a los británicos, pero preferí manteneros al margen por si la cosa se torcía.
—Y vaya si lo ha hecho... —murmuró el aludido.
Julie sacudió la cabeza, como si fuese la única manera de que las piezas de aquel rompecabezas pudieran encajar en su sitio.
—Un moment, s´il vous plaît... —dijo, respirando y expirando sonoramente—. ¿Nos está diciendo que informó a los británicos sobre los planes alemanes... y que su reacción ha sido secuestrarle y torturarle? ¿Por qué? —añadió, confusa—. ¿Querían averiguar lo que sabía?
—Más bien, creo que trataba de asegurarse de que yo no supiera nada.
—No le comprendo.
—Intentaré explicarme —adujo, pugnando por aclarar las ideas dentro de su maltratado cráneo—. Ese supuesto agente británico no hacía más que preguntarme por la Operación Apokalypse. Pero lo que realmente quería no era que yo le hablara sobre ello, sino asegurarse de que ni yo ni ninguno de vosotros supiera nada al respecto. Que no existiera la posibilidad de que se lo contáramos a terceras personas. En resumen: lo que el MI6 quería... o mejor dicho, quiere, es silenciarnos. A todos.
La francesa agarró con fuerza la mano de su marido.
—Y con silenciarnos, quieres decir...
—Matarnos, Julie. Asegurarse de que ninguno de nosotros pueda decir una sola palabra sobre esa misteriosa operación.
—Pero esto es algo de locos —afirmó el primer oficial—. Nosotros no sabemos nada más de lo que yo les dije en el consulado. ¿Le explicaste que no tenemos más información de la que les entregué?
—Joder, Jack —rezongó—, mira cómo me han dejado. ¿Qué coño crees que les decía mientras me torturaban?
—Vale, vale... Solo quería saber si se lo dejaste bien claro.
—Como el agua. Pero eso les da igual. Parece evidente que no quieren dejar abierta la menor posibilidad a una filtración y, ante la duda, están dispuestos a hacer lo que sea necesario.
—Pues cualquiera diría que en realidad esa Operación Apokalypse es una operación secreta de los británicos —opinó el mecánico, meditabundo—, y que no quieren arriesgarse a que los alemanes la descubran.
—¿Una operación secreta para atacarse a ellos mismos? —preguntó su propia esposa, haciéndole ver lo absurdo de su planteamiento—. Además, no olvides que el documento estaba en el camarote de un oficial de las SS, en un barco corsario alemán. Lo que sugieres, amor mío, no tiene sentido.
—En realidad nada lo tiene —reafirmó Alex—, pero me temo que nuestras vidas dependen de que lo tenga. Creo que hemos de averiguar lo antes posible qué demonios es en realidad esa Operación Apokalypse, y pronto.
Joaquín Alcántara se rascaba la nariz, inquieto.
—¿Estás seguro de eso? ¿Y dónde ha quedado lo de: «Somos contrabandistas. Ni soldados, ni agentes secretos»?
—¿Es que no me has estado escuchando? El MI6 cree que sabemos algo que en realidad no sabemos, y por alguna razón han decidido eliminarnos. Joan March, si es que no está también en el ajo, debe tener un cabreo de mil demonios por el plantón de esta noche y sospechará que le hemos engañado, lo cual puede acortar significativamente nuestras vidas. Y eso sin contar con nuestros amigos nazis, que quizá ya estén al corriente de nuestra excursión al Phobos.
—Acabas de dar tres buenas razones para salir corriendo —alegó el gallego.
El capitán del Pingarrón negó con un gesto de cansancio.
—No, Jack... No podemos huir de los nazis, los aliados y de March al mismo tiempo. La única manera de salir bien librados de esta es averiguar de qué va todo esto, y luego, si jugamos bien nuestras cartas, intercambiar esa información por nuestro pellejo. Y me refiero al de todos —añadió mirando a Helmut y Elsa, que dieron un respingo al verse incluidos en la conversación.
—Pe... pero... ¿nosotros? —tartamudeó Helmut—. ¿Qué tenemos que ver en esto? ¡No sabemos nada de nada!
—¡Toma, ni yo! —arguyó Jack, casi divertido con el azoramiento del científico—. Aquí estamos todos en el mismo barco, Helmut —Y sonrió torcido ante su propia ocurrencia—. Literalmente.
—Además —añadió Alex, dirigiéndose a los dos alemanes—, ustedes van a ser una ayuda imprescindible en este asunto. Les necesitaremos para salir de este embrollo.
Helmut iba a protestar de nuevo, pero Elsa le hizo callar con un enérgico gesto y, dando un paso adelante, preguntó decidida:
—¿Qué quieres que hagamos?
Alex admiró la determinación de la joven, pero se limitó a decir:
—Necesito que estudiéis a fondo todo lo que recuperamos del pecio. Puede que ahí esté la clave.
—Pero la Enigma... —empezó a alegar el físico.
—Olvídese de momento de la Enigma, doctor. Quiero que se lea todos y cada uno de los documentos que rescatamos, en busca de cualquier referencia, por mínima que sea, a la Operación Apokalypse.
—Eso nos puede llevar días —apuntó Elsa.
—Lo sé. Tendréis tiempo de sobra mientras navegáis.
—¿Navegar? —preguntó Jack, desconcertado por el imprevisto anuncio—. ¿Quieres decir que zarpamos?
Alex miró a su segundo.
—Zarpáis —le corrigió—. Y lo haréis de inmediato.
El aturdimiento se plasmó en el rubicundo rostro del gallego.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que te entrego el mando de la nave, para que la lleves al lugar que voy a indicarte. Tenéis que alejaros de Tánger esta misma noche.
Jack iba a abrir la boca, pero Elsa se adelantó.
—¿Y tú? —preguntó.
—Yo me quedo.