47
APROVECHANDO el primer turno de descanso, Jack, Julie, Elsa y Helmut se habían ido de cabeza a sus maltrechos camarotes. Unos camarotes que, entre las ventanas rotas, los agujeros en los mamparos y el destrozo absoluto provocado por los proyectiles de veinte milímetros —sobre todo en los de la banda de estribor—, recordaban más bien a las ruinas de una chabola tras un bombardeo.
La borrasca parecía haber alcanzado el máximo de su furia en el límite entre la mar gruesa y la muy gruesa, haciendo cabecear mucho la nave aunque sin llegar a poner en peligro su estabilidad. No obstante, el capitán se veía obligado a dar continuos golpes de timón para enfrentar de la mejor manera posible las enormes olas que, una tras otra, se le venían encima sin pausa ni tregua, mientras a él se le cerraban los ojos tras sesenta horas despierto y apenas tres o cuatro cabezadas que ahora se revelaban como claramente insuficientes.
Paradójicamente, era aquella violenta tempestad aderezada con el frío viento de diciembre y la lluvia que se colaba en la cabina lo que impedía que se quedara dormido allí mismo, de pie y agarrado a la rueda del timón como una ojerosa estatua de cera. Así que, cuando vio aparecer a Carmen en el puente con una taza de café humeante en cada mano, se sintió enormemente agradecido... a la vez que realmente intrigado.
Alex se quedó mirando a la tangerina, sin atreverse a abrir la boca. Desconcertado por su presencia en el puente, íntimamente convencido de que lo sucedido en la bodega horas atrás había sido una bofetada para lo que fuera que hubiese entre los dos.
—Carmen —se decidió a hablar finalmente—. Sé lo que debes creer que ha pasado, pero te doy mi palabra de que...
—No sigas —lo interrumpió, negando tajante con la cabeza—. No quiero escuchar ni una sola justificación.
—Quiero explicarme, no justificarme. Lo que viste en la bodega no es lo que parecía.
Carmen compuso una mueca de hastío.
—Al menos podrías esforzarte en ser más original.
—Es la verdad. Ella lo organizó todo para que nos vieras —ensayó un gesto de extrañeza—. Hasta tú deberías haberte dado cuenta.
—Por supuesto que me di cuenta —replicó airada—. Pero eso no quita que estuvieras a punto de joder con tu amiguita alemana.
—Yo no estaba a punto de... —Comenzó a protestar alzando las manos, pero dejó la frase a medias—. Bah, olvídalo. —Y devolvió la vista hacia el frente, dando un golpe a la rueda del timón.
La tangerina alzó una ceja de indiferencia.
—Eso intento.
Alex se giró de nuevo hacia Carmen. En realidad no era capaz de dejarlo ahí.
—No puedo creer que esté aquí deshaciéndome en explicaciones. Precisamente tú deberías comprenderlo.
La tangerina devolvió a Alex una mirada suspicaz.
—¿Precisamente yo? —La frase regresó como un boomerang para golpear al capitán en la frente— ¿Qué quieres decir exactamente con eso?
Tragó saliva.
—Nada... No quiero decir nada —balbució—. Solo que deberías ser capaz de...
—¿Porque soy una prostituta? ¿Es eso? —preguntó Carmen con voz gélida y casi inaudible, lo cual preocupó más a Riley que si la hubiera emprendido a gritos—. ¿Por eso debo comprenderlo?
Alex renunció a contestar. Nada podía hacer para deshacer sus inoportunas palabras, y definitivamente estaba demasiado cansado como para pensar con claridad o hablar con cierto sentido, no digamos ya para discutir.
—No tengo por qué mentirte, y no lo hecho —concluyó, arrastrando las palabras como un reo que se ya sabe condenado—. Es decisión tuya creerme o no.
Carmen pareció ignorar aquel último alegato, con la vista puesta en la borrasca que se extendía en la distancia hasta fundirse con el horizonte. Silenciosa y meditabunda.
Al cabo de un largo e incómodo minuto de silencio, Alex estuvo a punto de añadir algo más, creyendo que no lo había oído, pero entonces ella le señaló una de las tazas de café que había traído y dejado en la repisa junto al timón.
—¿Lo quieres o no? —le preguntó.
—Sí, claro —asintió, confuso y al tiempo aliviado por el cambio de rumbo de la conversación. Tomó la taza y le dio un sorbo—. Humm... Está delicioso.
—Lleva azúcar moreno, nuez moscada y canela —aclaró ella esforzándose por mantener a raya el enfado, aunque los músculos tensos de su mandíbula decían lo contrario.
—No sabía que hacías un café tan bueno —la halagó Alex, tratando de aprovechar la inesperada tregua.
Ella tomó un sorbo de su café y lo miró por encima del borde de la taza antes de contestar.
—Hay muchas cosas que no sabes de mí —zanjó secamente.
—Lo sé —convino Riley, para añadir a continuación con pies de plomo—, pero eso... eso es algo que me gustaría cambiar.
La tangerina le dedicó una larga mirada evaluadora, se diría que sopesando la honestidad de aquella insinuación.
Alex la imaginó respondiendo que eso no iba a pasar ni en un millón de años o algo por el estilo, y mentalmente se preparó para encajar el golpe.
—Eso depende —musitó ella sin embargo, tras una pausa reflexiva.
Sin añadir nada más devolvió la taza a la repisa, y dándose la vuelta se dispuso a salir de la casamata en silencio.
—¿De qué? —le preguntó Alex antes de que lo hiciera.
Con la mano en el pomo de la puerta, Carmen contestó sin volverse.
—Del tiempo que consigas mantenernos con vida.
Al cabo de las cuatro horas programadas, Julie apareció en el puente para relevar al capitán, y tras un breve intercambio de impresiones sobre el estado del mar y el rumbo a seguir, se hizo cargo del timón.
—¿Funciona bien la vela? —quiso saber la piloto.
—Mientras no varíe la dirección del viento, tendremos tres o cuatro nudos extras de velocidad, pero en algún momento rolará a noreste, y entonces nos dará uno o dos... como mucho.
—¿Será suficiente?
El capitán hizo una mueca de cansancio.
—Puede —respondió, lacónico—. Aún es pronto para saberlo.
—¿Alguna otra novedad que deba saber? —preguntó, mientras Riley hacía una breve anotación en el cuaderno de bitácora.
—Tu marido ha encontrado la forma de exprimir hasta el último caballo del motor evitando que saltemos todos por los aires. Marco ha tapado unas cuantas vías de agua a pesar de la pierna herida, y Carmen se ha ocupado de mantenerme despierto a base de café y conversación, lo cual no es poca cosa.
—Carmen me gusta mucho —afirmó la francesa, haciendo que Riley levantara la vista del cuaderno y le dedicara una sonrisa maliciosa.
—¿Ah, sí?... ¿No me digas?
—¡Oh, no! Mon Dieu! —replicó ruborizada, al ver el gesto del capitán—. Quiero decir que me gusta para usted.
Sin duda no era el momento ni el lugar para esa conversación, pero antes de que su embotado cerebro pudiera evitarlo, Riley se oyó preguntar a sí mismo con curiosidad:
—¿Y por qué crees eso?
La piloto se encogió de hombros antes de contestar, como si la explicación fuera tan obvia que aquella fuera una pregunta ociosa.
—Está aquí, ¿no?
—Pero no por su propia voluntad —subrayó Alex—. De ser por ella se habría quedado en tierra. Sigue a bordo porque no tenía otra opción.
Julie alzó una escéptica ceja.
—¿Que no tenía otra opción? —preguntó, irónica—. Estamos hablando de Carmen Debagh, capitaine. Ella siempre tiene opciones. —Y tras una pausa, añadió sin sombra de duda—: Está enamorada de usted. Por eso está aquí.
Por un instante, Riley trató de hacer encajar esa extraña idea en sus esquemas mentales.
Bien mirado, la discusión que había tenido con ella unas horas antes parecía apuntar a lo que sugería Julie. Aun así le costaba imaginar que el nombre de Carmen y la palabra «enamorada» pudieran aparecer en la misma frase. Era consciente de que gozaban de su mutua compañía, pero aparte del sexo ocasional sin preguntas ni compromiso, sinceramente no creía que por parte de ella hubiera algo más.
Antes de que pudiera rebatir la conclusión final de la francesa, esta añadió con toda la naturalidad del mundo:
—Y si no es capaz de verlo, es que es usted el hombre más tonto del mundo... mon capitaine.
Sin fuerzas para rebatir ni el argumento ni la flagrante falta de respeto, Riley optó por salir de la timonera, no sin pedirle a su piloto que le despertara al cabo de cuatro horas.
En todo lo que podía pensar, mientras arrastraba los pies camino de su camarote, era en su añorado colchón o en las probabilidades que tenía de no alcanzar a subirse a la cama antes de quedarse dormido.
Con los párpados a punto de cerrarse, abrió la puerta del camarote, cruzó el umbral, la cerró tras de sí, y desechando incluso la interminable tarea de desvestirse o quitarse los zapatos puso timón a la vía con destino al catre.
No fue hasta que estuvo a menos de medio metro del mismo, que se percató de que ya estaba ocupado.
De cara a la pared, ocupando la mitad de la cama, estaba Carmen. Dándole la espalda aparentemente dormida y, a pesar del frío, completamente desnuda.
El capitán del Pingarrón, muy lejos de encontrarse en plena posesión de sus facultades mentales, parpadeó confuso ante la visión de aquella melena azabache, desordenada sobre una espalda de piel morena que se prolongaba en unas nalgas duras y redondas como manzanas, que a su vez se dividían luego en unas piernas firmes y esbeltas que daban paso a unos delgados tobillos envueltos en pulseras de plata, y que terminaban en unos delicados pies de dedos pequeños que siempre había creído sencillamente perfectos.
Cuando al fin reaccionó, cayó en la cuenta de que a ella no le había asignado camarote alguno, con lo que lo más normal es que la tangerina se hubiera decidido por el suyo —aunque se olió la intervención de Julie en todo el asunto—. A pesar de todo, no podía pensar en otra cosa que no fuera tumbarse y cerrar los ojos, de modo que, aunque haciendo la concesión de quitarse las botas, se tumbó en la cama sin quitarse siquiera la cazadora.
Buscando la mejor postura se giró hacia el lado de Carmen, y entonces se dio cuenta de que estaba mirándolo por encima del hombro sin volverse.
—Tengo frío —dijo.
Riley sentía la lengua torpe, pero fue capaz de preguntar con voz ronca:
—Entonces, ¿por qué estás desnuda?
—No quedan mantas y sabes que no soporto dormir con ropa.
—¿Y por qué no...?
—¿Y por qué no dejas de hacer preguntas tontas —lo interrumpió, ovillándose— y me abrazas?
Incapaz de hacer otra cosa que no fuera obedecer, Riley pasó el brazo izquierdo sobre el costado de Carmen y la estrechó contra él. Torpemente juntó su cuerpo magullado al de la mujer, aferrándola como si fuera el único náufrago del Pequod y ella el ataúd de Queequeg.
Y entonces, hundiendo el rostro en aquella mata de revuelto pelo negro, el capitán Alex Riley cerró los ojos y cayó de inmediato en un profundo sueño.
Curiosamente, lo que hizo que despertara no fue ningún golpe de trastos cayéndose al suelo, ni un fuerte pantocazo, ni cualquiera de los otros muchos ruidos y crujidos inherentes a un barco en mitad de una tormenta. En realidad, lo que hizo que Riley se despejara como si le hubieran arrojado a la cara un cubo de agua fría, fue la total ausencia de cualquiera de estos sonidos. Solo el rítmico repiqueteo del motor alteraba el silencio y la quietud imperante, y por un momento tuvo la absurda idea de que la tripulación había abandonado el barco y lo habían dejado solo, a él y a su estúpido plan de enfrentarse a un barco corsario alemán con un pequeño carguero de cabotaje.
Entonces oyó pasos sobre su cabeza. Había alguien en el salón. Pero estaba todo demasiado silencioso y oscuro. Pensó también que tantas horas despierto habían pasado factura a su vista, aunque levantando un poco la cabeza vio un rastro de luz que entraba por debajo de la puerta. Simplemente, había anochecido.
Alarmado, se llevó instintivamente el reloj a la cara, pero estaba demasiado oscuro para ver las manecillas. Y no fue hasta ese instante, que estiró el brazo derecho y descubrió que Carmen ya no estaba ahí.
Tremendamente confuso, se incorporó en la cama y puso los pies en el frío suelo. ¿Frío? ¿Y los calcetines? Se palpó como un ciego al que han robado la cartera y descubrió que los calcetines no era lo único que ya no tenía. Alguien lo había desnudado de pies a cabeza.
Poniéndose en pie, palpó la pared hasta encontrar el interruptor de la luz, abrió el pequeño armario, y tras vestirse con lo primero que encontró salió a cubierta precipitadamente.
Ya era noche cerrada. Las estrellas brillaban por millones en el cielo y la borrasca había desaparecido por completo, del mismo modo que el spinnaker, que brillaba por su ausencia, como si nunca hubiera estado ahí. Pero lo que no dejaba de preguntarse era: ¿cuánto tiempo había dormido?
Sin perder un segundo, con un torbellino de dudas en la cabeza, subió por las escaleras hasta el comedor, por cuya compuerta se escapaban voces y risas, la abrió de golpe y se plantó en el umbral con la pregunta en la punta de la lengua de por qué no lo habían despertado. Una pregunta que nunca llegó a salir de sus labios, pues de la impresión que sufrió estuvo a punto de caerse de espaldas víctima de un infarto de miocardio.
Allí, plantado en mitad del comedor de su barco con su cara de ratón y sus gafitas redondas, estaba Helmut Kirchner, ataviado con el inconfundible uniforme negro de las SS diseñado por Hugo Boss.
El resto de tripulantes y pasajeros —a excepción de Elsa— también estaba presente, y todos se volvieron sobresaltados ante la brusca irrupción del capitán, como si los hubiera descubierto en mitad de una conspiración.
Riley se quedó mudo, incapaz de cerrar su boca abierta de par en par y aún menos de articular palabra alguna.
Quien sí lo hizo sin embargo fue el propio Kirchner, esbozando una sonrisa satisfecha y alzando la mano a la altura de su cabeza al tiempo que exclamaba con entusiasmo:
—Hail Hitler!