Wilhelm y Joan
ESTA vez, la comunicación resultó aún peor que en anteriores ocasiones. Quizá una metáfora de cómo estaba marchando la guerra para uno de los dos interlocutores. O quizá, la consecuencia de un nuevo sabotaje a las líneas telefónicas entre España y Alemania por parte de la resistencia francesa.
—¿Qué ha sucedido exactamente, Joan? —preguntaba la voz que hablaba desde Berlín.
—La verdad, no lo sé. He recibido un mensaje de mi agente en Tánger, diciendo que alguien está tratando de matar al hombre que contraté para recuperar la Enigma.
En el auricular sonó un chisporroteo de interferencias, seguido del final de una pregunta.
—¿... mo es eso posible? ¿Alguno de tus hombres... podido irse de la lengua?
—Lo dudo —contestó sin vacilar—. Todos los que trabajan para mí saben que las traiciones se pagan con la vida. El número de personas que saben del rescate del Phobos es muy pequeño; y son aún menos los que están al tanto de los detalles de la operación.
—Entiendo —murmuró, tomándose unos instantes para meditar—. ¿Y no te han informado —quiso saber— sobre la naturaleza de los agresores?
—Asesinos profesionales, según parece del MI6.
Esta vez, la pausa del alemán fue mucho más prolongada.
—¿Wilhelm? —preguntó March, creyendo que se había cortado la línea—. ¿Estás ahí?
—¿Dices... —murmuró con preocupación— que eran del Servicio Secreto británico?
El mallorquín se tomó su tiempo antes de hablar.
—¿Qué está pasando aquí, Wilhelm? Sabes algo que yo ignoro, ¿no es cierto?
Si no fuera por el mal estado de la línea, Joan March habría tomado el seco traqueteo del teléfono por una lejana carcajada sin humor.
—Por supuesto, querido amigo —dijo entonces el jefe de la Abwehr—. Pero hay muchas cosas en este asunto que yo también ignoro... demasiadas. Aunque ni siquiera las pocas que sé, quiero compartirlas contigo.
El banquero ya era un perro demasiado viejo para molestarse por ese comentario que, a fin de cuentas, no era más que la constatación de un hecho. Pero aun así, concluyó que no perdía nada por insistir. La información es poder.
—Vamos, Wilhelm. Sabes que puedes confiar en mí.
Esta vez, el cloqueo de una carcajada ya fue indiscutible.
—Le dijo el zorro a la gallina... —replicó Canaris, se diría que divertido.
Joan March rio también ante su propia ocurrencia, y cuando estaba a punto de dar el tema por concluido, para su sorpresa, el almirante Canaris adoptó un tono grave y confidencial.
—Es muy poco lo que puedo decirte... pero sospecho que es el gobierno británico quien va detrás de tus chicos.
—¿Quieren la Enigma? —inquirió, tratando de parecer impasible.
Una nueva pausa. Chisporroteos.
—Puede que sí... o puede que no —fue la enigmática respuesta.
Antes de formular la siguiente pregunta, el mallorquín comenzó a atar cabos en su cabeza, buscando por él mismo la solución.
—Había algo más en el Phobos, ¿no? —dijo al cabo.
Ahora el tono de Canaris fue de sincera admiración.
—Eres un hombre muy sagaz... —admitió— pero no te puedo contar mucho más. Estoy tratando de evitar una catástrofe por todos los medios a mi alcance. Aunque lo que no me esperaba —añadió— era el interés de los británicos en el asunto.
—Disculpa, Wilhelm. Pero no te sigo.
Allá en Berlín, el alemán bufó sobre el aparato.
—Puede que esos buzos que contrataste encontraran en el pecio indicios de una operación militar de enorme importancia planeada por el propio Führer. Una operación secreta de la que me han dejado al margen.
—¿Y por qué iban a hacer algo así? —inquirió March, con sincera extrañeza—. Tú eres el jefe del servicio secreto del ejército. ¿Cómo es posible que te oculten una operación militar secreta, precisamente a ti?
Canaris resopló al otro lado de la línea. Su natural reticencia a compartir información se vio superada por el íntimo deseo de desahogarse con alguien.
—Eso solo puede significar que estaban seguros de que me iba a oponer a ella. Y por lo poco que he podido averiguar hasta el momento, no les faltaba razón para pensarlo. El caso es que esos buzos tuyos —añadió tras un momento— quizá se tropezaron en el Phobos con informes de esta operación, y luego trataron de venderlos por su cuenta a tus espaldas. Puede que esa sea la razón de que los británicos, por algún motivo, estén tratando de matarlos.
Joan March necesitó unos momentos para digerir esa posibilidad.
—Ese fill de puta americano... —masculló con rabia entre dientes, estrujando el auricular—. No creí que fuera tan estúpido como para fallarme de nuevo. Más le vale que le maten los ingleses, porque como caiga en mis manos yo le...
—Un momento, Joan —lo interrumpió Canaris—. ¿Dices que el jefe del equipo de rescate es americano? ¿Estadounidense?
—De Boston, creo —apuntó March—. Pero ¿qué importancia tiene eso?
El mallorquín oyó cómo Canaris ahogaba un suspiro.
—Puede que mucha, amigo mío. Puede que mucha.
—Hoy estás más críptico que de costumbre —rezongó March—. ¿Me puedes explicar de qué estás hablando ahora?
—En realidad, no —contestó el almirante, tajante—. Pero quizá ese hombre acabe jugando un papel fundamental en todo esto.
—¿Bromeas?
—¿Quién sabe? —elucubró Canaris, como si no hubiera oído la pregunta—. A lo mejor el americano consigue hacer lo que yo no he podido.
—Que es... —formuló March, dejando la frase abierta.
—Salvar a Alemania de la completa aniquilación. —Dio un suspiro seco—. Puede que a toda Europa. Tal vez al mundo entero.