18

—ES muy raro... —dijo Julie, limpiándose los labios con la servilleta.

—Mucho. Pero os aseguro que no nos tropezamos con ningún otro cadáver. Únicamente ese tipo, que debía de ser el radiotelegrafista.

—Bueno —les recordó Jack, a quien aparentemente se le había pasado el enfado tras el opíparo almuerzo, retrepándose ahíto en la silla y encendiendo la cazoleta de su pipa—, al fin y al cabo, solo explorasteis una mínima parte de la nave.

—Aun así —insistió Alex—. No nos cruzamos a nadie por los pasillos... bueno —puntualizó, al ver cómo Helmut arqueaba las cejas—, a ningún muerto, quiero decir. ¿Cómo es que ni siquiera había un oficial en el puente?

—Quizá saltaron todos al agua —sugirió César—. Nadando se podría llegar hasta la costa.

—Es una posibilidad —admitió, aunque torciendo el gesto poco convencido—. Pero me cuesta imaginar a todos los tripulantes, a los oficiales y al propio capitán saltando al agua y dejando al pobre radiotelegrafista encerrado en su cabina.

—Puede que no supiera nadar —insistió el mecánico con humor negro.

El capitán no contestó, pero lo miró con cara de «eso no te lo crees ni tú».

Elsa, que había seguido el relato de la inmersión con gran interés, dejó el tenedor sobre el plato de espaguetis al pesto y, muy seria, alzó el dedo para preguntar.

—¿Cuánta gente... cuántos marineros podría haber en el Phobos?

Alex cruzó una mirada con Jack, cediéndole a este la palabra.

—Por el tamaño que tiene ese barco —contestó, apesadumbrado—, diría que entre doscientos y trescientos tripulantes. Quizá más.

La alemana compuso un gesto de congoja al pensar en todos esos hombres que, a fin de cuentas, eran sus compatriotas.

—Dios mío.

—Por eso parece extraño no haber encontrado más cuerpos. Puede que César esté en lo cierto —añadió, esforzándose por parecer creíble—, y ganaran la costa a nado.

—Os equivocáis —afirmó la voz de Marco con frialdad—. Están todos muertos.

Seis cabezas se volvieron al unísono.

Marovic se balanceaba sobre las patas traseras de la silla mientras se hurgaba los dientes con la punta de su cuchillo, en un nuevo alarde de malos modales a la mesa y falta de buen juicio.

—¿Y en qué te basas para decir algo así? —preguntó Alex, cruzándose de brazos.

—Muy fácil —contestó el otro—. ¿Recuerda que hubiera alguna compuerta que estuviera abierta?

—Pues... no, diría que no. Pero ¿qué sugieres? ¿Que decidieron encerrarse en sus camarotes, en lugar de ponerse a salvo? Eso no tiene ningún sentido.

—Lo tendría —alegó, guardando el cuchillo y reclinándose sobre la mesa—, si les hubieran atacado mientras dormían y el barco hubiera volcado en segundos. No les habría dado tiempo ni de saber lo que estaba pasando.

—¿Y qué te hace pensar que...? —Antes de terminar la pregunta, supo cuál era la respuesta—. Claro —afirmó, echando la cabeza hacia atrás—. El reloj.

—¿Qué reloj? —inquirió Jack, mirando a uno y a otro.

—Uno que encontré en el puente tirado entre los escombros, y que se había detenido a las cuatro y cuarenta.

—Las cinco menos veinte de la madrugada —resumió el yugoslavo mirando al techo, sonriendo ante su propio chiste—. Una mala hora para que tu barco se dé la vuelta y se hunda.

Alex torció el gesto ante la enésima muestra de desprecio de Marovic por la vida ajena, pero no le quedó más remedio que admitir que seguramente tenía razón.

El silencio se extendió sobre la mesa, como un improvisado minuto en memoria de los muertos.

—Eso lo explicaría todo —barruntó al cabo César, imaginándose lo que habría supuesto estar ahí—. Un destino horrible.

—Un destino horrible, es cierto —apuntó entonces Jack, pensativo—. Pero un destino que a nosotros nos podría brindar una oportunidad.

El capitán lo miró, escéptico.

—¿Qué quieres decir?

—Estaba pensando en que, si a los que dormían no les dio tiempo de salir de sus camarotes —habló lentamente, dando entre medio una calada a su pipa—, significa que casi nadie abandonó el barco, lo que aumenta mucho las probabilidades de que el artefacto siga en alguna parte ahí dentro.

—Humm... tiene sentido.

—Claro que lo tiene, y aún diría más —añadió, reclinándose sobre la mesa frente a su plato vacío—. Si ese cacharro que buscamos se encuentra en un camarote que ha permanecido estanco...

—Mon Dieu! —exclamó Julie, comprendiéndolo al instante—. Podría estar a salvo en una cámara de aire. ¡Podría estar intacto!

Pasadas escasamente las cinco horas que habían calculado para volver a sumergirse sin riesgo, por tercera vez Alex descendía en la cesta de la grúa. Aunque en esta ocasión, lo hacía solo. La razón era que no iban a ser necesarios dos buceadores, puesto que solo iba a realizar una exploración visual a través de los ojos de buey del Phobos para determinar si la teoría de Jack era correcta: que la tripulación se había quedado encerrada en sus camarotes sin tiempo para abandonar el barco. Además, de ese modo se podría turnar en las inmersiones con Marovic, y así aprovechar mejor el tiempo.

Sujeto a la cesta con la mano derecha, con la izquierda iba dando tirones al cabo de comunicación para dar instrucciones a César, que manejaba los controles allá en cubierta.

En breve se situó frente al primer ojo de buey y dio las órdenes precisas, cuidando de que no se enredara el cable que la sujetaba. La cesta quedó apoyada en el mamparo, y Alex se acercó para fisgar en el interior de la nave.

A pesar de pegar la ventanilla de su escafandra al ventanuco, no logró ver nada. La oscuridad reinaba en el interior, y la poca luz que hubiera entrado desde el exterior él mismo la bloqueaba. Pero como ya contaba con esto, sacó la linterna de la bolsa, la puso en marcha y la acercó al cristal todo lo que pudo, con lo que un rayo de luz amarillenta se abrió paso entre las sombras.

En un primer momento y tras el barrido inicial con el pequeño foco, no entendió lo que estaba viendo. De nuevo necesitó unos segundos para recordar que arriba era abajo, y solo entonces comprendió que las extrañas estructuras de acero colgando del techo eran literas. Dirigió la luz hacia el suelo y, bajo una montaña de colchones, mobiliario y enseres irreconocibles, descubrió el torso de un hombre desnudo asomando entre los restos con los ojos desorbitados por el miedo y el cuello vuelto en un ángulo antinatural.

Estaba muerto, de eso no cabía ninguna duda, pero lo más importante era que Jack había tenido razón y no solo en lo que respecta al trágico destino de los tripulantes, sino en algo que, a la postre y en lo que a ellos se refería, podía ser crucial.

Gracias a la hermética estanqueidad de la compuerta y la pequeña ventana de vidrio reforzado, el agua no se había abierto paso en el camarote, conservándose así una insólita burbuja de aire en el interior del barco hundido.

Media hora después, la barquilla se posaba sobre cubierta, y en cuanto Jack hizo girar la escafandra y la retiró de la cabeza de Alex, preguntó sin preámbulos:

—¿Qué?

Alex se quitó el gorro de lana que llevaba bajo la escafandra y asintió.

—Tenías razón. Los camarotes están llenos de muertos.

—¿Y están...?

—Unos pocos se mantienen estancos... aunque la mayoría están inundados —contestó lánguidamente—. Algunas compuertas se encontraban abiertas y casi todas las ventanas han cedido a la presión y se han roto.

—Carallo.

—Bueno —dijo encogiéndose de hombros dentro del traje, mientras entre César y Jack le quitaban el pectoral de plomo—. Era lo previsible, y al fin y al cabo tampoco es tan grave.

—¿Cómo que no? —le espetó su segundo—. Si el agua ha entrado en los camarotes, lo habrá destrozado todo. Sabes tan bien como yo que cuanto más estropeada esté la máquina menos nos pagarán por ella.

Riley meneó la cabeza, apoyando la mano sobre el hombro de Jack.

—Te preocupas demasiado, viejo amigo.

—¿Que me preocupo demasiado? —alegó, ceñudo—. ¿Pero es que te ha entrado nitrógeno en esa cabeza hueca? ¿Cómo no me voy a preocupar? ¡Maldita sea!

El capitán compuso su cara de póquer, antes de contestar con calma:

—Pues porque no es necesario.

—¿Que no es necesario? ¿Pero qué narices...? —y dando un paso atrás, como para hacerse una idea mejor de la perspectiva, dejó pasar un momento antes de preguntar con suspicacia—: ¿No lo habrás...? —barbulló incrédulo—. ¿Es posible?

La ancha sonrisa que se abrió paso en el rostro de Alex fue un preludio de lo que iba a decir a continuación.

—Creo que la he encontrado —afirmó apoyando la mano enguantada en su hombro, y alzando la voz para que todos lo oyeran, repitió—. Creo que he encontrado la máquina.

La tripulación del Pingarrón se quedó paralizada de pura sorpresa, tratando de dar crédito a lo que acababan de oír. César permanecía con el cinturón de plomo en las manos y parecía haberse olvidado de su peso, Marco dejó de enrollar la manguera de aire y se quedó mirando a unos y otros, y Julie se asomó al balcón del puente con cara de haber visto un marciano.

Paradójicamente fue de nuevo Elsa, a quien a fin de cuentas ni le iba ni le venía todo aquello, la primera en reaccionar. Se separó de Helmut, que estaba apoyado con ella en la borda contraria observando las operaciones en la distancia, profirió un grito de entusiasmo y se lanzó en brazos de Alex sin que esta vez el primer oficial pareciera siquiera percatarse de ello. Posiblemente, debido a que para entonces él mismo había besado ya a su capitán y en ese momento, mezclando sus gritos de júbilo con los de Julie y César, bailaba fuera de sí en desatada alegría, cogido del brazo de Marovic como dos campesinas borrachas en la fiesta del pueblo.

Una bandada de gaviotas volaba en círculos sobre el Pingarrón, quizá al haberlos confundido con un barco pesquero, profiriendo sus graznidos tan similares a carcajadas burlonas. El suave sol de la tarde otoñal se derramaba sobre cubierta mientras Alex, aún con la ropa de abrigo que había llevado bajo el traje de buzo, se apoyaba en la regala de estribor detallando la reciente inmersión rodeado de una audiencia entregada.

—Al principio no me lo podía creer —explicaba—. Era de las últimas ventanas que me quedaban por comprobar, así que sin demasiadas esperanzas, acerqué la linterna al ojo de buey y me asomé. Entonces descubrí que era el tercer camarote que encontraba sin inundar, aunque esta vez había una diferencia. En los dos anteriores, se había tratado de camarotes de tripulantes con literas triples, taquillas, colchones, montañas de trastos... y cadáveres. Muchos cadáveres.

—¿Y esta vez no? —preguntó César.

Alex negó con la cabeza.

—Este camarote —dijo— era significativamente más grande que el resto. Disponía de dos ventanillas intactas, y en lugar de literas, amontonado sobre lo que había sido el techo pude ver una cama individual y un armario de madera, además de un escritorio, cuadros, montones de documentos esparcidos y varios detalles más que me hicieron pensar que aquel podía ser el alojamiento de un alto oficial.

—¿No sería el del capitán? —inquirió Julie.

—Eso pensé yo en un principio. Pero luego me fijé en el armario, que ha quedado casi intacto, y por una de sus puertas entreabiertas asomaba la manga de un uniforme. —Deslizó la mirada entre los presentes antes de seguir—. Una manga negra con galones plateados, y un brazalete con la bandera nazi.

—Un uniforme de oficial de las SS —musitó Helmut con un ligero temblor en la voz.

—¿Y por qué habría un oficial de las SS en un barco corsario? —planteó Jack con extrañeza.

El capitán del Pingarrón se encogió de hombros.

—No tengo la menor idea —confesó—. Pero lo importante es que eso me hizo escudriñar el camarote con mayor atención, y a pesar de lo difícil que es mirar a través de un ojo de buey con la escafandra y la escasa luz de la linterna... pude verla, pegada al techo en una esquina de la habitación.

—¿La máquina? —preguntó Julie, apenas conteniendo la emoción— ¿Viste la máquina?

—Una caja fuerte —contestó en cambio Alex.

—¿Qué?

—He dicho que vi una caja fuerte —repitió.

—Que estaba abierta... —aventuró Marovic— y dentro se veía nuestra máquina, ¿no?

Alex parpadeó un par de veces antes de contestar.

—Pues no —aclaró—. La caja fuerte estaba cerrada.

—Vale, está bien —intervino Jack con impaciencia—. Había una caja fuerte. Ahora continúa y por favor, ve al grano de una vez.

—Pues en realidad ya he terminado. Eso es todo. Luego me subisteis y aquí estoy.

—¿Cómo que eso es todo? —replicó el cocinero, como si un trilero le hubiera escondido la bolita—. ¿Dónde demonios viste la máquina?

Ahora fue el capitán quien lo miró extrañado.

—¿Verla? —preguntó—. Yo no he dicho que la haya visto. He dicho que creo saber dónde está.

—Joder, Alex. Déjate de adivinanzas. ¿El puñetero artefacto estaba o no en el camarote?

—Creo que sí. Es más... estoy convencido de que sí.

—¿Crees?

—¿No es evidente?

—Pues no, no lo es.

—Yo pienso que sí —dijo Elsa, haciendo que todos se volvieran para mirarla.

Jack Alcántara, con una actitud muy diferente a la que había tenido hacia ella hasta el día anterior, se cruzó de brazos antes de preguntarle:

—¿Ah sí? ¿No me digas?

—¡Es obvio! El aparato ese que estáis buscando está dentro de la caja fuerte.

—¿Y cómo has llegado a esa conclusión, si puede saberse? —preguntó condescendiente, como quien espera a que un adolescente le dé una charla sobre el sentido de la vida.

—Fácil —repuso Elsa, ajena al tono—. Te preguntabas hace un momento qué hacía un oficial de las SS en ese barco, ¿no? Pero si ese aparato que estáis buscando es tan valioso... ¿Quién sería el encargado de custodiarlo y dónde crees que lo guardaría?

—Humm... —murmuró Helmut, que parecía escuchar a las partes con objetividad académica—. Esa suposición es bastante lógica.

—Es verdad —opinó también César—. Tiene sentido.

—Puede —rezongó Jack, volviéndose hacia Alex—. Pero como bien dice Helmut, no deja de ser una simple suposición.

—Una buena suposición —puntualizó el capitán—. Y además es nuestra mejor baza, ya que de lo contrario nos veríamos obligados a registrar el barco palmo a palmo, y sabes perfectamente que eso es imposible. Puede que me equivoque —añadió—, pero creo que es un golpe de suerte que debemos aprovechar.

El primer oficial, tras pensarlo un momento, alzó los brazos en señal de rendición.

—Está bien —aceptó a regañadientes—. Tú eres el capitán. Pero imaginemos que estás en lo cierto. ¿Cómo piensas hacerlo?

—¿Hacerlo?

—¿Cómo vamos a entrar en el camarote y abrir la caja fuerte? Te recuerdo que está herméticamente cerrado, y si abrimos la puerta el agua a presión nos haría pedazos.

—Oh, eso. Pues supongo que podemos romper uno de los ventanucos, dejamos que se inunde el camarote, y luego abrimos la compuerta cuando se haya igualado la presión. Sacamos la caja fuerte, la subimos a bordo con la grúa y la abrimos con un soplete. Pan comido.

—Pero ha mencionado que la caja fuerte está fijada a la pared —recordó César—. ¿Cómo haríamos para llevárnosla? Habría que cortar parte del mamparo bajo el agua.

—Recuerda que tenemos cortadores submarinos —señaló, estirando los brazos en un amago de bostezo—. Será laborioso, pero podemos hacerlo.

—¿Y si la caja fuerte no es estanca y le entra agua? —añadió Marovic, antes de que Alex contestara a la francesa—. Sé algo de ese tema, y os aseguro que no todos los modelos son herméticos.

—¿Por qué no me sorprende... —murmuró Jack, volviéndose hacia el mercenario— que tú «sepas algo» de cajas fuertes?

El yugoslavo le enseñó los dientes al primer oficial, del mismo modo que una hiena sonreiría a un impala cojo.

Alex, que parecía no haber oído el comentario de su segundo, rascándose la incipiente barba reflexionaba sobre las objeciones a su plan.

—Tenéis razón, a lo mejor no va a ser tan fácil —se excusó al cabo, rascándose la nuca con una sonrisa tímida—. Supongo que no lo había pensado demasiado. Pero bueno, eso no significa que no podamos hacerlo, solo que vamos a tener que utilizar un poco más la cabeza. Hay algo que vale un millón de dólares ahí abajo —concluyó, señalando la cubierta bajo sus pies—, y estoy dispuesto a llevármelo cueste lo que cueste.