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TRAS ayudar a ambos a salir del depósito de combustible y luego a despojarse de la pesada escafandra, los plomos y el grueso traje de inmersión de lona cubierta de caucho, les permitieron a Elsa y Helmut Rubinstein ir a su camarote y ducharse, con la inexcusable obligación de presentarse en el camarote del capitán una hora más tarde.
Puntuales, llamaban a la puerta de madera situada al final del pasillo de camarotes y la voz de Alex los invitó a pasar.
El del capitán era casi el doble de grande que cualquier otro y, además del sencillo camastro arrimado al mamparo de popa, disponía de lavabo propio y un escritorio sobre el que se amontonaban cartas manuscritas y de las otras, de las de navegar, con compás, escuadra y cartabón, y sobre las que descansaba un reluciente sextante Weems & Plath. El mobiliario lo completaban varias estanterías que contenían libros técnicos, almanaques y novelas de Stevenson, Conrad o Melville, así como una pequeña colección de discos de vinilo apoyados junto a un maltratado tocadiscos Webster.
Un par de afiches enmarcados, uno con el código internacional de banderas de señales y otro con el de luces de posición, acompañaban a las pocas fotografías en sepia que parecían repartidas al azar por las paredes de la habitación. En una de ellas se podía descubrir al ahora capitán posando junto a un grupo de veinte norteamericanos de la Brigada Lincoln recién desembarcados en España. La mayoría jóvenes que nunca habían disparado un arma, pero sonrientes y felices ante la perspectiva de luchar por la libertad enfrentándose al fascismo. Ignorantes de que solo dos años más tarde diecisiete de ellos ya estarían muertos.
En otra foto, aparecía el Pingarrón bajo su antiguo nombre y bandera inglesa, embocando el estuario del Támesis y dejando tras de sí una estela de humo blanco. En una tercera, esta en un marco de pie sobre la mesa del escritorio, se podía ver a un niño de unos diez años flanqueado por una pareja —ella con falda de vuelo, blusa blanca y rizada melena suelta; él con gesto formal y uniforme de la marina mercante—, frente a la pasarela de un barco amarrado en el puerto de Boston.
Al entrar en el camarote fue Elsa la que —como solo las mujeres son capaces de hacer— se fijó en estos detalles que revelaban parte de la personalidad de su propietario. Por el contrario, Helmut Rubinstein centró de inmediato toda su atención en los dos hombres que, sentados en sendas sillas, los estudiaban con evidente desconfianza.
Galantemente, Jack se levantó de su asiento para cedérselo a la señora Rubinstein, un ofrecimiento que, en cambio, no hizo Alex a su esposo, quien no tuvo más remedio que quedarse de pie en mitad de la habitación, con la mirada esquiva y balanceando inquieto su peso de un pie al otro.
El aspecto de ambos no podía ser más disparatado, pues al haber lanzado César todas sus pertenencias al mar dentro de una red amarrada a un peso muerto, la única vestimenta que tenían ahora era la que habían llevado puesta una hora atrás con lo que, después de ducharse, se habían visto obligados a vestirse con ropa prestada. Así, el respetable hombre de negocios llevaba ahora un mono azul lleno de grasa que le había dejado César y ella un vestido viejo de Julie, que al ser más baja y voluptuosa que la espigada austríaca, la hacía parecer una refugiada de guerra. Lo cual, en justicia, es precisamente lo que era.
—Capitán Riley —empezó a decir Helmut, incómodo, viendo que nadie tomaba la palabra—. Lamento lo que ha sucedido y le agradezco en mi nombre y en el de mi...
—Cállese —lo interrumpió Alex, sin moverse de la silla pero visiblemente crispado—. No son lamentaciones ni agradecimientos lo que quiero oír de su boca.
El hombre de negocios desvió la mirada hacia Jack, que se había sentado al borde de la cama, y de nuevo miró a Alex, confuso.
—Disculpe, pero no sé a qué se refiere, capitán.
—Deje de hacer comedia —instó el aludido, impaciente—. Quizá no sea el marino más listo que surca los mares, pero sé cuándo me están tomando el pelo. Y ustedes dos —dijo señalándoles— no son tan buenos actores.
—¡Pero capitán! ¡Le aseguro que...!
Alex se puso en pie y le acercó la cara a menos de un palmo.
—Deje de mentir si no quiere tener serios problemas —amenazó en un tono que no dejaba lugar a dudas—. Si la próxima palabra que pronuncia no es la verdad más absoluta volveré a meterlos de nuevo a los dos en el depósito de combustible, pero esta vez sin escafandra. ¿Comprendido?
El hombre volvió a mirar a Jack, como esperando una ayuda desde ese lado, pero el segundo de a bordo, ahora retrepado en el camastro, solo tenía ojos para los muslos de Elsa, que asomaban por debajo de un vestido demasiado corto para ella.
—Yo, no... —balbuceó el austríaco.
—Mire, se lo pondré fácil —dijo Alex, sentándose de nuevo—. Ya me pareció extraño que alguien con dinero como usted prefiriera ir en barco a tomar un avión o ir por tierra hasta Portugal, pero supuse que tenía demasiado miedo a ser detenido en un paso fronterizo o por la policía española, así que lo pasé por alto. Lo que ya no tiene una explicación tan fácil —añadió, endureciendo el tono— es que un oficial de la Gestapo les esté siguiendo desde Marsella y que, tras asesinar a nuestro amigo François, les haya seguido hasta aquí en un jodido submarino y amenace con matarnos a todos. La verdad —dijo mirando a su amigo—, Jack y yo llevamos una hora dándole vueltas al asunto y solo se nos ha ocurrido una explicación, y es que ustedes dos son mucho más que unos simples refugiados judíos que huyen de la persecución nazi. De modo que se lo preguntaré una vez más, y solo una. ¿Quiénes demonios son ustedes y por qué son tan importantes para la Gestapo?
Helmut Rubinstein respiró profundamente, miró a su esposa y dijo:
—Nosotros...
—Un momento —lo interrumpió Alex, alzando el dedo—. Antes de seguir, le advierto de nuevo que si vuelvo a descubrir una sola mentira, aunque sea sobre su talla de sombrero, ambos se bajarán del barco antes de llegar a Tánger... y le aseguro que no planeo tocar tierra antes de entonces.
Para sorpresa de todos, incluido el hombrecillo del mono grasiento, fue Elsa quien, adelantándose en la silla, tomó la palabra.
—Le diré lo que quiere saber —dijo con gravedad, juntando las manos—. Pero antes tiene que prometerme que nos desembarcará a ambos en Lisboa, sanos y salvos.
—Puedo prometerle que cumpliré mi parte del trato... a menos que ustedes me den motivos para no hacerlo.
—Está bien —admitió, tras dedicar un breve vistazo al señor Rubinstein.
Curiosamente, los papeles parecían haberse mudado junto con sus ropas y, mientras al hombre de negocios parecía habérsele comido la lengua el gato, su joven esposa había tomado el mando de la conversación con un aplomo impropio de su edad.
—No hemos sido totalmente sinceros con ustedes —dijo sin bajar la mirada—, pero teníamos poderosas razones para actuar de ese modo.
—Más vale que así sea.
—Lo primero que quiero aclararle —prosiguió con voz calmada— es que nosotros no somos ni judíos ni austríacos, sino alemanes. Nuestros nombres sí que son Helmut y Elsa... aunque, por supuesto, ninguno de nuestros apellidos es Rubinstein. Él es el doctor Helmut Kirchner y mi nombre es Weller, Elsa Weller.
—Un momento —intervino Jack, alzando la cabeza con súbito interés—. ¿Eso quiere decir que ustedes dos no están...? —dijo juntando los índices de ambas manos.
Una mueca contrita asomó en el rostro de Elsa, que mostró una fina hilera de dientes.
—En efecto —dijo mirando de reojo a su reciente ex marido—. El doctor Kirchner y yo ni estamos casados ni nada por el estilo. En realidad Helmut es un buen amigo de mi padre, sin el que jamás podría haber escapado de los nazis.
—¡Lo sabía! —exclamó el cocinero, dando una sonora palmada.
—Cállate, Jack —le reprendió Alex—. Vamos a ver si lo he entendido hasta ahora... —prosiguió, mirando a la muchacha y al hombre mayor alternativamente—. Ustedes dos son ciudadanos alemanes, no son judíos, están huyendo de su país y los persigue nada menos que la Gestapo. ¿Voy bien de momento?
Elsa Weller y Helmut Kirchner asintieron al unísono.
—Muy bien... Ahora deben convencerme de que todo eso tiene algún sentido —añadió retrepándose en la silla.
—El doctor Kirchner, aquí presente —explicó Elsa con reverencia— es un eminente científico en el campo de la física experimental, uno de los más avanzados en el estudio de fisión del átomo y su posible aplicación práctica. ¿Sabe a qué me refiero?
—Ni remotamente.
—Imagínese... —terció el doctor, carraspeando— que del interior de una roca del tamaño de una pelota de fútbol se pudiera extraer energía suficiente como para hacer que un barco navegara durante un siglo sin necesidad de repostar, o abastecer a una gran ciudad durante años.
—Me toma el pelo. ¿De una simple roca?
—De una simple roca, no. De una compuesta por un material radiactivo llamado uranio 235, que tiene la capacidad de liberar 18,7 millones de kilovatios hora en forma de calor, por cada kilogramo.
—Eso es imposible.
—Se equivoca, capitán —le corrigió—. No solo es posible, sino que los estudios ya han pasado de la teoría a la práctica y en Alemania se está refinando este uranio 235 a partir del uranio 238, donde se encuentra en una proporción menor al uno por ciento. Bajo unas condiciones muy determinadas, se bombardea este uranio refinado con neutrones provocando una reacción en cadena y liberando toda la energía nuclear contenida en este elemento. Una energía colosal y prácticamente inagotable, millones de veces más poderosa que cualquier otra fuente de energía conocida.
El capitán del Pingarrón dirigió a su segundo una mirada interrogativa y este contestó encogiéndose de hombros.
—Le estamos contando la verdad —insistió la muchacha al ver la duda en sus caras—. Si se niegan a creernos, no tiene sentido que sigamos hablando.
—Digamos que hago un esfuerzo y les creo... —dijo Alex, pasándose la mano por la nuca—. Aun así, esa historia del uranio no me explica nada.
—Es muy sencillo. El doctor Kirchner es uno de los dos únicos científicos en Alemania con los conocimientos necesarios para convertir el potencial del uranio en energía nuclear utilizable —aclaró—; y ninguno de los dos, una vez confirmado el inmenso potencial de dicho descubrimiento, bajo ningún concepto quiere trabajar para los nazis. Por eso huyó de Alemania —agregó señalando a Helmut—, y por eso le persigue la Gestapo.
Una larga y reflexiva pausa siguió a la aclaración de Elsa.
—Hay algo que no acabo de comprender —dijo Jack al cabo, alzando la mano como un colegial—. No quiero ejercer de abogado del diablo pero, siendo el señor Helmut alemán... no entiendo por qué se niega a desarrollar esa energía milagrosa, aunque ello signifique de algún modo trabajar para los nazis.
—Eso también tiene una explicación —contestó el científico, tomando de nuevo la palabra—. Lo que he explicado antes es totalmente cierto... aunque, como todo gran descubrimiento, tiene también un reverso tenebroso. —Tragó saliva antes de continuar—. Esta nueva fuente de energía no solo es capaz de abastecer a una ciudad durante años, sino también capaz de destruirla en segundos.
—¿Cómo dice? —repuso Jack, incrédulo ante las palabras de aquel hombre de aspecto inofensivo, enfundado en un mono de mecánico.
—Con solo unos pocos kilos de uranio 235 —precisó, entrecruzando los dedos con vergüenza— se podría construir una bomba que arrasaría Londres, Moscú o Washington.
—No lo puede decir en serio.
—Por desgracia, así es. El Proyecto Uranium, en el que trabajaba, en principio parecía enfocar sus esfuerzos en construir el primer generador de energía para uso civil, pero hace unos meses se entregó su dirección al doctor Werner Karl Heisenbreg y a las SS y, desde entonces, toda la investigación pasó a tener como objetivo la fabricación de una bomba de fisión. Por eso tuve que huir de Alemania —murmuró cabizbajo—,era algo de lo que de ningún modo podía ser cómplice... y por eso nos persigue la Gestapo —añadió—. Quieren obligarme a volver para que prosiga la investigación, convencidos de que con un arma como esa, a la que ellos llaman su Wunderwaffe, el mundo caería rendido a los pies de la Alemania nazi.
Alex rumió las palabras de la extraña pareja, tratando de encontrar cabos sueltos o un indicio de que aquella fantástica explicación pudiera ser otra elaborada mentira.
—De acuerdo... —dijo arrastrando las palabras—. Usted es un físico eminente que los nazis quieren recuperar, pero... —y añadió mirando a Elsa, con un puntito de sorna—: ¿Qué me dice de usted? ¿Cuál es su papel en todo esto? ¿Me va a decir que también es científica?
La alemana alzó la barbilla con altivez en respuesta a la velada burla.
—Pues en realidad soy veterinaria —replicó, orgullosa—, la primera de mi promoción. Aunque no es por mi currículum académico por lo que también me buscan los nazis. Me quieren para hacer chantaje.
—¿Chantaje? —preguntó Alex—. ¿A quién?
—¿Recuerda que le he dicho que había solo dos físicos en Alemania con los conocimientos necesarios para construir esa horrible bomba, pero que ninguno de los dos estaba dispuesto a trabajar para los nazis?
—Lo recuerdo —asintió—. Uno de ellos es nuestro amigo aquí presente, el doctor Kirchner.
—Pues el otro —afirmó, sombría— es mi padre.