22
DIECIOCHO horas después de aquella conversación entre Alex y Elsa, el Pingarrón fondeaba de nuevo junto a la boya que marcaba el punto donde se encontraban hundidos los restos del Phobos. En un mar en calma y bajo un cielo azul cobalto, libre de las nubes que el levante se había llevado con la misma rapidez con que las había traído el día anterior.
El sol aún no había alcanzado el cénit cuando la grúa de carga sacó del agua la barquilla de hierro, con Riley sujeto a ella, y la depositó con un sordo entrechocar de metal sobre la cubierta. Con la rapidez y economía de movimientos que solo da la práctica, desembarazaron al capitán de la escafandra y las pesas, ayudándole seguidamente a quitarse el traje impermeable, los guantes y los zapatos de plomo.
La tripulación al completo esperaba expectante las palabras de su capitán, tras la inmersión en la que debía haber terminado el boquete definitivamente. Pero su expresión contrariada delataba que la cosa no había salido según lo planeado, y nadie se decidía a preguntar.
—Bueno, ¿qué? —inquirió Jack con los brazos en jarras, al ver que Alex no abría la boca—. ¿Ya está?
Este resopló, descorazonado.
—No he podido —dijo dirigiéndose a Jack, pero lo bastante alto como para que los demás le oyeran—. La sierra ha empezado a fallar cuando me quedaban solo treinta o cuarenta centímetros para acabar el agujero.
—¿Otra vez se ha desgastado la cuchilla? —dijo César, más como una certeza que como una pregunta.
—Esta vez no. La hoja dentada parece estar en buen estado —se acercó a la cesta y sacó la sierra circular que había subido con él—, creo que es algo del mecanismo del aire comprimido. Me gustaría que le echases un vistazo y veas si puedes repararla.
—Haré lo que pueda —contestó el mecánico, y se llevó la herramienta a la sala de máquinas.
Entonces Riley se dirigió a Marovic, que ayudaba a Jack a recuperar y enrollar en cubierta el umbilical que aún colgaba por la borda.
—En la próxima inmersión bajaremos tú y yo —le informó—. Si la sierra vuelve a estropearse quiero que estés ahí abajo conmigo para ayudar, por si no nos queda más remedio que entrar por la fuerza.
—¿Con dinamita? —preguntó, entusiasmado.
El capitán bufó y miró al cielo, ordenándole que estuviera listo para la inmersión dos horas más tarde.
Cuando Alex se hubo ido, mientras tiraba de la manguera Jack miró de soslayo a Marovic.
—Tus padres nunca te compraron petardos cuando eras pequeño, ¿no?
A la hora prevista, toda la tripulación estaba en cubierta ultimando la que esperaban fuera la última inmersión en aquel pecio. Riley y Marovic ya estaban embutidos en sus trajes de buzo, César y Jack les ayudaban a vestirse y se cercioraban de que los equipos estuvieran listos, y Julie conectaba el compresor y se aseguraba del buen funcionamiento de las mangueras de aire mientras Helmut iba de un lado a otro, ayudando a cualquiera que lo necesitara. Todo ello envuelto en un extraño silencio que solo era explicable por el nerviosismo del momento, pues en menos de una hora sabrían si iban a convertirse o no en ricos marineros retirados.
De Elsa no había ni rastro, y Alex, que no la había visto en todo el día, se alegró de no tenerla paseando por cubierta con cara de pocos amigos. La noche anterior se había despedido con algo que le sonó a un insulto en alemán en sus labios —aunque para ser justos, para cualquiera ajeno a la lengua de Goethe hasta un «buenas tardes» sonaba a ofensa lapidaria.
—¿Listo? —preguntó Jack, sosteniendo la escafandra que estaba a punto de colocarle sobre la cabeza.
—Acabemos con esto de una vez —contestó decidido, apretando las mandíbulas.
Entendiéndolo como un sí, Jack le fijó la bulbosa escafandra sobre sus hombros y se quedó mirándolo por la ventanilla frontal, esperando a ver si le llegaba el oxígeno correctamente o, por el contrario, comenzaba a ponerse azul.
Alex aspiró varias veces para comprobar el flujo de aire y dio su visto bueno haciendo una señal afirmativa con la mano. Entonces el primer oficial dio un par de palmadas en la superficie de bronce para dar su conformidad y le ayudó a llegar hasta la barquilla, al tiempo que César hacía lo propio con Marco.
En el suelo de la cesta ya estaba esperándoles la sierra que César había reparado, así como dos palancas de hierro y varias bolsas impermeabilizadas que esperaban se mantuvieran estancas.
En cuanto ambos buzos se encontraron bien sujetos a la barquilla, la grúa los elevó primero sobre cubierta, luego los desplazó lateralmente hasta quedar sobre la superficie del agua y, por último, el cable de acero comenzó a desenrollarse ruidosamente en el torno, hundiéndolos en el mar.
Asomado a la borda, observando cómo, a medida que descendían, el reflejo del sol en las relucientes escafandras de los submarinistas se difuminaba en las oscuras aguas del estrecho, Jack respiró profundamente y se mordió el labio con nerviosismo, rogando en silencio que esta vez todo saliera bien y cambiara de una vez su suerte.
En menos de tres minutos ambos buzos tocaron fondo y, sin necesidad de comunicarse entre sí, tomaron sus herramientas y se internaron por la compuerta abierta en las entrañas del Phobos. Sin perder la sana costumbre de asomarse a las esquinas antes de doblarlas, Alex caminó en cabeza por los pasillos a pequeños saltos hasta llegar al compartimento donde llevaban dos días trabajando.
Sobre sus cabezas se habían ido formando unas delgadas burbujas como charcos de mercurio, que no era si no el mismo aire que escapaba de sus trajes cuando exhalaban e iba a parar al techo. Aquello podría haber resultado un inconveniente a la larga —ya que la sierra estaba diseñada para cortar bajo el agua, y se habría recalentado de no ser así—, de modo que una de las primeras cosas que tuvieron que hacer en aquel camarote fue practicar un pequeño agujero para evacuar el aire expulsado.
Sin perder tiempo, Alex se encaramó a la mesa con la sierra radial en la mano, la puso en marcha y la empujó contra el acero, que milímetro a milímetro era seccionado bajo el efecto de la cuchilla. Le dolían los hombros y el cuello por lo incómodo de la postura, pero tras la escafandra sonreía feliz al comprobar que César había hecho bien su trabajo y la herramienta funcionaba perfectamente. En diez o quince minutos —calculó— habría terminado con el corte y podrían acceder a la planta superior.
El ruido de la sierra mordiendo el mamparo resultaba insoportable bajo el agua, pues aunque pareciera que esta debía amortiguarlo, el efecto era justo el contrario, y reverberaba dentro de la escafandra con un agudo chirrido que era para volverse loco. Pero gracias a ello, sin embargo, a Alex le fue fácil darse cuenta de que algo no iba bien en la sierra en el momento en que el registro pasó de ruido infernal a solo desagradable.
Cuando finalmente la cuchilla se detuvo entre estertores, sacó la sierra de la fisura y la sacudió un par de veces, como si así fuera a arreglarse.
—La madre que... —maldijo a la máquina
Se volvió hacia Marovic para mostrarle lo que había pasado, y vio que este ya se había hecho con una de las palancas y le alargaba la otra.
Alex levantó la mirada y pudo comprobar que apenas faltaban diez centímetros para terminar el trabajo. Si usaban las palancas, entre ambos podrían doblar el mamparo y abrir el hueco de entrada de una vez por todas.
Sin perder tiempo, tiró a un lado la inútil sierra y le ofreció la mano a Marco para que subiera con él a la mesa, introdujeron las palancas por la fisura y, haciendo la señal con los dedos de «a la de tres», tiraron al tiempo con todas sus fuerzas.
Con un crujido que sonó como un lamento, la plancha de acero se dobló lo suficiente como para poder agarrar el borde con las manos. Se colgaron de ella y cargaron con todo su peso hasta que, como si de una lata de conservas se tratara, la plancha circular se separó del techo, curvándose por la pequeña sección sin cortar y que hizo las veces de bisagra.
Tras varios minutos de esfuerzo y sudores, Riley y Marovic terminaron de doblar la «tapa» del mamparo hasta separarla. Hecho esto, ambos dieron un paso atrás y comprobaron cómo sobre ellos se abría un hueco diáfano por el que podrían acceder al camarote.
Fue en ese mismo instante cuando el capitán del Pingarrón se apercibió de un par de detalles importantes. Uno, bueno y esperado. El otro, ninguna de ambas cosas.
Por un lado, fue un gran alivio comprobar que las leyes físicas no los habían traicionado y, tal como Helmut había previsto, el aire comprimido a cuatro atmósferas dentro del camarote mantenía el agua mágicamente a raya, sin que esta pudiera ir más allá de la abertura que habían practicado y por el que planeaban entrar. Lo que llevaba al detalle importante número dos, de carácter puramente práctico. No sabía cómo demonios iban a poder hacerlo.
El orificio en sí no era problema, pues resultaba lo bastante ancho como para pasar al otro lado. Pero la inestimable ventaja de mantener el camarote lleno de aire, repentinamente se convertía en un inconveniente. En cuanto abandonaran el agua, aunque fuera parcialmente, sus pesados trajes de buzo con ochenta kilos extra en guirnaldas de plomo les pesarían como tales, poniéndoles muy difícil encaramarse a pulso como pensaban hacerlo. Si no hubiera llevado puesta la escafandra, Alex se habría dado una palmada en la frente lamentando no haber llevado una simple escalera.
Marco, que también parecía haberse dado cuenta del problema, levantó el pulgar sugiriendo regresar al barco y volver más tarde con el equipo necesario. Pero Alex consultó el reloj de buceo y comprobó que aún les restaban más de quince minutos de margen para ascender sin necesidad de descompresión, así que negó con el dedo y, por señas le dijo a Marovic que había que intentarlo.
En un primer momento, Alex pensó en que uno de ellos se subiera a la mesa e hiciera de escalera humana, pero rápidamente lo descartó al pensar en el descomunal peso que tendría que sujetar y el grave peligro de rasgar los trajes. Así que, eliminada esa posibilidad, empezó a mirar a su alrededor buscando algo que les pudiera resultar útil para encaramarse, sin descubrir nada lo suficientemente grande y resistente que les pudiera servir de ayuda. Pero justo cuando estaba a punto de darse por vencido, Marovic apareció por la puerta del camarote —no lo había visto salir—, arrastrando tras de sí la estructura de hierro de una cama.
Riley sonrió bajo la escafandra. Aquella iba a ser su escalera.
En cuanto lograron encajar el esqueleto del camastro entre una mesa y el techo, Alex se encaramó por ella sin perder un momento y, como un conejo del espacio saliendo de su madriguera marciana, asomó la escafandra por la abertura. Luego, tras barrer la estancia con la luz de la linterna y apoyándose con las manos en el borde mientras hacía fuerza con las piernas, logró salir del agua. Segundos más tarde, era Marovic el que lo imitaba tras pasarle las bolsas estancas y, ayudado por Alex, pronto se encontró junto a él alumbrando con la linterna, de pie en mitad del destrozado camarote.
Una vez fuera del agua, el enorme peso del equipo —casi cien kilos sumando traje y lastre—, convertía cada movimiento en un esfuerzo titánico, y una lucha por no caer de bruces a cada paso. Desgraciadamente no tenían opción, pues quitarse el traje y volver a ponérselo era inviable sin una o dos personas que les ayudaran. Pero lo que sí podía hacer —pensó Riley— era quitarse la pesada escafandra que tanto le limitaba la visión y amenazaba con hacerle caer de cabeza cada vez que se inclinaba.
Le hizo un gesto al yugoslavo para que le ayudara a desembarazarse de aquella burbuja de cobre con ventanillas, y aunque con alguna que otra dificultad, con un golpe seco la desenganchó del traje, pudo quitársela por encima de la cabeza y la dejó en el suelo.
Una nauseabunda vaharada de carne en descomposición golpeó su olfato como un puñetazo, trasladándolo en un instante a los antiguos campos de batalla de la guerra de España. Campos sembrados de cadáveres que nadie se aventuraba a recoger y se pudrían en tierra de nadie, cadáveres cuyo hedor a muerte sufrían igualmente las trincheras republicanas y las nacionales, según soplara el viento.
—Dios mío... —masculló asqueado, reprimiendo una arcada y tapándose la nariz.
Esforzándose por ignorar el fortísimo olor, ayudó también a Marovic a quitarse su escafandra. Así que, cuando el mercenario tomó desprevenido su primera bocanada de aire, se puso blanco como el papel y con ojos desorbitados se apoyó en la pared más cercana y devolvió el desayuno.
—Estupendo —rezongó Alex—. Ahora sí que va a oler bien este sitio.
Libre de escafandra y mientras Marco se recuperaba, miró en derredor buscando el origen de la podredumbre, hasta que sin necesidad de moverse del sitio pudo ver un pie desnudo que asomaba por debajo del colchón. Posiblemente —especuló para sí—, el pobre desgraciado se había golpeado la cabeza cuando el barco volcó mientras dormía.
—Marco —se dirigió al yugoslavo, con tono apremiante y señalando la caja fuerte pegada al techo—. Trata de abrir la caja mientras registro el camarote.
—Haré lo que pueda —contestó este, estudiándola con ojo profesional.
—Haz más que eso, porque si no nos veremos obligados a llevárnosla, y no tengo ni idea de cómo podríamos hacerlo.
Marovic le dedicó una mirada de orgullo herido al capitán, y repitió molesto:
—He dicho que haré lo que pueda.
Ahorrándose la réplica, Alex dejó que Marco se ocupara del asunto de la caja y se dispuso a registrar el resto del camarote.
Todo el suelo estaba abarrotado de restos de muebles rotos, ropa, objetos decorativos y, sobre todo, papeles; muchos papeles. Centenares de hojas sueltas así como varios libros y cuadernos, todos con el símbolo en el encabezado del águila sujetando entre sus garras la esvástica nazi.
Por supuesto, el capitán del Pingarrón no hablaba una sola palabra de alemán, de modo que no tenía manera de saber si aquellos eran valiosos documentos de alto secreto o las listas de la compra del cocinero del barco.
—Mierda —exclamó a su espalda el yugoslavo.
—¿Qué pasa? —quiso saber Alex, dándose la vuelta.
—Esta caja necesita una llave —explicó, encaramado a un taburete—. ¿No ha visto ninguna por el suelo?
—¿Una llave? —contestó, abarcando el caos del destrozado camarote—. ¿Estás de broma?
—La necesito para abrir la caja.
—¿Y ese es tu gran talento para abrir cajas fuertes? —gruñó Alex—. ¿Usar la llave?
—Capitán, puede ponerse sarcástico o ayudarme a buscarla —dijo, bajándose con cuidado del taburete—. Usted decide.
Riley miró a su alrededor, al maremágnum de aquella habitación por la que parecía haber pasado un tornado.
—¿Pero cómo diantres —empezó a despotricar— vamos a encontrar esa...?
Y se detuvo antes de terminar la pregunta, cuando la luz de su linterna fue a parar al pie hinchado y sin vida que asomaba bajo el colchón.
Dos minutos más tarde, manteniéndose en precario equilibrio sobre un resistente taburete, Marovic introducía la llave en la caja y hacía girar la rueda de apertura, que con un sordo chasquido liberó los pestillos interiores.
No había sido demasiado agradable despojar al putrefacto cadáver de la cadena que llevaba al cuello, pero eso era ya lo de menos. Afortunadamente, se había confirmado la sospecha de que si algo tan valioso se guardaba en aquella caja el oficial guardaría la llave lo más cerca que le fuera posible.
—Ya está —dijo Marco, y haciendo a la pesada puerta gemir sobre sus goznes, la dejó abierta de par en par—. Pero necesito que me alumbre aquí —añadió, señalando su interior.
—¿Qué ves? —inquirió Alex impaciente, mientras levantaba la linterna por encima de la cabeza—. ¿Está ahí?
En lugar de responder, el yugoslavo introdujo el brazo en la caja hasta el codo, rebuscó en su interior, y cuando lo sacó llevaba en la mano un librito azul con el omnipresente marchamo nazi y un pequeño fajo de marcos alemanes.
—Tenía razón, capitán —dijo Marovic con una mueca—. Después de este trabajo ya podremos retirarnos.
—¡Joder! —protestó Riley, dando una patada al suelo con su bota de plomo al comprender que se había equivocado.
—¿Y ahora, qué? —preguntó el mercenario, aún encaramado al taburete.
Alex tardó unos momentos en contestar, mientras se esforzaba por calmar su ira y no perder los nervios.
—Aún nos quedan dos días antes de la fecha de entrega —murmuró entre dientes, pasándose la mano enguantada por la cara—. Así que lo único que podemos hacer es recoger todos los documentos que podamos, por si acaso valen algo, y regresar al Pingarrón. Una vez a bordo, con calma, pensaremos lo que podemos hacer y quizá se nos ocurra algo.
—Sí, claro... —repitió el yugoslavo sin disimular su escepticismo—. Quizá se nos ocurra algo.
—Exacto —contestó Riley, ignorando el tono—. Ahora ayúdame con los papeles y salgamos de aquí lo antes posible.
El yugoslavo descendió de su precaria atalaya, guardó los billetes y el cuaderno en una de las bolsas, y se aplicó en recoger todo aquello que le parecía mínimamente valioso, entre lo que se encontraba el uniforme del oficial nazi, gorra y botas incluidas.
Alex, por su parte, siguió también con su tarea de saqueador, pero con la cabeza ya puesta en otra parte. Aunque sabía que estaba jugando a una lotería en la que tenía muy pocos números, y a pesar de su sentido de la fatalidad tan propio de marinos y soldados, involuntariamente se había ido ilusionando día a día con la posibilidad de dar con aquel artefacto que los haría ricos a todos. Cada indicio que habían encontrado apuntaba a ese camarote como el lugar donde podrían hallar su particular tesoro, pero de nuevo la providencia se mostraba como una vieja tozuda y amargada, con un burdo sentido del humor.
Decepcionado, malhumorado y derrotado, agarraba las hojas y carpetas sueltas a manojos, sin preocuparse de su valor ni posible importancia. Solo deseaba salir de allí cuanto antes, regresar al barco y emborracharse en su camarote lenta y metódicamente hasta perder el conocimiento.
Pero entonces, tras guardar con rabia un último puñado de papeles en la bolsa estanca, bajó la vista y a sus pies vio una especie de caja de madera oscura tirada en el suelo, oculta entre un montón de escombros. La caja tenía la tapa parcialmente levantada y dejaba a la vista lo que parecía una extraña máquina de escribir con dos teclados independientes y cuatro pequeñas ruedas dentadas.
Alex Riley se quedó de piedra, sin dar crédito a lo que le mostraban sus ojos. Incrédulo de que la esquiva fortuna por fin se hubiera dignado a sonreírle.