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FIEL a su palabra de abandonar al espía y su esbirro en una zanja junto a la cuneta —ambos aún vivos, y sufriendo una agonía que ninguno les quiso ahorrar—, y tras colocar al infortunado Mohamed de vuelta en la cabina de su camión para que la familia pudiera recuperar el cadáver, devolvieron el Citroën a la carretera y sin más ceremonia pusieron rumbo sur.
Riley iba al volante del vehículo y Carmen ocupaba el puesto del copiloto, vuelta hacia atrás y apuntando con su misma pistola a Marovic, que estirado en el asiento trasero y con un jirón del jarque envolviéndole la pierna herida, escuchaba atentamente el relato de Alex de las últimas veinticuatro horas. Poco antes de llegar a destino, el yugoslavo pareció convencido de que no había ninguna conspiración en su contra, y que los posibles beneficios por la venta de la máquina Enigma serían repartidos equitativamente entre toda la tripulación del Pingarrón, incluido él mismo.
El sol ya frisaba el horizonte cuando llegaron a las afueras de la pequeña y encantadora ciudad de Larache. La antigua Lixus fenicia, situada en una magnífica ensenada y puerto natural, era donde según la leyenda se encontraba el mítico Jardín de las Hespérides y se decía que un terrible dragón custodiaba un manzano que daba frutos de oro puro. Una ciudad que en su dilatada historia había sido árabe, portuguesa, española e incluso refugio de piratas, pero que desde la instauración del protectorado español en 1911 se había convertido en un pujante centro comercial de la costa atlántica, a medio camino entre Casablanca y Tánger, frente a la desembocadura del modesto río Locus.
La Plaza de España, donde habían decidido abandonar el coche, era el centro neurálgico de Larache y el punto que separaba la ciudad nueva, erigida durante el protectorado al rectilíneo gusto europeo, de la medina árabe de casas encaladas y callejones sinuosos. Bajo el sol de la tarde tamizado por el harmatán, que llegaba del desierto cargado de arena pintando la ciudad de amarillos y ocres, se encaminaron hacia la puerta de Bab Barra, que franqueaba la entrada a la ciudad amurallada y daba paso a la pacífica plaza porticada del Zoco Chico.
No eran pocos los nativos que, a pesar de estar habituados a la presencia de occidentales en la ciudad, volvían la mirada al paso de Carmen, Marovic y Riley, pues lo que ya no resultaba tan normal era ver a un cristiano llevando de la mano a una mujer marroquí, seguidos de cerca por un gigante malcarado, que cojeaba y blasfemaba al mismo tiempo tratando de seguirles el ritmo.
—¿Por qué demonios vamos tan rápido? —protestaba apretando los dientes—. ¿Es que nos persigue alguien más?
—Llegamos tarde —contestó Riley, echando un vistazo al reloj de pulsera.
—¿Tarde? —preguntó Carmen, a la que también le costaba ir deprisa con sus babuchas—. ¿Para qué?
—Ya lo veréis.
—¿Otra vez con las adivinanzas? —rezongó ella, amagando con detenerse.
—No hay tiempo para explicaciones —la apremió—. En cuanto lo veas lo comprenderás.
—¡No! —exclamó, deteniéndose en mitad de la plaza y haciendo que muchas cabezas se giraran hacia ellos—. Ya estoy cansada de que me arrastres de aquí para allá como una maleta. Cansada de que me persigan. Cansada de que me disparen... Maldita sea, Alex. Que haya decidido confiar en ti no significa que vaya a seguirte a todas partes sin rechistar.
Los aburridos parroquianos que se encontraban en la plaza, asombrados de escuchar hablar en ese tono a una mujer mora, que se dirigía con reclamos y aspavientos a un hombre —aunque este fuera extranjero—, comenzaron a aproximarse al insólito trío con curiosidad y algún que otro cuchicheo de desaprobación.
—Escúchame —repuso Riley en tono conciliador, acercándose a ella—. Comprendo que estés cansada de...
—¡Ah, cállate! —lo interrumpió alzando los brazos—. No tienes ni idea de cómo me siento, y no vuelvas a tratarme como a una mujer estúpida que necesita de un hombre para valerse. —A medida que hablaba, iba alzando la voz, ignorando la presencia de un público cada vez más numeroso—. Dos días atrás a estas horas, estaba dándome un baño caliente con pétalos de rosas... y hoy me encuentro corriendo detrás de ti por esta jodida ciudad, vestida de campesina, sucia, cansada y hambrienta. —Se cruzó de brazos y concluyó—: Así que, hasta aquí hemos llegado. No pienso dar un paso más hasta que me expliques exactamente qué hacemos en Larache y adónde vamos con tanta prisa.
Alex miró a su alrededor y contó no menos de treinta personas haciéndoles corrillo, muy interesadas en la discusión que mantenía con Carmen que, indiferente a los espectadores, se mantenía en sus trece con el ceño fruncido y actitud desafiante plantada en mitad de la plaza, mientras Marovic los miraba a ambos alternativamente con gesto de no entender nada.
—¿Te parece que este es un buen lugar para hablar de ello? —le preguntó el capitán en voz baja.
Carmen miró en derredor, imperturbable, y alzó una ceja displicente por respuesta.
Riley resopló, impaciente.
—Eres como una niña caprichosa y malcriada.
—Y tú un arrogante descerebrado.
—¿Arrogante? —replicó, más desconcertado que ofendido—. ¿Pero a qué viene eso?
Carmen se echó hacia atrás la tela que le cubría el cabello, escandalizando aún más a la creciente concurrencia, que empezaba a creer que aquello se trataba de una improvisada obra teatral callejera.
—Viene a que me llevas de un lado a otro como si fuera de tu propiedad, sin consultarme ni una sola vez y contándome lo menos posible. Dime, ¿si fuera un hombre me tratarías igual?
Riley se mordió los labios y tomó aire antes de contestar con irritación contenida:
—Si fueras un hombre, quizá no habría vuelto a buscarte.
—Si fuera un hombre —objetó Carmen, taladrándolo con la mirada—, nadie estaría buscándome para matarme.
El capitán del Pingarrón, sulfurado por el indómito carácter de aquella mujer, estaba a punto de poner punto y final a aquella absurda e inoportuna discusión a la vista de todo el mundo, cuando en una parte del muro de público se abrió una brecha. Abriéndose paso a empujones, apareció una pareja de policías militares mezjaníes con sus típicos turbantes y vistosos uniformes de estilo moruno. Eran el equivalente en el protectorado a la Guardia Civil de la península, y atraídos por las voces y la creciente multitud habían decidido aproximarse a investigar lo que sucedía.
El mayor de los policías, el que lucía en la bocamanga los galones de sargento, estudió al extraño trío con gesto de teatral suspicacia. Cuando el examen visual no le llevó a ninguna conclusión sobre qué hacía aquella joven mujer vestida con un jarque, discutiendo a gritos con un forastero al que parecían haberle dado una buena paliza y bajo la atenta mirada de otro extranjero de aspecto sospechoso con una herida sangrante en la pierna, decidió hacer lo que se suele hacer en esos casos.
—Ustedes tres —ordenó con voz autoritaria, acomodándose los pulgares en el cinturón—. Enséñenme su documentación.
Carmen y Riley cejaron en su discusión de inmediato y, todo hipocresía y disimulo, se cogieron de la mano el uno al otro con una exagerada sonrisa en los labios.
—Buenas tardes, señores agentes —dijo ella con la mejor de sus sonrisas, bajando la mirada sumisamente—. Disculpen que hayamos llamado tanto la atención. Es que mi esposo y yo hemos tenido una pequeña discusión, y soy consciente de que hemos levantado demasiado la voz. Les doy mi palabra de que no volverá a suceder y lamento las molestias que les podemos haber causado. Que Alá sea con ustedes y tengan un buen día.
Y tomando a Alex de la mano se encaminaron a la puerta de salida de la plaza, seguidos por el renqueante eslavo.
Sin embargo, la voz autoritaria sonó de nuevo a sus espaldas.
—¡Alto ahí!
Los dos mezjaníes los miraban ahora con auténtico recelo, y el segundo descolgaba su fusil máuser del hombro, mientras el sargento se llevaba la mano a la Luger que asomaba de su cartuchera.
Los tres se detuvieron en seco y cruzaron una mirada de preocupación.
—¿Eso que lleva ahí es una pistola? —preguntó el sargento—. ¿Tiene usted permiso para ir armado?
El capitán cayó entonces en la cuenta de que tras recuperar de nuevo su pistola se la había guardado en la parte de atrás del pantalón, y que no hacía falta ser muy observador para intuir la naturaleza del bulto que se adivinaba bajo su cazadora. Por desgracia, aquello ya no era Tánger, y la relativa permisividad hacia las armas en la antigua ciudad internacional no se aplicaba a las estrictas leyes españolas del protectorado.
Separando las manos del cuerpo, se volvió con parsimonia hacia los dos policías.
—Entrégueme el arma —insistió el sargento.
—Oficial. Le aseguro que es solo un recuerdo que...
—He dicho que me la entregue —repitió enfadado, desenfundando la Luger mientras el otro cargaba una bala en la recámara de su fusil y la multitud daba varios pasos atrás, por si las moscas.
Riley miró a su alrededor en busca de una salida, pero no vio otra que obedecer y esperar su oportunidad.
—Por supuesto —contestó, sacando la pistola con dos dedos y ofreciéndosela al militar.
Este, sin dejar de apuntarle, tomó el arma con la mano izquierda y la sopesó. Luego accionó el resorte del cargador, que asomó repleto de balas de plomo.
—Así que un recuerdo, ¿no? —preguntó irónico, mostrando una sonrisa torcida bajo el fino bigote, requisando la pistola y encajándola en su propio cinturón—. ¿Y la documentación?
—Aquí tiene mi pasaporte —dijo echando mano al bolsillo trasero y sacando su pasaporte granate con el águila dorada en la cubierta.
—¿Americano? —inquirió, ojeándolo.
—En efecto.
—No veo aquí el sello de entrada... señor Riley —comentó tras revisar cada una de las páginas.
—Soy capitán de barco, y acabo de...
—¿Tiene salvoconducto? —le atajó.
—Pues no, no lo tengo.
El suboficial asintió como si aquello no hiciera más que confirmar sus sospechas, y se volvió hacia Carmen, guardándose el pasaporte de Riley en el bolsillo de la camisa.
—¿Y usted? —le preguntó—. ¿Me muestra sus documentos?
—No tengo —contestó Carmen con altivez—. Ni tampoco salvoconducto, antes de que me lo pregunte.
El sargento la repasó con la mirada de arriba abajo, tratando de imaginar el cuerpo que se ocultaba bajo el jarque de aquella mujer.
—Interesante... —dijo, y volviéndose a su subordinado añadió—: Me parece que tendremos que llevárnoslos a todos al cuartel, y allí registrarlos bien a fondo por si ocultan más armas.
—Un momento —se interpuso Alex—. Seguro que podemos arreglar esto sin necesidad de tomarnos más molestias, ¿no le parece? —añadió, frotando el índice con el pulgar frente a la cara del sargento.
Este pareció dudar un momento, miró primero al hombre de la chaqueta de cuero que le hacía el símbolo internacional del soborno, y luego de nuevo a la mujer de grandes ojos negros.
—No —dijo, acompañando la palabra con una mueca lasciva—. No me parece. Vamos a ir al cuartel, y yo me encargaré personalmente de inspeccionar a la señorita.
La aludida, lejos de molestarse, se aproximó al mezjaní y con una mirada libidinosa le pasó la mano por el cuello y el pecho.
—Será un placer —ronroneó pegándose a él, bajando sensualmente hasta los pantalones ante la estupefacción del sargento.
—Mujer —alcanzó este a farfullar con embarazo—. No deberías...
No acabó de decir la frase que, ante la sorpresa de todos, sobre todo del policía, Carmen le sacó el cuchillo reglamentario del cinto y como un rayo se lo colocó bajo la entrepierna.
—¿Qué no debería hacer? —le preguntó al oído, añadiendo en voz baja y amenazante—: Como muevas un solo músculo te convierto en eunuco. ¿Estamos? Y dile a tu hombre que tire el arma —agregó, empujando la punta del cuchillo contra sus genitales—. Ahora.
—Mahmud —musitó el sargento con voz atiplada—. Por lo que más quieras...
El cabo, tomado también por sorpresa, tardó un segundo de más en aceptar el hecho de que una mujer hubiera reducido a su sargento, y tras un instante de indecisión, decidió seguir el ruego de su superior y dejó el máuser en el suelo.
Sin perder un momento, Riley recuperó el Colt y su pasaporte, haciéndose también con la Luger y el fusil, que le entregó a Marovic.
—¿Y ahora? ¿Qué hacemos? —preguntó, al tiempo que veía cómo el corrillo de curiosos se dispersaba rápidamente, alarmados por el inesperado giro de los acontecimientos.
—¡Y yo qué sé! —alegó ella, dando un paso atrás pero sin dejar apuntar con el cuchillo al sargento bigotudo.
—Yo digo que los matemos —propuso Marovic.
Riley miró de reojo al mercenario y suspiró con hastío.
—Lo mejor será marcharnos de aquí y tratar que nadie resulte herido. Así que a la de tres, salís corriendo y yo os cubro. ¿De acuerdo?
—Sería mejor matarlos —insistió el yugoslavo, apuntándoles con el máuser.
—Cierra el pico, Marco. —Y dirigiéndose a los mezjaníes, les advirtió—: Si se os ocurre seguirnos, os juro que haré caso a mi amigo psicópata y os dispararé sin dudarlo. ¿Está claro?
Aunque a regañadientes y encendidos de rabia por aquella humillación pública, ambos militares asintieron en silencio.
—Así me gusta. —Y mirando de reojo a su izquierda, preguntó a continuación—: ¿Estás lista, Carm...?
Pero el espacio físico que había ocupado la tangerina un segundo antes ya estaba vacío, y por el rabillo del ojo Riley pudo ver cómo tras quitarse las insidiosas babuchas Carmen ya corría calle abajo como una gacela.