56

CON sumo cuidado, Riley abrió la puerta de la nevera como si de la del mismo averno se tratase.

Dentro había tres docenas de pequeñas cajas herméticas de aluminio alineadas ordenadamente, ocupando todo el espacio disponible. Cuando Alex y Jack dieron su aprobación con un temeroso asentimiento, Helmut estiró la mano hacia una de ellas y la sacó cuidadosamente, consciente de que si se le caía al suelo ese podía ser el último gesto de su vida.

Levantó la tapa.

En su interior una esponja amarilla se amoldaba a la forma de la caja, y justo en el centro un tapón de corcho con el número siete se hundía en ella. Sin consultarlo esta vez, Helmut introdujo los dedos índice y pulgar, y sujetando el tapón con extrema suavidad, extrajo una probeta de cristal que contenía un líquido rojo oscuro.

—Aquí está —murmuró con voz de ultratumba—. El apocalipsis en la palma de mi mano.

—Parece sangre —musitó Jack, hipnotizado.

—¿Está seguro de que eso...? —preguntó Riley a medias, señalando la probeta.

Helmut afirmó con la cabeza, mientras devolvía el tubo a su hueco con manos temblorosas y volvía a depositar la caja en la nevera.

—Tenemos que destruirlo —afirmó entonces el capitán—. De inmediato.

—La pregunta es: ¿cómo? —advirtió el alemán—. Si rompemos las probetas el virus se esparcirá por toda la nave.

—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó Jack, casi molesto—. Ya suponíamos que este era un viaje sin billete de vuelta. Lo que importa es que este barco nunca llegue a puerto.

—No se trata de eso, señor Alcántara. Aunque toda la tripulación se contagiara y enfermara, algunos sobrevivirían, o quizá la tripulación esté vacunada y de algún modo pueda llevar a cabo la misión.

—Helmut tiene razón —opinó Alex—. Suponiendo que no estén vacunados, muchos morirían antes de llegar a la costa de Estados Unidos; pero otros, aunque enfermos, podrían llegar a desembarcar y propagar el virus. No —negó con un gesto—. Tenemos que buscar otra manera.

—¿Y si las quemamos? —propuso el gallego—. El fuego lo mata todo.

—No siempre —adujo Helmut—, y el humo podría arrastrar consigo bacilos aún vivos.

—¿Y si simplemente desconectamos la nevera? —quiso saber Riley—. ¿No matará eso al virus?

—Con el tiempo, quizá. Pero no es seguro, y de todos modos alguien se daría cuenta antes o después.

—Podríamos cerrar las compuertas y hacernos fuertes aquí —adujo Jack, señalando la que aún permanecía abierta, y la otra, en el otro extremo de la bodega.

Riley cabeceó nuevamente.

—Se abrirían paso de un modo u otro, y sin armas solo lograríamos retrasarlos. —Y mesándose la mandíbula con preocupación, meditabundo, añadió—: Tenemos que pensar en algo definitivo. Algo que no puedan evitar. Que no les deje oportunidad alguna de hacerse con el virus.

—Pero no tenemos manera de destruirlo —apuntó Helmut.

Jack abrió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba.

—Pues como no lo lancemos todo por la borda... —alegó, descorazonado.

El capitán del Pingarrón levantó la vista hacia su segundo, escudriñándolo con los ojos entrecerrados.

Aquel se dio cuenta de la mirada inquisitiva y frunció un ceño interrogativo.

—¿No lo estarás pensando en serio, Alex? ¿Cómo narices vamos a llevar todas estas probetas hasta la cubierta sin que nos vean? Alguien se dará cuenta de que algo raro sucede y nos atraparán y nos quitarán el virus justo antes de matarnos.

—Podemos crear una maniobra de distracción.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé. Quizá provocando un incendio. Eso sí que podemos hacerlo.

Jack se rascó la barba y asintió.

—Podría funcionar —apuntó, pensativo.

—Pero tendrá que ser un gran incendio —sugirió Helmut, súbitamente esperanzado—. Y a ser posible en el otro extremo de la nave, para hacer que todos vayan hacia allá.

—Muy bien —afirmó Alex con decisión—. Entonces eso es lo que haremos. Tú y Helmut —dijo apoyando el índice sobre el pecho de Jack— iréis a la sala de máquinas a provocar una buena fogata. Mientras tanto, yo vaciaré una de las cajas de suministros de ahí fuera, meteré dentro las probetas, y en cuanto suenen las sirenas de alarma buscaré un camino hacia cubierta y lanzaré toda esa mierda al mar.

El cocinero y el científico intercambiaron una mirada y asintieron.

—Pan comido —dijo Jack.

—¿Y luego? —inquirió Helmut—. ¿Qué haremos?

La pregunta tomó tan de sorpresa a Riley que hubo de parpadear varias veces antes de responder:

—No hay luego, doctor. —Su voz bajó varios tonos—. Si tenemos la fortuna de conseguirlo, lo siguiente que harán será fusilarnos. Y eso, si tenemos suerte.

A pesar del momentáneo temor de Riley, el físico desertor uniformado como oficial de las SS solo demoró dos segundos en afirmar solemnemente con la cabeza, aceptando el inevitable final.

—Muy bien... —dijo, acercándose a los dos hombres y posando una mano sobre el hombro de cada uno, mientras los miraba a los ojos—. Entonces, me temo que esto es una despedida.

Helmut le tendió la mano a Alex, que se la estrechó con fuerza.

—Mucha suerte, capitán Riley. Ha sido un honor conocerle.

—El honor ha sido todo mío, Helmut. Lamento no haberle podido llevar a Lisboa.

—No lo lamente —repuso este—. No querría estar en otro lugar que no fuese este, haciendo algo realmente importante.

Riley le dio una palmada en el hombro en señal de reconocimiento y se enfrentó a Jack.

—Viejo amigo... —empezó a decir.

—Ah, carallo, cierra el pico. —Y le lanzó un abrazo de oso que casi le hace perder el equilibrio.

Riley advirtió que algo le humedecía el cuello, y cuando cayó en la cuenta de que eran las lágrimas de su fiel camarada de armas estuvo a punto de espetarle que no fuera una nenaza. Pero entonces descubrió que él mismo también estaba llorando, y sus lágrimas mojaban el hombro de Jack.

Abrazados en silencio tardaron casi un minuto en separarse uno del otro y con los ojos enrojecidos, mordiéndose los labios para que no temblaran, se miraron fijamente sin necesidad de decirse nada, pues ya todo había sido dicho.

—Por nuestros pecados —musitó entonces el gallego, con un hilo de voz.

—Por nuestros pecados —repitió Alex, asintiendo.

Respiró profundamente para infundirse valor y antes de decir adiós definitivamente, inquirió:

—¿Alguna pregunta?

La respuesta, sin embargo, no vino de la dirección que esperaba.

Fue la voz educada y con fuerte acento alemán del comandante Von Eichhain la que habló desde la puerta de la bodega.

—En realidad —dijo, al tiempo que sonaba el inconfundible clic clac del cerrojo de varias armas—, yo sí que tengo una.