10
—ESTA cachimba... —dijo Jack, inhalando con fruición el humo del narguilé— está realmente buena. Sabe a manzana. Deberías probarla.
Retrepado entre media docena de cojines de diseños geométricos y brillantes colores, Jack Alcántara se encontraba a sus anchas. Con un turbante y ropas holgadas a juego habría parecido un auténtico califa.
—No, gracias —contestó Alex, tomando su vaso de té hirviente de la labrada bandeja de latón—. Esa cosa me relaja demasiado y no quiero estar relajado.
El gallego alzó una ceja interrogativa.
—¿Crees que vamos a tener problemas? —inquirió—. Tranquilízate, Alex. Solo tiene que venir un fulano a explicarnos de qué va todo esto y decirnos lo que quieren que rescatemos de ese naufragio.
—Estando Joan March de por medio... —dijo, y dio un precavido sorbo a la infusión de hierbabuena— me cuesta mucho estar tranquilo.
Ambos se encontraban en la mesa del fondo de un cafetín moro de la medina de Tánger, la antigua Tangis cartaginesa. Desde 1925 había sido una ciudad abierta gobernada conjuntamente por un condominio de países formado por Bélgica, España, Estados Unidos, Francia, Portugal, Gran Bretaña, Rusia, Holanda e Italia. Dicho en plata: un auténtico desvarío diplomático. Un enclave perfecto para espías, fugitivos y contrabandistas del mundo entero, y un batiburrillo cultural y religioso donde todo podía suceder y, a menudo, sucedía. Todo lo cual hacía de Tánger el puerto perfecto para los negocios del capitán Riley y su tripulación. O al menos, lo había sido hasta poco tiempo atrás.
Lamentablemente, el año anterior e inmediatamente después de que las tropas del Tercer Reich tomaran París, el ejército del general Franco ocupó ese enclave cerca del extremo occidental del estrecho de Gibraltar. Aunque hasta ese momento el nuevo gobierno fascista no había logrado menoscabar la esencia cosmopolita de la ciudad, la intimidatoria presencia de los militares españoles hacía ahora de ella un lugar menos seguro y agradable en el que recalar.
No obstante y para ser rigurosos, cabría decir que Tánger eran en realidad dos ciudades que coexistían una de espaldas a la otra: la occidental y la musulmana. A pesar de estar separadas por solo unas pocas calles de distancia, todo un abismo cultural, religioso, social y económico las situaba en las antípodas sociales a la una de la otra. Alguien había comparado Tánger con dos siamesas que nunca se habían visto las caras y que además se ignoraban mutuamente.
Por un lado se encontraba la Tánger cosmopolita, moderna, disoluta, de anchas avenidas orladas de elegantes edificios de estilo neoclásico, en los que se habían instalado decenas de restaurantes y hoteles de lujo, bancos internacionales, consulados, grandes empresas u ostentosas salas de espectáculos que nada tenían que envidiar a sus homólogas del viejo continente. Una Tánger habitada por miles de expatriados en busca de libertad o fortuna, provenientes del mundo entero, y que parecía sitiar por todos sus flancos a la otra Tánger, la encarnada en la antigua y hechizante medina arracimada junto al animado puerto. Sus serpenteantes callejuelas de casas encaladas en azul y blanco, con portales ribeteados de azulejos, resultaban tan confusas y caóticas que aún nadie se había aventurado a levantar un plano de aquella parte de la ciudad, en el que incluso la luz se perdía y terminaba atrapada entre las inmaculadas paredes hasta bien entrada la noche. En la medina, las viviendas particulares se alternaban con pequeños comercios de subsistencia, pensiones y teterías con macetas en los portales, puertas de madera pintadas del mismo color que el cielo del desierto, mujeres invisibles envueltas en jarques de blanco inmaculado que solo permitían ver sus ojos oscuros y huidizos, u hombres ociosos con chilaba paseando a ningún lado o acodados en una esquina, en apariencia, sin nada mejor que hacer que ver a la gente caminar arriba y abajo.
—As Salaam alaykum —dijo una voz a la izquierda de Alex, haciendo que levantara la vista.
Se volvió hacia la voz pensando que era de nuevo el camarero, pero en cambio se encontró frente a un hombre gordo de facciones árabes, traje de lino blanco y fez rojo, que los estudiaba con curiosidad profesional.
—Wa alaykum as-salaam —contestó Jack, inclinando la cabeza.
—Disculpen la molestia —dijo, y dio un paso al frente a la vez que se descubría—. ¿Son ustedes los señores Riley y Alcántara?
—¿Quién lo pregunta? —inquirió Alex.
—Permítanme que me presente —dijo tomando asiento, dejando el gorro sobre la mesa—. Me llamo Ahmed el Fassi y digamos que soy el representante de los intereses del señor March en esta parte del mundo.
—¿Y qué intereses son esos, si puede saberse? —preguntó Jack, sin esperar una verdadera respuesta.
El árabe dedicó al antiguo chef una sonrisa taimada.
—Todos —contestó, para añadir tras una corta pausa—. ¿Quién de ustedes dos es el capitán Riley?
—Creo que ese soy yo —murmuró, dejando el vaso de té sobre la bandeja.
—En ese caso —dijo Ahmed, sacando un sobre grueso, grande y marrón del bolsillo interior de la americana—, esto es para usted.
Alex miró el sobre lacrado con el sello de un anillo sobre cera negra y lo tomó de manos del árabe.
—Como puede comprobar —dijo este—, el sobre está sellado por el mismo señor March y no ha sido abierto en ningún momento.
—¿Está todo? —preguntó, sopesándolo.
—En realidad —confesó, mirando el pequeño paquete y encogiéndose de hombros—, no tengo idea de lo que contiene. Mi única misión ha sido mantenerlo a buen recaudo mientras ustedes llegaban y entregárselo en persona.
—¿Quiere decir que no sabe nada de...?
El hombre alzó la mano de inmediato para que callara.
—No —lo interrumpió—. Ni lo sé, ni lo quiero saber. Mi trabajo era encontrarme con ustedes y entregarles la documentación. Nada más.
—Pero hay muchos puntos sin aclarar —alegó Alex—. Datos precisos que resultan imprescindibles para llevar a cabo el... trabajo. El mismo Joan March me aseguró personalmente que, una vez aquí, en Tánger, nos ofrecerían toda la información necesaria.
—Y eso es justo lo que he hecho —apuntó, señalando el sobre—. Todo lo que necesitan saber se encuentra ahí dentro.
—Empezamos mal... —gruñó Jack desde los cojines—. Esto no me gusta.
—A mí tampoco —coincidió el capitán, mirando el sobre y al árabe alternativamente.
—El señor March —arguyó El Fassi como explicación— prefiere ser discreto en sus negocios.
—Esto no es discreción —replicó, golpeando el sobre con el dedo—. Es paranoia.
El árabe esbozó una mueca cansada, casi diríase que dándoles la razón, se puso en pie y se dispuso a marcharse mientras se abrochaba el botón de la chaqueta.
—Ah, y una última cosa —dijo tomando el fez de la mesa—. Hace menos de una hora el señor March se ha puesto en contacto conmigo para pedirme que les comunique que el plazo de entrega ha sido modificado.
—¿Modificado?
—Tienen una semana para terminar el trabajo.
—¡Una semana! —estalló Jack, llamando la atención de todo el café—. ¡Eso es imposible!
Alex se volvió hacia su amigo pidiéndole silencio. Luego lo hizo hacia el árabe, esforzándose por no perder la calma.
—No podemos conseguirlo en tan poco tiempo... —masculló entre dientes—. Aceptamos hacerlo en doce días, no en siete. Usted no tiene ni idea de lo complicado que... —Buscó la palabra un instante, para acabar concluyendo—: Es un disparate.
—Imposible —reiteró Jack.
Ahmed volvió a encogerse de hombros, con cara de «a mí qué me cuentas».
—Llámenlo como quieran, pero esto es lo que hay —dijo mientras se calaba el gorro—. Ustedes han llegado a un acuerdo con el señor March y, si me permiten un consejo, por el bien de su salud les sugiero que lo cumplan.
Apenas el árabe se dio la vuelta encaminándose a la salida del café Joaquín Alcántara chasqueó la lengua y bufó sonoramente.
—Sabía que de un modo u otro —lamentó en voz baja— ese cabrón nos iba a joder.
—Estas cosas son así —se resignó Alex, confirmando mentalmente su teoría de que, si algo podía ir mal, iría mal—. Ya no tiene sentido lamentarse.
Entonces tomó el voluminoso sobre, rompió el lacre y dejó caer los documentos sobre la pequeña mesa de donde había apartado la bandeja del té.
—A ver qué tenemos aquí...
Sobre la brillante superficie de madera de olivo se desplegaba ahora una carta marina a escala 1:200.000 del Instituto Hidrográfico de la Marina del estrecho de Gibraltar, que abarcaba del cabo Roche a punta de la Chullera por el norte y de cabo Espartel a cabo Negro por el sur. Además, se incluían planos precisos y un par de fotografías de un navío mercante de ciento cincuenta metros de eslora y 7 762 toneladas de desplazamiento, superestructura central y dos grandes chimeneas, bajo el nombre de Phobos y de nacionalidad holandesa. Por último, en otro sobre blanco, encontraron unas pocas hojas mecanografiadas con detalles de la operación y la foto de lo que parecía ser una extraña máquina de escribir con demasiadas teclas, guardada en un estuche de madera.
—Bueno —dijo Jack, ojeando la carta náutica, donde una equis roja señalaba un punto a solo cinco o seis millas al noreste de Tánger, frente a punta Malabata—, al menos parece que la información no va a ser un problema. Tenemos la situación exacta del naufragio marcado con una cruz —sonrió de mala gana—, como en las novelas de piratas.
—Ya... —murmuró Alex, que sostenía entre las manos una de las páginas escritas y firmadas por el propio Joan March.
—¿Qué pasa?
—Todo esto es muy raro —dijo levantando la vista de la hoja—. Las prisas, el secretismo, lo que dicen nos van a pagar... todo, a cambio de entregarles esta cosa. —Y le mostró la instantánea en blanco y negro del aparato.
Jack alzó las cejas con incredulidad.
—No jodas —dijo señalando la foto—. ¿Eso es lo que quiere que rescatemos del pecio?
—Es lo que pone aquí. Y si además el artefacto está en buen estado —añadió—, dice que recibiremos una gratificación extra.
—¿Buen estado? —repitió frunciendo la nariz—. ¿Qué coño significa eso?
—Ni idea. Pero la palabra gratificación sí que la entiendo, y es de mis favoritas.
—¡Pero si este trasto es una puñetera máquina de escribir! —señaló el primer oficial, estudiando con detenimiento la foto que había tomado de las manos de Alex.
—Pues algo ha de tener de especial para que valga una fortuna.
—No sé —barruntó el gallego—. A lo mejor está hecha de oro y diamantes o tiene una tipografía del carajo.
—Vamos, Jack. Si es la de la foto, se ve claramente que es de metal y madera. Pero aunque fuera la máquina de escribir que usó Dios para los mandamientos, seguiría siendo demasiado dinero.
El cocinero se echó hacia atrás en su sofá, retrepándose en los mullidos cojines.
—Sea como sea... yo digo que no nos preocupemos —opinó tras pensarlo un momento, apartando el problema con la mano como a una voluta de humo—. Si las coordenadas son las correctas, con un poco de suerte, en una semana podemos rescatar ese jodido trasto, entregarlo y ser ricos para siempre. Nos podríamos comprar una de esas tranquilas islas del Pacífico Sur pobladas de hermosas mujeres semidesnudas —sus manos siguieron las curvas de una silueta femenina imaginaria— y quedarnos allí hasta morir de viejos.
—¿Ese es tu plan? —Alex sonrió y dejó la carta sobre la mesa—. ¿Morir de viejo en una isla de mujeres semidesnudas?
—¿Se te ocurre uno mejor?
—Eres un pervertido.
En ese momento, cuando Jack se disponía a replicar, se quedó mirando cómo por la puerta entraba un grupo de cinco legionarios con su uniforme de paseo. Las gorras ladeadas, las camisas arremangadas y abiertas hasta el pecho, grandes patillas, burdos tatuajes en los antebrazos y los andares más chulescos que se puedan llegar a imaginar.
Alex también se volvió y por un instante rememoró todas las veces en que había disparado o había sido disparado por soldados de ese cuerpo. Los más fanáticos del ejército fascista, según pudo comprobar en más de una ocasión.
Durante un momento se quedó así, vuelto hacia atrás con la mirada perdida, hasta que se sacudió los recuerdos y volvió a centrarse en los documentos que se esparcían sobre la mesa.
—¡Moro! —exclamó una voz ronca y agresiva a su espalda, dando un puñetazo en el mostrador—. ¡Trae una botella de vino!
Al instante apareció un obsequioso camarero con una botella de vidrio sin etiquetar y cinco vasos. Los llenó hasta el borde, dejó la botella, y prudentemente fue a buscar gamusinos a la parte de atrás.
Entonces el cabecilla, que lucía galones de sargento, alzó su vaso y exhortó a todos los clientes del café a brindar con él.
—¡Por la legión! —bramó—. ¡Por el Caudillo! ¡Viva Franco y viva España!
Sus correligionarios corearon las consignas a voz en grito, mientras el resto de comensales también los imitaron, aunque con un entusiasmo ciertamente menor.
Alex y Jack, en la esquina más alejada del local, simularon estar ocupados con sus asuntos, confiados en que nadie se percatara de su presencia.
Pero resultó mucho pedir.
Aún con el vaso en alto el legionario se quedó callado, mirando a los dos ex brigadistas con irritación.
—¡Eh, vosotros! —ladró—. ¡Como no brindéis a la salud del Caudillo os arranco la cabeza!
Los dos marineros intercambiaron una elocuente mirada.
«Si no vamos con ojo —se dijeron sin abrir la boca—, de aquí podemos salir bien calentitos.»
—Claro, amigo —dijo Alex, volviéndose a medias y levantando el vaso de té vacío de la mesa.
—¿Qué mierda de brindis es ese? —le reclamó, acercándose a la mesa a grandes zancadas seguido de los otros cuatro—. ¿Te estás burlando de mí? ¿Del sargento Paracuellos?
—Jamás se me ocurriría —contestó, esforzándose por disimular el sarcasmo.
—Un momento —dijo entonces, al tenerlo más cerca—. Ese acento tuyo... ¡no jodas que eres un puto americano!
—Lo soy —afirmó sin levantarse, percibiendo el aliento a vino del legionario que, dedujo, seguramente llevaba ya varias horas de bar en bar—. ¿Algún problema con eso?
El militar se volvió hacia sus compañeros, señalando a Riley con el dedo.
—¡Me pregunta si tengo algún problema —exclamó carcajeándose—, el yanqui maricón!
Los otros legionarios rodearon la mesa, felices con la perspectiva de partir un par de caras ante un público impresionable.
—¿Y tú, gordo? ¿También eres un yanqui maricón?
Jack le dedicó una mirada ceñuda y se mordió la lengua por mor de no liarla aún más.
—¿Sabéis? —insistió el legionario con la mejilla pegada a la de Alex, que seguía dándole la espalda—. En la guerra me cargué a un montón de brigadistas yanquis maricones... En cuanto nos veían llegar salían corriendo como conejos. —Hizo el gesto de disparar con un fusil y añadió—: No os imagináis lo divertido que era ametrallarlos mientras corrían. ¡Ratatata...!
Y el último «ta» no llegó a salir de su boca, porque Alex se puso en pie de un salto y, al tiempo que se giraba, lanzó el puño de abajo arriba en un gancho a la mandíbula del legionario, que lo arrojó volando un par de metros más allá.
Los compinches de borrachera no daban crédito a que un loco se atreviera a atacar a un sargento de la legión y los dos segundos que necesitaron para salir de su estupor fueron suficientes como para que Alex y Jack se pusieran en guardia. El primero echando mano de un alfanje mellado y oxidado que, a título decorativo, colgaba de la pared y el segundo asiendo un pequeño taburete con las dos manos, esgrimiéndolo como un domador frente a los leones.
Los legionarios, sin embargo, mucho mejor preparados para tales ocasiones, sacaron cada uno de ellos una navaja de un palmo de hoja que al momento abrieron con unos desagradables chasquidos. Cric crac, hicieron una tras otra.
—Os vamos a sacar las tripas... —anunció un cabo que parecía haber tomado el relevo del caído, dando un paso adelante con su enorme mostacho que se juntaba con las patillas y la mirada turbia por el alcohol.
Sin embargo, el sargento se incorporó trabajosamente y se puso de pie para sonreír con una mueca feroz y ensangrentada, a la que ahora le faltaban unos cuantos dientes.
—Dejáfmelos a mí —dijo llevado por todos los demonios, limpiándose la sangre con la manga—. Dejáfmelos a mí...