53
SIGUIENDO un estrecho corredor transitado por atareados marineros, y que a modo de columna vertebral recorría toda la longitud del Deimos, se encaminaron hacia la proa del buque. Allí se encontraba el camarote que le habían asignado a Helmut en deferencia a su rango, y del que —para íntima satisfacción de los tres— Von Eichhain había desalojado a su inquilino, el subcomandante Karl Fromm.
—¿Cómo le fue anoche? —preguntó Riley aparentando indiferencia.
El aludido miró a uno y otro lado antes de contestar.
—Muy bien, capitán. El comandante es todo un caballero.
—Me alegro, Helmut, pero... no me refería a eso.
—Lo sé —contestó, dirigiendo una significativa mirada al contrabandista—. Aunque mejor hablemos de ello cuando estemos en mi camarote.
El buque estaba compartimentado en secciones divididas por mamparos, que cada quince metros debían atravesar cruzando compuertas que, en caso de necesidad, podrían cerrarse herméticamente. Conforme avanzaban, se sucedían salas repletas de instrumentos, indicadores, llaves de paso y mil mecanismos cuya naturaleza les era imposible adivinar. De hecho, incluso el mismo techo estaba abarrotado por un caos de tuberías de diferente grosor, marcadas cada pocos metros con indescifrables etiquetas de distintos colores.
Riley se preguntó por un momento qué pasaría si empezaba a abrir todas las válvulas que se iba encontrando, y si eso podría causar un grave problema al barco. Pero al cabo dedujo que sin saber qué hacía o deshacía, sería una pérdida de tiempo intentarlo; amén de que, antes de haber accionado siquiera una décima parte de todas las llaves de paso de la nave, alguien ya le habría metido una bala en la cabeza.
Sabotear el Deimos, concluyó con desánimo, no iba a ser tarea fácil.
—Este barco es enorme —murmuró entonces Jack observando a su alrededor, compartiendo en parte la preocupación de su capitán.
—Y aún no han visto nada —apuntó Helmut—. El comandante me ha asegurado que hay incluso un gimnasio totalmente equipado, y una sala de lastre que puede ser usada como piscina.
—Bromea.
—En absoluto. Me dijo que se encuentra bajo nuestros pies, en la bodega inferior. Según me han explicado —añadió, sin dejar de caminar—, este no es solo un buque corsario armado con torpedos, sino que además, al no dedicarse a llevar carga, dispone de muchísimo espacio libre que se utiliza para el esparcimiento de la tripulación. Aunque la bodega inferior se utiliza casi en exclusiva para el almacenaje de munición y provisiones.
—¿Y le han dicho también —preguntó, articulando una duda que tenía desde que vio por primera vez el Deimos— si hay muchos más como este?
El doctor Kirchner miró de reojo al capitán antes de contestar.
—El Phobos y el Deimos son, o mejor dicho, eran únicos —aclaró, comprobando el alivio que aquella noticia provocaba en Alex—. Parece ser que el proyecto de crear una serie de grandes barcos corsarios se anuló, en favor de la fabricación de más U-Boots.
—¿Y qué pasó? —quiso saber el gallego—. ¿Se lo pensaron mejor?
—En realidad, no. Lo que sucedió fue que Karl Dönitz, el Grossadmiral de la Kriegsmarine, se encaprichó del proyecto y decidió emplear los recursos destinados a los submarinos para construir el Phobos y el Deimos. La idea era convencer a Hitler de que es preferible disponer de varias naves como esta, surcando los mares y atacando cargueros aliados por sorpresa, que fabricar más submarinos como los que ya tienen.
—Si fuera a mí, ya me habrían convencido —barbulló Jack pasando la mano por la pared de acero.
—Entonces —insistió Riley—, ¿está seguro de que no existe otro barco igual?
—No creo que me hayan mentido en ese respecto —arguyó el científico.
Unos pasos más allá, el doctor Kirchner se detuvo frente a una puerta de madera y les invitó a entrar con un gesto.
—Pasen adelante, por favor.
Los dos marinos cruzaron el umbral para encontrarse en un camarote algo más modesto que el del comandante Von Eichhain pero, aun así, considerablemente amplio y lujoso.
—¿Puedo ofrecerles algo de beber? —preguntó Helmut en cuanto cerró la puerta—. Tengo un pequeño mueble bar junto al escritorio.
—No. Mejor que no —repuso Jack, mirando de reojo a su capitán.
—No perdamos más tiempo, Helmut —le urgió aquel—. Díganos qué ha averiguado.
El científico se sentó en la cama y se desabrochó la chaqueta del uniforme antes de empezar a hablar.
—Anoche el comandante y yo estuvimos hasta altas horas de la madrugada tomando vino y hablando de política. Y tengo que admitir que me ha sorprendido gratamente descubrir que se trata de un hombre con gran calado intelectual, cuyas ideas están muy lejos de la doctrina nazi. Es un marino de guerra de los que llevan agua salada en las venas —añadió—, y como fiel soldado cumplirá cualquier orden dictada por sus superiores. Pero insisto: no es ningún fanático, ni un descerebrado adorador del Führer.
—¿Y cómo llamaría usted a alguien cuya misión es hacer volar por los aires su barco y su tripulación con el fin de destruir una ciudad?
—Es ahí donde yo quería llegar... —dijo quitándose las gafas, comprobando a contraluz que estuvieran limpias y volviendo a colocárselas—. En realidad, no creo que Von Eichhain esté al corriente de la verdadera naturaleza de su misión.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Jack, tomando una silla y sentándose frente a él—. Es el jodido comandante de la nave. No puede ignorarlo.
—Ya, ya... pero créanme. Es un oficial de la vieja escuela, hijo y nieto de militares prusianos, al que incluso los motores de explosión le parecen sucios e impropios para el arte de la guerra. Así lo llamó, con esas mismas palabras «el arte de la guerra»—apuntilló—. Si fuera por él —prosiguió—, no me cabe duda de que preferiría que las batallas navales siguieran desarrollándose con barcos de vela y asaltos al abordaje. Cree que su misión solo consiste en llevar unos espías a territorio enemigo, y luego regresar a Alemania.
—¿Me está diciendo —preguntó Riley con algo más que escepticismo— que Von Eichhain solo está al corriente del desembarco de los agentes? ¿Que sus jefes nazis lo están utilizando como una especie de... arma teledirigida?
—Yo no me lo trago —opinó Jack.
—Entiendo sus dudas —insistió Helmut—. Pero créanme que en todo este asunto cada vez hay más aspectos que no encajan. Por ejemplo: que los nazis decidan sacrificar el Deimos en una acción suicida que acaso podrían llevar a cabo con alguna otra nave menos valiosa.
Alex apoyó la espalda contra la pared, y se pasó las manos por la cara con infinito cansancio.
—¿Está insinuando —preguntó con un hilo de voz— que quizá nos estemos equivocando del todo y a fin de cuentas no exista esa bomba atómica, ni los alemanes estén planeando atacar a los Estados Unidos?
En este punto, el científico sacudió la cabeza con vehemencia.
—No, capitán —advirtió, rotundo—. Los documentos que rescatamos son solo una pequeña parte del informe completo, pero no hay duda alguna de que la misión del Deimos es atacar su país con un arma devastadora que, según creen los líderes del Reich, les hará ganar la guerra. Y esa arma —puntualizó—, esa Wunderwaffe, no puede ser otra cosa que un dispositivo de fisión, y desde luego se encuentra en esta nave.
Jack cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro.
—Está bien, Helmut —dijo tras una pausa—. Supongamos que tiene usted razón. Que el comandante es un hombre honorable que desconoce el verdadero alcance de la Operación Apokalypse, y que alguien en el gobierno alemán, quizá el mismísimo Hitler, se la está jugando. ¿En qué cambia eso nuestra situación?
—Podría hablar con él —sugirió el científico, aunque sin excesiva convicción—. Explicarle lo que sabemos y tratar de convencerlo para que aborte la misión.
Esta vez fue Riley quien negó con la cabeza.
—Demasiado arriesgado —objetó con un tono que no admitía réplica—. Si se ha equivocado al evaluar la lealtad de ese hombre hacia Hitler, los tres estaremos muertos antes de decir Jesús y ya no podremos hacer nada por detener el barco. No, Helmut. Por desgracia no podemos confiar en el buen corazón del comandante.
—Yo seguiría con el plan original —sugirió entonces su segundo, volviéndose en la silla—. Buscar la bomba para sabotearla y si no podemos, hundir este trasto antes de que llegue a los Estados Unidos.
—Estoy de acuerdo contigo, Jack. Pero por desgracia eso es más fácil decirlo que hacerlo. Para empezar, ni siquiera sabemos dónde diantres está la bomba y esta nave es inmensa.
—A ese respecto —intervino Helmut, sacándose un trozo de papel del bolsillo interior de la chaqueta y desdoblándolo sobre la cama—, quizá yo disponga de una información que podría interesarles.
—¿Cómo lo ha conseguido? —preguntó Riley, estudiando el sencillo plano del Deimos que Helmut les mostraba.
—Me lo dibujó el mismo comandante para evitar que me pierda por la nave y saber dónde está cada cosa. En realidad, fue gracias a él que os encontré en el comedor.
—Y muy oportunamente —recordó Jack—. De haber tardado un minuto más, me parece que nos habrían linchado allí mismo.
—Cierto —convino Alex—. Aún no le había dado las gracias por ello, pero si no llega a aparecer justo en ese instante y actuar del modo en que lo hizo, todo el negocio se habría ido a hacer puñetas.
En respuesta, el alemán tan solo hizo un gesto restándole importancia.
—Olvídense de ello —dijo—. Lo que quería enseñarles es algo que comentó Von Eichhain, quejándose sobre una bodega de la sección de proa a la que le han prohibido el acceso a él o cualquier otro tripulante de la nave. Estaba realmente indignado —añadió—, y al creer que yo soy un coronel de las SS no pudo resistirse a compartir su contrariedad conmigo.
—¿Lo dice en serio? —inquirió Riley, escéptico—. ¿Una parte del barco en la que su propio comandante no puede entrar? Cuesta creerlo —añadió.
—Pues hágalo —insistió, asintiendo con la cabeza—, porque es cierto. Según me dijo, tiene que ver con un sobre de órdenes que no puede abrir... hasta que no tengan a la vista la costa norteamericana.
Jack y Riley intercambiaron una mirada de preocupación, al entender lo que ello significaba.
—Las órdenes para hacer detonar el dispositivo —murmuró Riley.
Helmut asintió pesadamente.
—Eso es lo que parece.
—Muy bien —intervino Jack con inesperada energía—. Entonces hemos de encontrar esa bomba como sea. —E inclinándose sobre el plano hecho a lápiz, preguntó—: ¿Le dijo qué bodega era?
—No concretó tanto y tampoco me atreví a preguntar. Pero me dijo que estaba en la zona de proa, en la cubierta inferior.
—Bueno —exclamó el gallego, incorporándose de un salto—. Entonces ya sabemos por dónde empezar a buscar. ¿Nos ponemos en marcha?
—¿Ahora? —preguntó Helmut con sorpresa— ¿Así sin más?
—Es mejor que esperemos un poco —arguyó Riley—. Hace un momento casi nos descubren, y preferiría no pasearme ahora mismo por el barco. Démosles unas horas para que se olviden de nosotros y movámonos con el cambio de guardia.
—No obstante, me parece algo precipitado. Todavía no... —musitó el alemán, como un paracaidista que duda en el momento del salto buscando un último agarradero al que asirse.
Alex se agachó frente a él, apoyando la mano en su hombro.
—Doctor Kirchner —dijo tratando de imprimir tranquilidad a su voz—, quizá no tengamos otra oportunidad. De modo que, o aprieta los dientes y se arma de valor, o todo lo que hemos hecho hasta ahora no habrá servido para nada. ¿Lo comprende?
El científico cerró los ojos por un momento y, apoyándose en la cama, se puso en pie.
—Lo comprendo —afirmó, con una mortaja de seriedad.
—Anímese, amigo —dijo Jack, que se había hecho con una botella verde de Jägermeister y procedía a servirlo en tres vasos de licor—. Aún nos queda un buen rato hasta que tengamos que irnos, y nada nos impide saquear el mini bar de nuestro amigo el subcomandante.
Repartió los vasos llenos hasta el borde, y alzó el suyo en un brindis.
—¡Salud! —exclamó el segundo del Pingarrón.
—Cheers! Prost! —corearon Alex y Helmut, imitándolo.
Los tres sonrieron antes de llevarse el vaso a la boca, pero de los muchos pensamientos que en ese momento cruzaban por sus cabezas, ninguno de ellos era ni remotamente optimista.