19
EL motor de la grúa del Pingarrón, manejada con precisión milimétrica por César, hacía un ruido infernal mientras recogía el cable de acero que sostenía la barquilla de inmersión y lo enrollaba en el molinete.
—Maldita sea, César —le recriminó Alex, apartando la mirada de la superficie del agua para girarse hacia su mecánico—. Tienes que engrasar esos cojinetes. Suena como si estuvieras triturando tornillos.
El portugués se limitó a asentir sin hacer demasiado caso y volvió a centrarse en los controles, mientras Julie permanecía sentada sobre el techo del puente atenta a los prismáticos y Jack sostenía el cabo de señales, que iba recuperando y enrollando sobre cubierta según ascendía la cesta que traía a Marovic de vuelta.
Sin embargo, había un rasgo común en todos ellos: unas marcadas ojeras. La causa era que, la noche anterior, se habían quedado despiertos hasta las tres de la madrugada elucubrando la mejor manera de recuperar el artefacto sin que entrara en contacto con el agua de mar en ningún momento.
El gran problema era que, aparte del obvio inconveniente de encontrarse sumergido en una burbuja de aire que podía romperse en cualquier instante, los casi treinta metros de profundidad a los que se hallaba el pecio se traducían en cuatro atmósferas de presión absoluta. Es decir, que la presión allí era cuatro veces mayor que fuera del agua. Nada menos que de cuatro kilogramos por centímetro cuadrado.
Como había mencionado Jack la tarde anterior, no podían simplemente abrir la puerta o romper una de las ventanillas del camarote, así que necesitaban una estrategia más ingeniosa para acceder a él.
Las propuestas habían ido desde la impracticable fantasía de Julie de reflotar por completo el Phobos, a la absurda sugerencia de Marovic de usar la dinamita para hacer pedazos el barco y luego recoger los trozos. Hubo quien sugirió cortar los mamparos hasta seccionar el camarote, separarlo del resto del barco y a continuación elevarlo con ayuda de la grúa, pero enseguida se desestimó por lo excesivamente laborioso del método y las dudas de que la grúa del Pingarrón pudiera elevar semejante peso. Poco a poco, descartando posibilidades, fue quedando claro que tendrían que acceder al camarote mientras este permanecía en el fondo.
A Alex se le ocurrió soldar unas planchas de acero en el pasillo de acceso, vaciar el espacio de agua con las bombas de aire, y luego entrar en el compartimento por la puerta. En principio no parecía una mala idea, pero tras plasmarla sobre el papel surgieron un reguero de inconvenientes de índole práctico y muy difícil solución. No tenían planchas de acero de esa medida, introducirlas por los pasillos sería muy complejo, y aún más hacer que encajaran y luego soldarlas bajo el agua.
Llevaban horas devanándose los sesos frente a los planos del Phobos, llenando hojas con garabatos y bebiendo café como para despertar a un muerto, cuando la solución les vino desde donde menos lo esperaban.
Los cinco tripulantes del Pingarrón estaban alrededor de la mesa del salón, exhaustos y a punto de darse por vencidos, cuando el doctor Kirchner, que había ido a calentarse leche a la cocina, pasó por delante de ellos —llevando la chilaba que le había comprado Julie en Tánger y que usaba como un estrafalario camisón con borlas y capucha—, y se quedó mirando la escena algo intrigado.
—Buenas noches —dijo cortésmente— ¿Siguen sin encontrar solución a su pequeño problema?
—¿Pequeño problema? —refunfuñó Jack con ojos enrojecidos.
—Está resultando algo más complicado de lo que esperaba —se apresuró a explicar Alex, antes de que el gallego mentara a la madre del doctor.
Entonces Helmut, con la humeante taza en la mano, se acercó a la mesa al tiempo que se sacaba las gafitas redondas del bolsillo y se las colocaba sobre la nariz.
—Humm... ya veo. Interesante —musitó, como quien examina una nueva especie de escarabajo—. ¿Me permiten una sugerencia?
—Por favor —dijo el capitán, invitándole a observar los detalles con más detenimiento.
El científico volvió a guardarse las gafas en el bolsillo y le dio un sorbo a su leche caliente.
—Dice usted que el navío está boca abajo, ¿no?
—Completamente —confirmó Alex.
—Ya... En ese caso, ¿por qué no se sitúan en el compartimento inferior y practican un orificio en el techo, para así acceder al camarote superior?
—¿Quiere decir... que entremos desde abajo? —preguntó César.
—En efecto.
—De hacer eso —objetó Jack—, el agua entraría por el agujero que abriéramos, ¿no lo entiende?
Helmut negó con el dedo, como si pensara que no se había explicado bien.
—Pero el aire que se encuentra confinado en el camarote lo impediría, ¿no es así?
—En parte tiene usted razón —apuntó Alex, valorando el ingenio de la sugerencia—. Pero la presión del agua a esa profundidad cuadruplica a la del aire que hay en el camarote, así que en cuanto abriéramos el agujero, el agua de mar inundaría al menos las tres cuartas partes del camarote y rompería el vidrio del ojo de buey, lo que sería un desastre.
—Entiendo... —masculló, dando un nuevo sorbo a su taza y pintándose de leche el labio superior—. Pero en ese caso —agregó, pensativo—, bastaría con aumentar la presión del aire dentro del camarote hasta igualarla con la del exterior, antes de practicar el orificio, y de ese modo no entraría una sola gota de agua. Ustedes tienen el equipo para hacer eso, ¿no?
Jack ya tenía una réplica malhumorada en la punta de la lengua, pero cuando estaba a punto de abrir la boca con el dedo alzado, se quedó callado frunciendo el ceño.
—Me parece que ha dado usted con la solución, doctor —admitió entonces el capitán, que estudiaba el corte transversal del Phobos imaginando cómo llevar a cabo la idea del físico, sin encontrar ningún inconveniente a la idea—. Podemos encajar una manguera en un ojo de buey, sellar los bordes herméticamente, y por ahí introducir aire a presión con el compresor hasta lograr las cuatro atmósferas necesarias. Luego solo tendríamos que entrar por debajo y el mismo aire a presión impedirá que entre el agua en la estancia. Es brillantemente sencillo —exclamó entusiasmado, levantando la vista de la mesa—. Muchas gracias, Helmut. Le estoy muy...
Pero el doctor Kirchner ya había desaparecido camino de su cuarto, con su taza de leche caliente y su chilaba, después de hallar en menos de un minuto la solución que la tripulación en pleno había pasado horas buscando.
El gancho de la cesta emergió rompiendo la superficie del agua, seguida por el bulbo cobrizo de la escafandra que se sostenía sobre los hombros de Marovic. Una vez que la barquilla pasó por encima de la regala, Alex y Jack la llevaron hasta el centro de la cubierta, donde la depositaron con cuidado y ayudaron al yugoslavo a desembarcar. Inmediatamente le quitaron la escafandra de la cabeza, así como los diferentes lastres de plomo repartidos por todo el cuerpo, mientras el buzo jadeaba por el esfuerzo y respiraba profundamente, llenando los pulmones de aire fresco.
—Ya está todo listo —decía mientras resoplaba—. He tendido la cuerda guía hasta el compartimento inferior, dejado allí la sierra y sacado los últimos escombros que estorbaban.
A nadie se le escapó que la palabra «escombros» incluía los cadáveres de los marineros que habían hallado flotando en el camarote inferior, desde el que debían perforar. Pero ninguno hizo el menor comentario al respecto.
—¿Y has comprobado si la manguera sigue bien ajustada en la ventanilla? —quiso saber Alex.
—Lo he hecho al subir —confirmó Marco—, y no he visto escapes de aire por ningún sitio.
—Estupendo —contestó satisfecho, y dejando a Marovic que terminara de desvestirse él solo, empezó a prepararse para su propia inmersión.
Dado que el plazo era muy limitado, no sabían lo que iban a tardar en practicar el orificio para acceder al camarote, o incluso podrían estar equivocados en sus aventuradas suposiciones —como que la máquina no estuviera allí y en consecuencia se vieran obligados a seguir buscando—, habían decidido arriesgarse con inmersiones individuales para ganar tiempo. El riesgo era alto, pues el accidente más tonto, como quedarse enganchado en el pomo de una puerta o que el umbilical se pinzara cortando el flujo de aire, sin la ayuda de un segundo buceador, podía significar la muerte. Sin embargo, haciéndolo así podían doblar el tiempo de trabajo bajo el agua, de modo que ahora Alex y Marovic se iban turnando, sumergiéndose uno mientras el otro descansaba, rozando permanentemente la línea roja en la tabla de descompresión. Las apuestas estaban altas, y aunque eran conscientes del riesgo que corrían, tampoco cabía duda de que el premio valía la pena.
Les había llevado casi todo el día y media docena de inmersiones despejar el compartimento, bajar el material, encajar la manguera en el ojo de buey y dejarlo todo preparado para empezar a cortar el mamparo.
Esforzándose por no pensar en todas las cosas que podían salir mal, y ya con el equipo de buceo puesto, Alex se encaramó a la cesta, que aún chorreaba agua, e hizo la señal de que estaba listo. Fue izado sobre cubierta y luego desplazado lateralmente hasta que bajo sus pies, sujetos a zapatos de plomo de diez kilos cada uno, solo había un mar verdoso y ligeramente crispado chapaleando contra el costado del Pingarrón.
Por enésima vez la grúa volvió a desenrollar ruidosamente el cable de acero, haciendo que la barquilla se hundiese lentamente, mientras Alex miraba hacia arriba justo cuando el agua empezaba a cubrirle la ventanilla de la escafandra, a tiempo de ver cómo Elsa le despedía desde la borda.
Esa iba a ser la última inmersión de un inacabable día que ya tocaba a su fin, pues al sol le faltaba poco más de una hora para ponerse, y aunque disponía de la linterna y no necesitaba demasiada luz para aquel trabajo, tampoco le hacía demasiada gracia quedarse a oscuras en el interior de aquel gigantesco ataúd. Habían instalado una cuerda guía desde la compuerta de entrada hasta el compartimento, pero no quería verse en la tesitura de andar a ciegas por aquellos fantasmagóricos pasillos.
Sumido en esos pensamientos, casi no se dio cuenta de que ya estaba alcanzando el fondo arenoso. Dado que la abertura la debían practicar desde el nivel inferior al camarote estanco, eso les situaba en la que había sido la última planta de la superestructura. Una última planta que ahora se encontraba a ras del lecho marino y que les permitía entrar en el barco caminando.
Una vez la cesta tocó fondo, levantando una nube de arena en suspensión, Alex salió de ella con un pequeño salto y caminó como a cámara lenta hacia la oscura mole del Phobos, distante apenas una decena de metros. Justo frente a él, se abría una compuerta semienterrada que traspasó siguiendo la cuerda que Marovic había tendido poco antes. Aunque, de cualquier modo, la manguera que habían tendido para suministrar el aire comprimido que accionaba la sierra de corte circular y que serpenteaba bajo sus pies por el pasillo era suficiente pista como para adivinar el camino a seguir.
Llegó hasta el compartimento que solo unos días atrás debió ser un pequeño comedor de oficiales, y sin perder un momento, subiéndose a una sólida mesa metálica que habían decidido usar como tarima para alcanzar el techo cómodamente, abrió las válvulas de aire comprimido e, inmediatamente, la sierra comenzó a girar al tiempo que Alex la empujaba contra el mamparo. El esfuerzo que suponía cortar la gruesa plancha de hierro en esas condiciones era tremendo, pues a todos los inconvenientes de trabajar bajo el agua con el engorroso equipo de inmersión había que sumar el hecho de que, debido al diseño de la escafandra, apenas podía ver dónde diantres estaba cortando.
Puesto que ya llevaba varias inmersiones sucesivas en ese mismo día, el propósito de aquella última había sido tan solo asegurarse de que el equipo funcionaba correctamente y que la plancha de hierro que separaba los dos niveles se podía cortar. En consecuencia, tras menos de diez minutos usando la sierra, Alex se dio por satisfecho y calculó que, si tenían suerte, al día siguiente quizá ya habrían terminado.
Feliz con la perspectiva, cerró las válvulas de la sierra, se aseguró de dejarlo todo preparado para el próximo turno y, silbando satisfecho dentro de la escafandra, se encaminó a la salida.
Entonces, cuando estaba a punto de franquear el umbral del camarote y justo frente al débil foco de luz de su linterna, una sombra gris azulada cruzó el pasillo agitando el agua a su paso.
Instintivamente, Alex dio un paso atrás, más sorprendido que asustado. Aunque ambas emociones intercambiaron su importancia en cuanto, al final de aquella sombra, el ex sargento veterano de la guerra civil española distinguió la afilada silueta triangular de una aleta caudal. Se le heló la sangre en las venas al comprender que solo había un animal en la tierra que poseyera esa clase de extremidad.
No hubiera podido decir qué clase de tiburón era el que acababa de atravesar el pasillo a menos de dos palmos de su cara. Pero de una cosa sí podía estar seguro, en virtud de lo poco que había alcanzado a ver. Era grande.
Curiosamente, el primer pensamiento que cruzó por la mente de Alex fue el de indignación. ¿Qué demonios hacía un tiburón paseándose por el interior de un barco? ¿Qué se le había perdido ahí dentro? Y la respuesta le vino casi de inmediato, al recordar los cientos de cuerpos humanos en descomposición que había en el Phobos. En realidad —pensó con una mueca de asco—, para un escualo aquello debía de ser como una tienda de golosinas.
En cuanto recobró la calma, trató de enfocar el asunto con objetividad. De hecho, el tiburón no le había atacado, solo dio la casualidad de que pasaba por allí en aquel momento, y teniendo tantos cadáveres de alemanes con los que entretenerse, no había razón alguna para que mostrase interés por un capitán cuarentón con un voluminoso traje recauchutado y una absurda cabeza de cobre con ventanillas enrejadas.
Dándose ánimos a sí mismo, persuadiéndose de que no había peligro, respiró profundamente y dio dos pasos al frente.
—Vamos allá —se oyó decir a sí mismo—. No voy a asustarme a estas alturas por un puñetero pez.
Con más cautela de la que hubiera admitido, asomó la escafandra por la puerta y miró a izquierda y derecha, resoplando mentalmente al comprobar que el tiburón había desaparecido. La linterna apenas lograba penetrar más allá de unos pocos metros en el interior de aquella nave ya sumida en penumbras, disolviéndose su tranquilizadora luz antes siquiera de alcanzar el final del pasillo. Pero Alex sabía que, después de las varias inmersiones que había realizado ese día, a cada minuto de más que pasara bajo el agua se multiplicaba el periodo de descompresión así como el riesgo cierto de sufrir una embolia. Tenía que salir de ese maldito barco lo antes posible, con o sin tiburón.
Armándose de valor, agarró la cuerda que conducía a la salida y empezó a avanzar con pasos pesados, haciendo sonar la suela de sus botas de plomo contra el acero. Pensó por un momento si aquel ruido no atraería al escualo, pero enseguida concluyó que no recordaba haberle visto nunca orejas a un pez. Aunque se tratara de un pez de tres metros con muy mal carácter, no dejaba de ser un pez.
El corredor que debía seguir para llegar al exterior, según recordaba, seguía recto durante unos diez metros y luego se dividía en tres pasillos, del que debía tomar el de la derecha para luego girar a la izquierda en los dos siguientes. Solo eran veinte o veinticinco metros, pero se alegró mucho de sentir el roce de la cuerda bajo la mano enguantada. De ese modo, siguió caminando con precaución barriendo el suelo con el haz del foco, hasta que en el momento de doblar la esquina tuvo el impulso de alumbrar el pasillo por el que acababa de venir. Miró de reojo por la ventanilla derecha de la escafandra y se detuvo un instante con el corazón en la boca, convencido de que iba a ver aparecer unas descomunales fauces hambrientas abalanzándose sobre él.
Pero no había nada.
Mantuvo la linterna alumbrando en la misma dirección durante unos segundos, como dando la oportunidad al destino para que materializara sus temores. Pero ningún tiburón emergió de las sombras, y con un profundo suspiro, cerró los ojos y se dio cuenta de que hasta ese momento había estado aguantando la respiración. Sonrió aliviado, y al tiempo que giraba la cabeza dentro de la escafandra volvió a enfocar hacia adelante.
Y ahí estaba.