6
—QUE ha hecho... ¿qué? —inquirió Julie, con los ojos como platos.
Alex desvió la mirada al techo del salón antes de enfrentarse a su cabreada tripulación.
—A ver —dijo tras exhalar el aire con fuerza—. Lo explicaré por segunda vez. Tras la reunión con Joan March hemos decidido...
—¿Hemos? —lo interrumpió Jack.
—Está bien... —concedió, mirando de reojo a su segundo—. He decidido aceptar el trabajo. Tenemos dos días para llegar a Tánger y una vez allí nos darán la situación exacta de un barco hundido en las proximidades. A partir de ese momento tendremos que localizar el pecio, bajar hasta él y recuperar de su interior una carga que aún no nos han especificado. Una carga que tendremos que entregar a Joan March en persona, en un punto aún por concretar, en el plazo de dos semanas como máximo a partir de hoy.
—¿Solo doce días para encontrar un pecio y hacer un rescate? —preguntó César, incrédulo—. ¿Se ha vuelto loco?
—A mí dejadme en tierra —adujo Marco negando con la cabeza—. No quiero saber nada de esto.
El capitán cerró los ojos, aguantando el chaparrón. Tras dejar durante un minuto largo que la tripulación se desahogara y diera su opinión con todos los adjetivos descalificativos que se les pasaron por la cabeza, Riley alzó ambas manos para pedir calma y un instante de silencio.
—Comprendo que tengáis dudas... —empezó a decir.
—¿Dudas? —le cortó César—. Al contrario, no hay ninguna duda.
—Por favor, escuchadme.
—Capitaine —le interpeló Julie en tono de súplica—, ese hombre es un asesino. No quiero trabajar de nuevo para él.
—Yo tampoco quiero —puntualizó Alex—. Pero es una buena oportunidad para todos y, si hacemos las cosas bien, podemos salir muy beneficiados.
—No veo beneficio en estar muerto —zanjó Marco, con la adhesión de Julie y César.
Alex se levantó de la silla, y se apoyó en la mesa al tiempo que bajaba la cabeza con resignación.
—Está bien —resopló con cansancio—, me rindo. Confiaba en que podría convenceros, pero ya veo que no es así. En fin... es una lástima. —Y dirigiéndose a Jack le dijo mientras se encaminaba a la puerta—: ¿Te imaginas, amigo mío, lo que habríamos hecho con un millón de dólares?
Como un resorte, el mercenario se puso en pie y tiró la silla al suelo.
—¡Un momento! Repita lo que acaba de decir.
—¿Yo? Nada. Le comentaba a Jack lo que podríamos haber hecho con lo que nos iban a pagar por el trabajo.
—¿Un millón... —balbució incrédulo el mecánico de Madeira— de dólares americanos? ¿Eso es lo que nos van a pagar?
—Ese es el trato —afirmó—. Suficiente para que ninguno de nosotros tuviera que volver a trabajar en la vida. Pero claro... —añadió, poniendo cara de compungido— como bien decís, más vale estar vivo y...
—Déjese de juegos, capitán —lo interrumpió con gesto serio—. Un millón de dólares es muchísimo dinero.
Marco, receloso por naturaleza, entrecerraba los ojos con suspicacia.
—Demasiado dinero, diría yo. ¿Qué es lo que quiere que hagamos? ¿Invadir Alemania?
—Os lo he dicho. No me ha querido dar detalles, pero creo que el trabajo es viable. No hay que matar a nadie y, además, nos va de camino para llevar a nuestros pasajeros a Lisboa. —Sin volver a sentarse, los observó uno a uno—. Tenéis razón cuando decís que Joan March es una sabandija, pero tiene una reputación que mantener y, que yo sepa, nunca ha dejado de pagar lo estipulado cuando se han cumplido sus condiciones.
—Con nuestra parte —dijo César, volviéndose hacia su mujer con un inusitado brillo de codicia en la mirada—, podríamos comprarnos nuestro propio barco, y nunca más tendríamos que trabajar para nadie.
—No sé... —musitó ella, llena de dudas—. ¿Qué puede querer March que valga un millón de dólares?
Riley se encogió de hombros.
—No me lo ha querido decir, pero ¿qué importa? Por un millón de dólares le refloto el Lusitania si hace falta.
—Debe ser oro... —murmuró Marco, perdido en sus pensamientos—. Toneladas y toneladas de oro.
—Puede ser. Pero como si son toneladas y toneladas de garbanzos —advirtió al mercenario—. Se trate de lo que se trate, nuestro trabajo es sacarlo de un barco hundido y entregárselo a March, punto. Además —añadió, dejando un grueso fajo de billetes sobre la mesa—, nos ha adelantado diez mil dólares para los gastos iniciales y que, logremos o no concluir con éxito el rescate, no tendremos que devolverle. Sea como sea —concluyó, ufano—, salimos ganando.
—A mí todo esto me huele muy mal... —opinó Julie—. Y más, viniendo de quien viene.
—Por supuesto que huele mal —contestó esta vez Jack—. Apesta más que mis calcetines sucios. Pero se trata de una oportunidad única y lo que el capitán quiere saber es si también os lo parece a vosotros y estáis de acuerdo en llevar a cabo el trabajo. —Y volviéndose hacia Alex, declaró—: Yo por mi parte, y a pesar de todo, creo que vale la pena correr el riesgo —afirmó poniéndose en pie—. ¿Qué decís vosotros?
César y Julie intercambiaron una breve mirada, y al cabo de un momento asintieron al unísono.
—Lo haremos —dijo el esposo, lleno de dudas—. Solo espero no llegar a lamentarlo.
Entonces todas las miradas se posaron en Marovic, que contaba con los dedos como un niño pequeño, hasta que levantó la vista para preguntar con gesto de concentración:
—¿Alguien puede decirme cuánto es el diez por ciento de un millón?
Al día siguiente, una vez desembarcada la carga de las bodegas —la declarada, y la otra—, llenos los depósitos de combustible y repuesta la despensa, soltaron amarras del Moll Nou del puerto de Barcelona aprovechando la marea de la madrugada., y tras cruzar la bocana del puerto a velocidad de maniobra, navegaron ya rumbo sur suroeste, dejando por la aleta de estribor la achaparrada silueta de la montaña de Montjuic y su siniestro castillo.
Alex había dejado a Julie a cargo del timón —en realidad no resultaba fácil sacarla de allí—, y apoyado en la regala de la amura, bajo el cielo encendido en un rojo amanecer que despuntaba a su espalda, observaba distraído los saltos y cabriolas de los delfines que jugaban frente a la proa del Pingarrón. Entones levantó la mirada para descubrir con alivio cómo la oscura línea de la costa iba desapareciendo lentamente tras el horizonte, y sintió una vez más que su lugar estaba ahí, en el mar, todo lo lejos que fuera posible del mundo de los hombres.
—Capitán Riley —oyó que una voz lo llamaba a su espalda—. ¿Tiene un minuto?
Se dio la vuelta y se encontró frente a Helmut Rubinstein. Con un traje gris de oficinista y el andar inseguro de alguien que nunca antes ha subido a un barco, el empresario judío se veía ciertamente extravagante sobre la cubierta de la nave.
—Claro, dígame —contestó Alex—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Verá... —dijo llegando a su altura y agarrándose a la borda—. Acabo de tener una interesante conversación con el señor Alcántara y me ha informado de que nos dirigimos hacia el estrecho de Gibraltar.
—Exacto —asintió—. Vamos justo en la dirección que ustedes necesitan.
—Ya... —El hombre se aclaró la garganta y, como escogiendo las palabras, añadió—: Pero el primer oficial también me ha dicho que tal circunstancia se ha dado porque han aceptado un trabajo en las inmediaciones que les llevará alrededor de dos semanas. ¿No es así?
—También es cierto —corroboró, empezando a ver por dónde iban a ir los tiros.
—El problema es que tal actividad sin duda retrasará nuestra llegada a Lisboa... y me gustaría confirmar que, cumpliendo con su compromiso, nos dejará a mi mujer y a mí en territorio portugués antes de llevar a cabo dicho asunto.
Alex se rascó la barba de un día, antes de contestar:
—Lamentablemente, eso va a resultar imposible. Tenemos un plazo muy justo para realizar este trabajo y no hay tiempo para acercarse hasta su destino. Lo siento mucho —agregó, ensayando una sonrisa de disculpa—, pero llegarán una o dos semanas más tarde. Espero que ello no les suponga una grave molestia.
—¿Grave molestia? —preguntó el austríaco, súbitamente agitado—. Es mucho más que eso y usted está faltando a su contrato.
—Permítame que le corrija —dijo Alex, tratando de no perder la sonrisa—. Ustedes nos contrataron para llevarles en el más breve plazo posible a Portugal y eso es exactamente lo que estamos haciendo.
—¡Pero me acaba de decir que lo hará con catorce días de retraso!
—Catorce días de retraso que son imposibles de evitar.
—¡Pero usted...! —empezó a alegar, levantando el índice acusador.
—Mire, señor Rubinstein —lo interrumpió sin alzar la voz, pero cambiando el semblante—. Esto no es un crucero de placer, es un barco de carga. No sé por qué han decidido llegar a Lisboa por la ruta marítima, ni me importa, pero con lo que ustedes nos han pagado apenas alcanza para el combustible necesario así que, le guste o no, hemos de aceptar cualquier trabajo por el que nos paguen y nos acerque a su destino. De modo que si llegamos una semana o un mes tarde —dijo acercando su cara a la del otro hombre—, usted se limitará a quedarse tranquilamente en su camarote con su esposa y disfrutar del viaje. ¿He sido lo bastante claro?
—Esto es un atropello —protestó el empresario, indignado.
—Si no está de acuerdo —insinuó, inclinando la cabeza hacia la costa—, dígamelo y los desembarcaremos en el siguiente puerto. Por mí no hay problema.
—Es usted un falsario —barbulló— y carece totalmente de respeto por el compromiso.
Alex se echó hacia atrás, apoyando los codos en la borda.
—Lo de falsario no sé qué significa, pero lo otro ya me lo han dicho unas cuantas veces —y con una media sonrisa, añadió—: Aunque esta es la primera vez que lo oigo en boca de un hombre.
Aún no era medio día cuando Riley entró en el puente para relevar a Julie.
—¿Cómo va todo por aquí? —preguntó rutinariamente.
—Perfectamente, capitán —respondió la francesa en el mismo tono—. Seguimos con rumbo dos uno cero, a una velocidad de quince nudos y, si el tiempo sigue así, en unas cuatro horas tendremos a la vista el cabo de la Nao. Calculo que en otras cinco horas habremos... habremos... —Se quedó en silencio, dejando la palabra deshaciéndose en el aire.
Alex, que estaba apuntando su entrada en el cuaderno de bitácora, se quedó esperando a que su navegante terminara la frase.
—Habremos... ¿qué? —preguntó volviéndose hacia ella.
Pero la francesa no le estaba haciendo el menor caso, y en cambio miraba hacia adelante con una mezcla de asombro y preocupación en su joven rostro.
—Merde... —murmuró con un hilo de voz—. Il n ´est pas possible.
Extrañado, Alex levantó la vista y a través del ventanal pudo ver cómo a menos de media milla y prácticamente en su trayectoria, en el centro de una erupción de agua y burbujas, nacía una fea estructura gris erizada de antenas.
En cuestión de segundos, un leviatán de acero emergió de las profundidades escupiendo chorros de agua por los imbornales. De forma ahusada y setenta y cinco metros de eslora aquel afilado monstruo, con casi el doble de tamaño que el Pingarrón, exhibía un amenazante cañón en la cubierta de proa y una inconfundible insignia en el frente de la torreta: un escudo rojo con un círculo blanco y una cruz gamada negra en su centro.
Se encontraban frente a uno de los temibles U-Boot de la marina alemana. Uno de los cientos de letales submarinos nazis que asolaban los mares de medio mundo, que hundían todos los barcos con que se encontraban en el camino y sembraban el caos y la destrucción.
Tras un instante de incredulidad en el que se quedó tan paralizado como su piloto, Riley reaccionó y pulsó el botón rojo de emergencia que alertaba a toda la tripulación con un sonido de sirena, y dando un brusco tirón a la palanca de potencia, dio atrás toda y luego ordenó a César que mantuviera los motores al ralentí.
—Mon Dieu, capitaine... —musitó, asustada—. ¿Qué querrán de nosotros?
—Ni idea, Julie —contestó, viendo cómo unas figuras empezaban a asomar por el balcón de la torreta—. Pero diría que estamos a punto de averiguarlo.
Las graves expresiones en los rostros de la tripulación, reunida en el salón-comedor, dejaban bien claro que sabían el peligro de la situación en la que se encontraban. Mientras ellos seguían al pairo, aquel submarino alemán los tenía en la mira de su cañón de 88 mm. y, por si fuera poco, uno solo de la docena de torpedos que llevaba en su arsenal sería suficiente para volar el modesto carguero en mil pedazos y matarlos a todos.
—No tiene ningún sentido —decía Jack, tan confuso como el resto—. Los nazis solo atacan barcos de los aliados y nosotros llevamos pabellón español.
—Si nos quisieran atacar —les hizo ver Alex— ya estaríamos muertos.
—Entonces, ¿qué quieren? —preguntó Marovic—. ¿Puede ser que nos hayan confundido con otros?
—Lo dudo mucho. Han emergido justo frente a nuestras narices, para mí está claro que nos estaban esperando.
—Seguro que ha sido cosa de March... —gruñó César—. Sabía que no nos podíamos fiar de esa sabandija.
—No seas paranoico. Esto no tiene nada que ver con Joan March, ni siquiera sabemos lo que tenemos que recuperar de ese barco hundido... No —insistió—, no tendría ningún sentido.
—Pues llevamos las bodegas vacías —señaló Jack, poniendo las palmas de las manos hacia arriba—, así que tampoco tiene que ver con la carga. No tenemos nada que les pueda interesar.
Entonces Alex chasqueó los dedos, en un súbito gesto de comprensión.
—Cierto, amigo mío, no llevamos ninguna carga que les pueda interesar. Pero ¿y si no se trata de qué —y girándose en la silla, se volvió hacia la singular pareja de pasajeros, que hasta ese momento se habían mantenido en silencio en un rincón de la sala— sino de quién?
—¡Os lo dije! —estalló Marovic en cuanto entendió la insinuación—. ¡Os dije que estos putos judíos nos traerían problemas!
—Cállate, Marco.
—¡No pienso morir por ellos! —exclamó, y haciendo el gesto de llevarse la mano al cuchillo de su cinturón, anunció—: ¡Voy a lanzarlos por la borda antes de que lleguen los alemanes!
Pero antes de que pudiera completar el movimiento un inconfundible clic sonó junto a su oído, y al girarse vio el Colt de Alex que le apuntaba a menos de un palmo de la cabeza.
—Te juro que si sacas ese cuchillo —le advirtió Riley, hablando entre dientes— repintaré la sala con tus sesos.
El yugoslavo se detuvo en seco y levantó las manos para dar muestra inequívoca de que había captado la idea.
—Capitán —alegó en tono conciliador—, ¿es que no se da cuenta? Por alguna razón los están buscando. Si los encuentran aquí, creerán que somos cómplices de lo que sea que hayan hecho y nos culparán también a nosotros.
Sin dejar de apuntar al mercenario, Alex se volvió hacia los dos pasajeros.
—En eso tiene razón —dijo, esforzándose por mantener la calma—. Los nazis no mandarían un submarino para detener a una simple pareja de refugiados. Así que la conclusión lógica es que ustedes nos han engañado y no son quienes dicen ser. ¿Me equivoco?
El señor y la señora Rubinstein intercambiaron una inconfundible mirada de culpabilidad.
—No —admitió al cabo una temblorosa Elsa—. No se equivoca...
Furioso, Alex se levantó de la silla, se plantó frente a ellos y los encañonó con el arma.
—¿Existe alguna razón —preguntó con estudiada frialdad— para que no les entregue a los nazis como muestra de buena voluntad o siga el consejo de Marco y les lance por la borda después de pegarles un tiro a cada uno?
Helmut Rubinstein extendió las manos ante sí, como si aquello fuera a detener una bala del 45.
—Yo... —balbució—. Nosotros...
Julie por la puerta del comedor, presa de un evidente nerviosismo.
—Acaban de botar dos lanchas inflables —informó con voz entrecortada—. Estarán aquí en menos de diez minutos.
Alex desamartilló la pistola, y devolviéndola a su funda se dirigió a su segundo.
—Jack —dijo bruscamente—. Coge a estos dos mentirosos y deshazte de ellos, que Marco te ayude. Tienes nueve minutos.
—¡No! —exclamó Helmut, fuera de sí—. ¡No puede hacernos eso! ¡No puede!
Ignorándolo, el capitán del Pingarrón acabó de impartir instrucciones.
—Sácalos por la puerta de atrás, no sea que nos estén vigilando con prismáticos. Tú, César —agregó, volviéndose hacia el portugués—, ve al camarote de los pasajeros y elimina cualquier prueba de que hayan estado aquí. Y Julie —ordenó por último—, llama por radio al submarino, y con la mejor de tus sonrisas infórmales de que somos un barco español y que estaremos encantados de recibir a bordo a nuestros amigos alemanes, ¿entendido?
—¡Es usted un asesino! —gritó Elsa en su desesperación, mientras Jack y Marco la empujaban fuera del comedor—. ¡Un maldito asesino!