21

—¿CÓMO vamos? —preguntó Alex irrumpiendo en el puente, sin la escafandra ni los plomos pero aún con el traje de buzo puesto.

—La borrasca se nos ha echado encima mientras estabas sumergido —le informó Julie mientras se mantenía firme al timón—. César está en la sala de máquinas exprimiendo los motores y Jack recogiendo las anclas. La presión ha bajado tres milibares en media hora y sigue descendiendo —añadió dando un golpecito en la esfera del barómetro—, así que estoy poniendo rumbo tres cero cero para dirigirnos a aguas abiertas y alejarnos todo lo posible de la costa.

Alex miró al frente, donde la proa del Pingarrón cabeceaba levantando nubes de espuma cada vez que daba un pantocazo. Resultaba increíble lo que había empeorado el tiempo en menos de una hora, aunque en el peculiar clima del estrecho de Gibraltar todo era posible, y los centenares de naufragios habidos a lo largo de la costa sur española y la norte marroquí podían dar fe de ello.

—No podemos irnos —dijo entones.

—Pardon? —inquirió la francesa entrecerrando los ojos, segura de no haber entendido bien.

—La borrasca puede durar días. No podemos perder tiempo alejándonos mar adentro y luego haciendo el camino de vuelta.

—¡Pero tenemos que marcharnos! —alegó Julie señalando hacia adelante, por si Alex no se hubiera apercibido de que estaban en mitad de una tormenta.

—Lo sé, lo sé —dijo mientras ojeaba con avidez la carta del Estrecho—. Pero hemos de quedarnos cerca... Quizá deberíamos refugiarnos en Tánger.

—¿Con este temporal? Il est impossible, capitaine! —protestó—. Nos estrellaríamos contra la bocana si intentáramos entrar en el puerto.

—Está bien... ¿y qué tal aquí? —sugirió, señalando la misma bahía de Tánger pero fuera de la protección del dique—. Hay una buena ensenada donde podríamos fondear, a resguardo del levante.

—Pero si el viento rolara a noroeste —objetó, mirando la carta de reojo—, estaríamos en una ratonera.

—En ese caso, no nos quedaría más remedio que poner rumbo a mar abierto mientras rezamos con fuerza —admitió—. Pero mientras pueda evitarlo preferiría no tener que hacerlo.

La piloto frunció el ceño, poco convencida. La primera regla a seguir en caso de temporal es alejarse todo lo posible de la costa y sus peligros, sobre todo si esta se encuentra ribeteada de amenazadores bajíos y arrecifes. Es una regla sin excepciones y que hasta el marinero más novato conoce, de modo que todo el peso de la experiencia y el sentido común gritaban al oído de Julie que pusiera rumbo al Atlántico.

Sin embargo, la respuesta que dio fue justo la que Alex quería escuchar.

—Usted es el capitán —dijo con un punto de fatalismo inusual en ella, girando el timón hasta poner un rumbo paralelo a la costa—. Solo espero que sepa lo que hace.

Alex estuvo a punto de contestar que él también lo esperaba. Pero calló.

A lo largo del día la borrasca redobló su intensidad, y aunque se encontraban a sotavento de los vientos dominantes, guarecidos en el seno de la bahía, el inevitable mar de fondo hacía que el Pingarrón se balanceara adelante y atrás como una mecedora. Esto era algo que no sentaba nada bien a los dos pasajeros, que desde que se desató la tormenta andaban deambulando por cubierta como muertos vivientes, indiferentes al chaparrón y asomándose a la borda cada pocos minutos para vomitar.

Al caer la tarde Jack fue a relevar a Alex en el puente, que aunque ya se había sacado el traje de buzo, aún no había tenido tiempo de cambiarse de ropa.

—Apestas —dijo el gallego, nada más entrar en la cabina de mando.

—Gracias, yo también te quiero —contestó Alex, apalancado en su silla y sin apartar la vista del horizonte.

—Lo digo en serio. Hueles como si llevaras un gato muerto bajo el jersey.

El aludido acercó la prenda a su nariz, frunciéndola con desagrado.

—Es verdad. Quizá debería ir a ducharme.

—¿Quizá?

Alex se volvió hacia Jack, que con su corpachón ocupaba una buena parte de la pequeña cabina.

—Escucha... —dijo, rascándose distraídamente la barba— tenemos que hablar.

—Oh, no —exclamó el primer oficial llevándose la mano al corazón, antes de preguntar con gesto compungido—: ¿Vas a romper conmigo? ¡Acabas de decir que me querías!

—No fastidies —replicó el capitán tratando de no reírse—. Lo digo en serio.

Su segundo esbozó una mueca cómplice mientras se apoyaba de codos en la consola frontal.

—¿Qué pasa?

—Es sobre... Elsa.

—Ya —dijo con sequedad, y volviéndose hacia adelante observó la alta y delgada figura de la alemana que, desmadejada y demacrada, se asomaba por la regala de sotavento, dando de comer su almuerzo a los peces—. Vista así —murmuró—, no parece tan seductora.

—Todos hemos pasado por eso —la excusó Alex—. Recuerdo que en las primeras semanas a bordo tú perdiste casi diez kilos.

—Qué mal lo pasé. Aún tengo pesadillas con aquellas inacabables marejadas del mar del Norte.

—Sí —resopló Alex—. Fueron buenos tiempos.

Durante casi un minuto, ambos hombres se quedaron en silencio con la mirada perdida, recordando otros mares y otros tiempos.

—En fin... —suspiró—. Como te decía, hay algo que quiero decirte sobre la muchacha.

—No hace falta, Alex. Lo sé.

—¿Lo sabes? —preguntó sobresaltado, con cara de haberse tragado una mosca.

—Estuve pensando en lo que me dijiste... —continuó Jack, dándole una afectuosa palmada en el hombro—. He comprendido que es una mala idea encoñarse con una joven que se largará en una semana, y tienes toda la razón. Así que a partir de este momento —asintió con gravedad—, ella es para mí un asunto zanjado.

—¿En... en serio?

—Totalmente.

—¿Entonces, tú ya no...? —y señaló a la espigada joven a través de la ventana.

—Eso se acabó —aseguró con contundencia.

Durante unos momentos Alex no supo qué decir, dudando entre la confesión y el disimulo.

—Pues... me alegro mucho —murmuró al fin, apartando incómodo la mirada—. Es bueno saberlo.

—Gracias por preocuparte —contestó Jack, apoyándole su manaza en el hombro—. Solo espero que me disculpes por mi actitud de ayer.

—Claro, claro —repuso Alex con una sonrisa culpable—. Para eso están los amigos, ¿no?

Cuando el sol se ocultó tras la desarbolada montaña de Djebel Quebir, el temporal ya había comenzado a amainar y las nubes negras se alejaban por fin hacia el Atlántico, llevándose con ellas el grueso chaparrón y las rachas de viento de más de cuarenta nudos.

Ahora la nave apenas cabeceaba bajo la agonizante marejada, y apoyado en la regala de popa, Alex observaba ensimismado los centenares de luces de la ciudad de Tánger, que a menos de dos kilómetros por la banda de babor, y según oscurecía, semejaba una pequeña galaxia atiborrada de desordenadas estrellas.

—¿En qué piensas? —inquirió una voz a su espalda

El capitán del Pingarrón no necesitó volverse para saber de quién se trataba.

—En nada —contestó mientras Elsa se acodaba a su lado—. ¿Ya te encuentras mejor? —preguntó mirándola de reojo.

—Ya he dejado de vomitar y no he vuelto a plantearme el suicidio. Así que supongo que sí. —Sonrió, cansada—. Creo que estoy algo mejor.

—Me alegro. La primera vez siempre es la más desagradable.

—Como en casi todo... —rezongó ella.

Alex solo asintió en silencio, devolviendo la vista al frente.

Entonces la alemana se acercó hasta quedar hombro con hombro, y en un gesto tan natural que no requería explicación entrelazó su brazo izquierdo con el derecho de Alex.

—¿Qué te preocupa? —quiso saber, mirando al perfil del capitán.

—Nada —repuso él en voz baja.

—Ya... —Elsa emitió un leve suspiro—. Quieres decir, nada que me importe, ¿no?

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo piensas.

La respuesta del capitán fue un significativo silencio.

—¿Lo de anoche... no ha significado nada para ti? —preguntó la joven.

Esta vez, Alex sí se giró hacia ella.

Las luces de la lejana Tánger iluminaban la mitad derecha del rostro de Elsa, remarcando la delgada línea del puente de su nariz, el contorno de sus pómulos y la sonrosada tersura de sus labios. El ondulado pelo caoba le caía sobre los hombros como una oscura y sensual cascada. A pesar del rastro que el cansancio había dejado bajo sus ojos esmeralda aquella joven era de una belleza que dolía.

—Dentro de una semana —dijo al fin, tratando de imprimir firmeza a sus palabras—, habrás desembarcado en Lisboa con Helmut y ya no volveremos a vernos jamás. Lo de anoche estuvo bien —añadió—, pero creo que lo mejor es que lo dejemos ahí.

La alemana le mantuvo la mirada sin decir palabra y, en la creciente oscuridad, Alex no supo si estaba recapacitando o a punto de montar en cólera.

—No tiene por qué ser así —dijo al cabo de casi un minuto, con un imperceptible temblor en la voz—. Podría quedarme aquí... contigo.

—¿Conmigo?

—En el barco. Unirme a vosotros. Seguro que no os vendría mal tener a alguien con conocimientos de medicina a bordo.

El capitán alzó la ceja izquierda.

—¿Una veterinaria en un barco contrabandista?

—No seas tonto. Estoy especializada en veterinaria pero también puedo hacer más cosas.

Alex negó con la cabeza en un acto casi reflejo. No era la primera vez que una mujer se ofrecía a acompañarle, y nunca le había parecido una buena idea. En el caso de Elsa era sencillamente impensable.

—No te gustaría —alegó, tratando de convencerla—. La vida a bordo es dura, se gana poco dinero y cada día existe el peligro de que nos peguen un tiro o nos metan en la cárcel. En serio, no creo que este sea un trabajo para ti.

La joven dio un paso al frente y apretó su cuerpo contra el de Alex.

—No es por el trabajo por lo que deseo quedarme.

Los anhelantes ojos de la muchacha estaban casi a la misma altura que los suyos y su tentadora boca se entreabría a solo unos pocos centímetros. Podía sentir bajo la vieja cazadora la insinuante presión de aquellos firmes pechos, y una oleada de deseo nació en la entrepierna y se extendió por todo el cuerpo hasta las yemas de sus dedos.

—Elsa... yo... —masculló—. No puedo. De verdad.

La joven echó la cabeza hacia atrás, volviendo a poner distancia entre ambos. Entonces señaló hacia las luces de Tánger y preguntó:

—¿Es por ella?

Alex tardó unos segundos en comprender a qué se refería.

—Esto no tiene nada que ver con Carmen.

Elsa parpadeó un par de veces, confusa.

—Pues entonces no lo entiendo. ¿Dónde está el problema?

—Preferiría no hablar de ello.

—¿Es por tu amigo Jack? —aventuró—. Parece un buen hombre. Pero la verdad, no es mi tipo.

—Tampoco es eso —replicó, impaciente—, y no me apetece jugar a las adivinanzas.

La alemana se cruzó de brazos, desafiante.

—Como tú has dicho me queda aún una semana a bordo, y hasta que no me respondas no pienso dejar de preguntarte.

Alex suspiró cansado. Se apoyó de nuevo en la borda y bajó la cabeza para contemplar el agua negra salpicada con esporádicos reflejos de las lejanas luces de la costa africana.

—No lo comprenderías.

—Yo creo que sí.

—No, no puedes —repitió, con la mirada perdida—. Eres demasiado joven para entenderlo. —Respiró y exhaló un aire que parecía haberse vuelto denso como melaza—.Sería un error que te quedaras, y aún uno mayor que te quedaras por mí. Lo único que te pido es que aceptes mi decisión y no hagas más preguntas. Créeme, este no es tu sitio.

Elsa lo miraba fijamente, tratando de encontrar un significado a aquella diatriba.

—Si lo que pretendes es decirme que no te gusto —arguyó, molesta—, hay formas más sencillas de hacerlo.

—Está bien, no me gustas. ¿Mejor así?

—Mientes de pena.

—Joder, qué terca eres.

—No tienes ni idea.

—¿Cómo puedo hacerte entender que te equivocas conmigo? —rezongó—. Te has encaprichado de mí, formándote una idea que nada tiene que ver con la realidad. Solo soy un marinero descreído que bebe para olvidar y que convive con demasiados fantasmas. Debes recorrer tu propio camino, Elsa —concluyó—. Averiguar quién eres lejos de alguien como yo.

Dicho esto, Alex levantó la vista hacia el cielo, en un abstraído silencio que ella no se decidió a romper hasta el cabo de casi un minuto.

—¿Es... —preguntó en voz baja— por lo que sucedió en la guerra?

El capitán se volvió hacia ella de repente, sorprendido.

—¿Qué sabes tú de eso? —le espetó.

La actitud de la joven se volvió casi temerosa.

—Le pregunté a Jack por el nombre de este barco. —Elsa parecía estar escogiendo qué palabras usar antes de seguir hablando—. Solo me dijo que hubo una batalla terrible y que murieron muchos soldados. Muchos compañeros vuestros. Me dijo —añadió, acercando la mano al punto bajo en el que se hallaba la cicatriz de bala— que te hirieron gravemente y tuviste mucha suerte de sobrevivir.

—¿Suerte? —bufó—. ¿Eso te dijo?

—¿Acaso no lo fue que sobrevivieras?

Alex tensó la mandíbula, echando la cabeza hacia atrás para volver a mirar las estrellas.

—¿No te explicó lo que pasó allí, y por qué?

—No. Él solo...

—Mejor así —la interrumpió—. No es asunto tuyo.

—Quizá sí que es asunto mío, si es la razón para que no me permitas quedarme.

Alex clavó una mirada gélida en los ojos verdes de Elsa. Luego inspiró y exhaló con un bufido antes de afirmar con rotundidad.

—Ya basta.

—Pero...

—No hay peros —atajó bruscamente—. Y ahora regresa a tu camarote, por favor.

Elsa titubeó, indecisa sobre si seguir insistiendo.

Alex no le dio opción a ello, señalándole la compuerta más cercana.

—Es una orden.

Por un momento la alemana pareció a punto de sufrir una rabieta juvenil, y miró a su alrededor con los puños crispados, buscando algo o alguien con quien desahogar su frustración.

Finalmente, respirando agitada y con las pupilas refulgiendo ira, le espetó:

—Eres un imbécil.

Riley asintió, conforme.

—Eso no te lo voy a discutir.