7
IMPULSADA por los seis soldados que hacían las veces de remeros, la lancha neumática se situó al costado del Pingarrón. Tras asegurarla con un cabo largado desde el carguero, haciendo uso de la escala de cuerda, fueron ascendiendo uno por uno hasta la cubierta, seguidos en última instancia por un oficial alto y delgado que, sorprendentemente, no lucía una insignia de la Kriegsmarine —la marina de guerra alemana— en la gorra, sino una espeluznante calavera de plata así como, en la solapa derecha de su uniforme negro el inconfundible emblema que distinguía a los miembros de la temible Geheime Staatspolizei. Más conocida como Gestapo.
Por si esto no fuera suficiente, como a propósito para infundir mayor desasosiego en aquellos que estuvieran ante su presencia, el oficial en cuestión era un albino de piel cuasi transparente y en sus ojos, de un azul tan diluido que parecían blancos, destacaban dos pequeñas pupilas negras como cabezas de aguja que exhalaban auténtica maldad.
Sin pedir permiso para subir a bordo ni dar explicación alguna, el oficial nazi miró con indiferencia a su alrededor, ignorando conscientemente la presencia de la tripulación y el capitán de la nave, como si no fueran más que meros objetos o elementos inanimados en la cubierta del barco.
Los seis soldados iniciales, a los que en ese momento se unían los otros seis de la segunda lancha, los rodearon y les apuntaron con sus ametralladoras sin ningún preámbulo. Alex, Jack, Julie, César y Marco respondieron levantando las manos, sabiéndose totalmente indefensos.
Por último, el oficial se aproximó al pequeño grupo con gélida altivez y tras mirarlos uno a uno como si se tratara de cucarachas, preguntó con un acento tan marcado que parecía adrede:
—¿Quién de ustedes es el capitán de este barco?
Riley dio un paso al frente, bajando las manos.
—Aquí estoy —declaró—. Soy el capitán Riley y le agradecería que ordenara a sus hombres que dejaran de apuntarnos y luego me dijera quién es usted y qué hace en mi barco.
Como si no hubiera oído la pregunta, miró de nuevo a la dotación e inquirió extrañado:
—¿Esta es toda su tripulación?
—Es un barco pequeño, no necesito más.
—Ya —murmuró mientras se quitaba los guantes de piel que llevaba, para acto seguido fijar sus malignos ojillos blancos en Alex—. ¿Y pasajeros? ¿Lleva pasajeros a bordo?
—Somos un buque de carga —afirmó con todo el aplomo que consiguió reunir—. No llevamos pasaje, ni tampoco...
Antes de que terminara la frase los dos guantes del oficial de la Gestapo le cruzaron la cara y le dejaron la mejilla enrojecida.
—Se lo preguntaré de otra manera —dijo, como si estuviera realizando un inhumano ejercicio de paciencia—. ¿Hay alguien más a bordo, aparte de ustedes cinco?
—Le aseguro que...
De nuevo los guantes golpearon con fuerza la cara de Alex, que contuvo las ganas de frotarse el pómulo.
—Me está haciendo perder el tiempo —bufó—, y mi paciencia no es ilimitada. Usted es el capitán Alex Riley —recitó con fruición—, y gracias a una larga e interesante conversación que tuve con el ahora difunto señor François Dubois, en Marsella, sé con certeza que usted y sus hombres recogieron a dos fugitivos en la costa de esa misma ciudad con la intención de llevarlos a Lisboa. Dígame dónde están y ninguno de ustedes sufrirá daño alguno.
—Ya le he dicho que no hay nadie más, aparte de nosotros —insistió, clavando los ojos en el alemán.
Entonces, por tercera vez, la mano del oficial fue a abofetear el rostro del capitán, pero en el último momento este le sujetó la mano por la muñeca y ambos se quedaron por un segundo manteniendo un pulso en el aire.
Ese osado gesto llevó a que los soldados descorrieran el cerrojo de sus ametralladoras con un funesto clic clac y el capitán nazi diera un paso atrás mientras desenfundaba su pistola Luger.
—Así que quiere jugar, ¿no? —preguntó con una repentina cordialidad que daba más miedo que la animosidad previa—. Vamos a hacer una cosa —dijo, casi feliz, sacando un puñal con la mano izquierda y apuntándole con él al corazón—. Mis hombres registrarán su nave hasta el último rincón y si encuentran a alguien más aparte de ustedes... les cortaré uno a uno todos los dedos de las manos a los miembros de su pintoresca tripulación. A usted le obligaré a verlo antes de hacerle lo mismo —añadió— y finalmente hundiré su patético barco. ¿Le parece justo?
Y tal como lo dijo, hizo un gesto a los soldados que, tras darles unas escuetas órdenes en alemán, se dispersaron por cubierta y entraron a paso ligero en la superestructura de la nave.
A pesar de ello, lejos de amilanarse, Alex hinchó el pecho y levantó la barbilla.
—Este es un barco de bandera española —dijo, esforzándose por que su voz no delatara lo nervioso que en realidad estaba—, estamos en aguas españolas y yo soy ciudadano estadounidense. No tiene ningún derecho a abordarnos y mucho menos a amenazarnos.
—¿Derecho? —rió el oficial—. Estamos en mitad de una guerra, capitán Riley. Podría hundir este montón de chatarra y nadie sabría jamás lo que ha sucedido.
—En eso se equivoca de nuevo —alegó—. Lo primero que he hecho al verlos emerger ha sido radiar nuestra posición a comandancia marítima con orden de copia para la embajada americana e indicar que un submarino alemán nos estaba cortando el paso y nos obligaba a detenernos. Estoy seguro —añadió, desafiante— de que a sus superiores no les entusiasmaría la idea de tener un conflicto con el gobierno español, y mucho menos con el de Estados Unidos.
—¿Me toma por idiota? —replicó el nazi, alzando las cejas—. Ni su gobierno ni el de España moverán un dedo por usted o su barco. ¿Tan importante se cree?
—En absoluto —convino—. Pero ambos países son de momento neutrales en esta guerra y, aunque mi muerte no tenga importancia en sí misma, puede estar seguro de que no les gustará sentar un precedente de impunidad por parte de Alemania y quién sabe... a lo mejor les estaría dando una razón para entrar en la guerra del bando de los aliados. ¿Cómo cree —susurró acercándose aún más al alemán— que reaccionaría en ese caso su querido Führer?
—Si le entrego a los fugitivos —contestó, acercando la hoja del puñal con el emblema de la Gestapo al cuello de Alex— me impondrá una medalla y posiblemente me ascienda.
—Pues se va a quedar con las ganas —dijo desde atrás la voz grave de Jack—, porque aquí no va a encontrar a nadie.
El oficial nazi se acercó en dos zancadas al voluminoso cocinero y le clavó el cañón de la pistola en la frente.
—Está bien, capitán Riley —dijo con afectado cansancio—. Contaré hasta tres, y si no me entrega a las dos personas que estoy buscando le volaré la tapa de los sesos al gordinflón. Y luego seguiré con los demás. Uno...
—¿Gordinflón? —protestó Jack, ofendido.
—Dos...
Apretó aún más el cañón contra su frente.
—Y...
—¡Está bien! —exclamó Alex—. Prométame que nos dejará marchar y le diré dónde encontrar a sus fugitivos.
El nazi retiró la pistola de la frente de Jack, que había dejado un perfecto círculo rojizo en su lugar.
—¿Lo ve? —asintió, satisfecho—. ¿Tan difícil era? —Se encaró de nuevo a Alex y le preguntó—: A ver, dígame en qué parte de la nave están ocultos.
—En ninguna —afirmó Alex, contrito—. Es cierto que embarcaron en Marsella, pero los dejamos en Barcelona al día siguiente. Se lo juro.
—Miente —replicó, alzando de nuevo el puñal.
—¿Cree que estaría arriesgándome tanto por unos desconocidos? —alegó Alex, esforzándose por parecer sincero—. En cuanto supe que eran unos cochinos judíos los saqué de mi barco. Odio a los judíos. Toda esta guerra es por su culpa y si estuvieran aquí se los habría entregado de inmediato.
El nazi pareció sorprendido en primera instancia y luego acercó mucho su cara a la de Alex, entrecerrando los ojos con desconfianza.
—¿En Barcelona, dice?
—Le puedo dar el nombre de la persona que se encargó de ellos. No les costará encontrarlos, aún deben estar en la ciudad y la muchacha no es de las que pasan desapercibidas... usted me entiende.
Durante unos segundos que se le antojaron eternos, el alemán pareció sopesar la veracidad de las palabras de Alex. Se quitó la gorra con un gesto de cansancio, sacó un incólume pañuelo del bolsillo del pantalón y se lo pasó por la frente para enjugarse el sudor mientras meditaba qué decisión tomar.
En ese momento comenzaron a regresar los soldados y a informarle uno por uno de que no habían hallado nada en su registro. Para cuando todos estuvieron de regreso, el nazi había quedado convencido de que, como decía el capitán, no había nadie más a bordo.
—Está bien —admitió al cabo, contrariado—. Parece que dice usted la verdad. Aunque si descubro que ha tratado de engañarme... —siseó, llevándose la mano al mango del puñal que ya había vuelto a su funda— volveré para buscarle, le encontraré, y mi rostro será lo último que vea antes de que le mate lenta y dolorosamente.
Cinco minutos más tarde, las dos lanchas de goma negra se encaminaban hacia el submarino que, indolente, flotaba en la superficie sin dejar de apuntarles aún con el cañón de proa.
Mientras tanto, la tripulación del Pingarrón seguía en cubierta con el corazón en un puño, resoplando de alivio al ver cómo los alemanes se alejaban lentamente y podían vivir un día más para contarlo.
—Menudo hijo de puta... —masculló César, rompiendo el silencio.
—Casi me cago encima —dijo Jack.
—Deberías haberlo hecho —apuntó Alex—. Eso los habría ahuyentado.
—¿Cómo dijo que se llamaba ese malnacido?
—Capitán Jürgen Högel, de la Gestapo —contestó con una mueca de asco—. Y espero no volver a verlo en lo que me queda de vida.
—A mí me daba escalofríos —confesó Julie.
—Ha sido una estupidez —gruñó Marovic—. Deberíamos haberlos entregado de buen principio. No me puedo creer que haya arriesgado nuestras vidas por un par de desconocidos.
Riley se volvió hacia el yugoslavo y lo miró con censura.
—Cuando te embarcaste ya sabías que este era un trabajo arriesgado —replicó, poniéndole un dedo sobre el pecho—, y a veces vale la pena arriesgar la vida. Especialmente, si esa vida es la tuya.
Entonces la francesa señaló hacia abajo, antes de preguntar.
—Capitán, ¿vamos a...?
—Aún no —la interrumpió Alex, sabiendo a lo que se refería—. Esperemos a que se larguen los alemanes... y además, quiero que nuestros pasajeros suden un poco más.
No fue hasta que por fin el submarino alemán volvió a sumergirse y desapareció bajo las aguas como si nunca hubiera estado ahí, que Alex descendió a las entrañas del buque, seguido por Jack y Marco. Lo hicieron por una escotilla situada entre las dos bodegas de mercancía, ahora vacías tras desembarcar en Barcelona la maquinaria pesada que transportaban y bajaron las escalerillas hasta el suelo de la bodega. A continuación se dirigieron a la popa, caminando en silencio entre cuadernas como costillas de hierro de una descomunal ballena, envueltos por el fuerte olor a aceite y queroseno del enrarecido aire que se filtraba desde la sentina. Una vez frente al mamparo que separaba la bodega de la sala de máquinas, abrieron una pesada compuerta de hierro y entraron en la sección donde se encontraban los dos grandes depósitos de combustible del Pingarrón, a ambos lados de un estrecho pasillo.
Sin mediar palabra, Riley se encaramó por una escala hasta la parte superior del depósito de estribor, donde la escotilla presurizada se encontraba abierta y dejaba a la vista los diez mil litros de gasoil de su interior. De la misma abertura, aparte de las emanaciones del combustible, salían dos mangueras de goma negra que iban a parar a un ruidoso compresor.
Cualquiera que hubiera examinado aquello, tal como sin duda habían hecho los soldados alemanes, lo habría tomado por parte del sistema de alimentación de los motores. Pero cuál no habría sido su sorpresa si hubieran visto cómo en ese momento el capitán introducía el brazo hasta el hombro por la escotilla y, tras dar varios tirones, del depósito de carburante emergía una gran escafandra de bronce con tres ventanillas redondas, una anilla en la parte superior, y detrás de los vidrios sucios de gasoil unos asustados ojos verdes abiertos de par en par.