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DESPUÉS de acabar con la botella y trazar un tosco plan de acción, esperaron hasta el cambio de guardia en el camarote de Helmut. Desde ahí, usando el plano, llegaron hasta una compuerta lateral frente a la que se detuvo el científico.

—Aquí es —dijo, echándole un último vistazo al esquema y volviéndolo a guardar en el bolsillo de la chaqueta—. Es el acceso a las bodegas de proa.

Sin necesidad de orden alguna, con la mirada Riley indicó a su primer oficial que oteara el pasillo, y seguidamente abrió la puerta con un sordo chasquido, franqueando el paso a una escalera que descendía hasta un nivel inferior envuelto en oscuridad.

—Quizá deberíamos haber cogido linternas —lamentó Alex, asomándose.

—No te preocupes por eso —apuntó Jack, sacando una caja de cerillas del bolsillo y haciéndola sonar—. Siempre llevo una de estas encima.

El capitán tomó los fósforos de su amigo y guardándoselos en el bolsillo descendió por la escala de hierro hasta llegar abajo. Entonces encendió un par de ellos, y mientras Jack y Helmut seguían sus mismos pasos, halló el interruptor de la luz y lo accionó.

Los tres se encontraron en una gran bodega que les recordó a la del Pingarrón —aunque mucho más grande, limpia y sin el penetrante olor a diesel de la sentina—. Tenía unos seis metros de alto por veinte de ancho y largo, y estaba colmada hasta el techo de cajas de cartón y madera, latas de comida y montañas de patatas. Por lo que podían ver desde donde estaban, supusieron que espacios como ese podrían sucederse uno tras otro tanto hacia proa como hacia popa, todos separados por los mismos mamparos de acero que recorrían la nave de punta a rabo.

—Carallo —musitó Jack, mirando alrededor y haciendo un cálculo mental de lo que supondría tener nueve o diez depósitos de almacenaje como ese—. Ahora sí que me creo que estos cabrones tengan gimnasio y piscina.

—Vamos —dijo en cambio Alex, dirigiéndose a la compuerta que daba a la siguiente sección—. No tenemos tiempo que perder.

Abriendo una compuerta tras otra, todas ellas dando paso a bodegas ocupadas por suministros y pertrechos —aunque ninguna con munición o armamento, que quizá debían de guardarse hacia la popa—, alcanzaron una que, a diferencia de las anteriores, estaba precintada con un sello de estaño estampado con la esvástica. Para despejar cualquier duda, un gran cartel colgaba del mecanismo de apertura con las palabras «PROHIBIDO EL PASO. PELIGRO» escritas en alemán con letras mayúsculas, sobre una calavera con dos tibias cruzadas.

—Mi afinado instinto —murmuró el gallego— me dice que este puede ser el sitio.

Tras arrancar de un tirón el alambre del precinto ya nada los separaba de aquel diabólico artefacto que habían venido a destruir. La razón por la que habían llegado hasta allí y estaban dispuestos a arriesgar sus vidas.

Pero ninguno de ellos se movió.

De algún modo, era como si estuvieran frente a la puerta del mismo infierno. Como si más allá de aquel vulgar mamparo gris les esperara un final terrible.

O aún peor, el fracaso.

—Muy bien —resopló Riley sacudiéndose la inquietud, agarrando con ambas manos el volante de apertura—. Veamos qué hay tras la puerta número uno.

Hizo girar la rueda en dirección contraria a las agujas del reloj, empujó la pesada compuerta de acero y esta rotó suavemente sobre sus engrasadas bisagras hasta quedar abierta de par en par.

Parte de la luz de la bodega en la que estaban se colaba a través del quicio, pero no era ni de lejos suficiente para ver más allá de un par de metros. De modo que Riley encendió una de las cerillas y atravesó el umbral, seguido por Jack y Helmut. Extendió la mano hacia la pared de la derecha hasta encontrar el interruptor, y tras accionarlo, una a una todas las bombillas de la sala se encendieron de inmediato revelando lo que contenía.

Cada uno de ellos se había estado preparando para aquel instante, imaginando cómo sería aquella misteriosa Wunderwaffe. Qué aspecto tendría un arma capaz de arrasar una ciudad entera y dejarla inhabitable durante años.

Pero para lo que no estaban preparados de modo alguno, era para lo que encontraron cuando todos los focos quedaron encendidos y se vieron allí, de pie, parpadeando de puro desconcierto.

No había ninguna bomba atómica.

Ni siquiera una bomba normal y corriente, de las de toda la vida.

Nada que ni remotamente se le pareciera.

Durante un buen rato, ninguno fue capaz de decir palabra. Aunque en realidad, tampoco había nada que decir.

El destino se había burlado de ellos una vez más, riéndose en sus caras sin empacho alguno. Eran Hansel y Gretel descubriendo que los pájaros se han comido las migas de pan. La expedición de Robert Scott alcanzando el Polo Sur tras dos meses de extremo sufrimiento, solo para descubrir una jodida bandera noruega plantada allí pocos días antes. Eran los marineros de Odiseo, naufragando en las playas de Feacio.

En aquella bodega de casi mil ochocientos metros cúbicos solo había una absurda camilla con un biombo, una estantería con vendas, gasas e inyecciones, una nevera para medicamentos y un pequeño escritorio con dos sillas de madera.

Eso era todo.

Una enfermería.

—¿Pero qué cojones...? —alcanzó a protestar el gallego, dando un paso al costado, cual si se tratara de un absurdo espejismo y pudiera borrarlo cambiando la perspectiva.

—Un dispensario —barbulló Riley, ahogando una carcajada amarga—. No hay bomba atómica, no hay Wunderwaffe... no hay nada de eso. —Se volvió hacia Helmut, que no había recuperado aún el habla—. Es solo un maldito dispensario.

—No lo entiendo... —farfulló el alemán, acercándose a la mesa—. Todo indicaba que... —Y hasta ahí llegó su disertación, mientras pasaba la mano sobre el respaldo de una de las sillas para cerciorarse de que era real.

Jack se acercó a la estantería y se plantó frente a ella con los brazos en jarras, como pidiéndole explicaciones en silencio.

Riley se dejó caer contra el mamparo, se quedó en cuclillas con la espalda apoyada en él y las manos sobre las rodillas, demasiado aturdido como para pensar nada coherente.

Por su parte, Helmut rodeó la mesa y se sentó frente al escritorio. Abrió ociosamente el primer cajón y extrajo un legajo de papeles guardados en una carpeta.

—¿Y ahora qué? —preguntó el primer oficial del Pingarrón, volviéndose hacia su capitán—. ¿Qué coño hacemos?

El aludido abrió las manos en señal de ignorancia.

—Ni idea, Jack —contestó echando la cabeza hacia atrás—. Te juro por Dios que no tengo ni la más remota idea.

—Quizá deberíamos regresar arriba —sugirió aquel—. Replantearnos la situación, a la vista de... en fin... —añadió, abarcando la estancia con un gesto— de esto.

Riley levantó la mirada hacia su amigo.

—Sabes que nos descubrirán de inmediato, ¿no? Por lo menos una docena de marineros nos han visto por los pasillos, por no hablar de las sospechas que ya puedan tener de nosotros.

—Podríamos forzar la entrada en la armería —divagó en voz alta—, y tratar de hacernos con el puente.

A Alex casi se le escapa la risa al oír la sugerencia.

—¿Nosotros tres? —preguntó sonriendo, señalando al científico que andaba enfrascado en su nueva lectura—. ¿Estás borracho?

Lejos de molestarse, el gallego también sonrió ante su propia sugerencia y fue a sentarse junto a Riley.

—Entonces... —preguntó al techo—. ¿Hasta aquí hemos llegado?

Alex suspiró, agotado.

—Hasta aquí hemos llegado, amigo mío.

Se miraron el uno al otro y asintiendo en mutuo reconocimiento se estrecharon la mano.

—Caballeros —les llamó entonces Helmut desde la mesa, estropeando la trascendencia del momento—. Caballeros. Creo que deberían venir aquí un momento.

—Déjelo ya, doctor —repuso Jack, haciéndole un gesto para que se aproximara—. Venga a sentarse aquí con nosotros.

El científico levantó la mirada de los papeles y los observó con extrañeza.

—¿Qué... qué hacen?

—Descansar un rato, Helmut —le aclaró Riley—. Y contando con la que nos espera de aquí a nada, creo que debería aprovechar y hacer lo mismo.

El alemán negó con la cabeza.

—No, no —repitió, alzando los documentos—. Tienen que venir a ver esto.

—¿Más papeles? —inquirió Jack, con sorna mal disimulada—. ¿Otra operación secreta nazi para ganar la guerra? ¿De qué se trata ahora? —ironizó—. ¿Quizá una camilla explosiva de un poder inimaginable? Vamos, doctor, déjelo correr.

Pero para su sorpresa y la de su capitán, lejos de dejarlo correr, Helmut compuso un rictus grave como no le habían visto hasta la fecha, como si le hubieran mentado la madre en el día de su funeral.

—¿Pueden dejar de comportarse como idiotas —siseó con voz gélida—, y venir aquí de una maldita vez?

Los dos contrabandistas, sorprendidos ante el tono imperativo del científico, no vieron otra opción que incorporarse y acercarse también a la mesa.

—¿Qué ha encontrado? —quiso saber Alex, colocándose a su lado con súbito interés—. ¿Algo relativo a la bomba?

—No exactamente, pero tiene relación con la Operación Apokalypse. —Y tras un segundo de pausa, añadió—: Me temo que hemos estado equivocados desde el principio. Mejor dicho: he estado equivocado. Creí que se trataba de una bomba de fisión, por culpa de mi trabajo yo... lo di por supuesto desde un principio. —Barajaba los papeles ante sí como un cartero desquiciado—. Pero estaba equivocado, ¿saben? Completamente equivocado.

Riley alzó levemente las manos, como solicitando una tregua.

—Un momento. ¿Está diciendo que aquí no hay una bomba? —Y señalando alrededor, a la camilla, al biombo, la estantería y la nevera, agregó—: ¿Es que no se había dado cuenta todavía?

—No, capitán. Se equivoca. Todos nos equivocamos —insistió Helmut, como si fuera un mantra.

Alex y su segundo cruzaron una fugaz mirada de preocupación. El pobre hombre había perdido la chaveta.

—Claro... nos equivocamos —le dijo entonces, como si tratara con un niño—. Gracias por la aclaración.

—¡Pero es que no hay tal bomba! —replicó, con ojos febriles—. ¡Nunca la ha habido!

—Ya lo sabemos, doctor —dijo esta vez, Jack—. Pero al fin y al cabo eso es bueno, ¿no?

—¡No! —contestó, poniéndose en pie y plantándole los papeles frente a la cara—. La Operación Apokalypse sigue en marcha. Pero no es lo que creíamos.

—Tranquilícese, doctor —dijo Riley, agarrándole por los brazos para intentar que se sentara y dejara de gritar.

—¿Cómo quiere que me tranquilice? —vociferó en cambio con creciente nerviosismo—. ¡Van a morir! ¿Es que no lo entienden?

El ex miliciano dio medio paso atrás, súbitamente inquieto.

—¿Quién va a morir, doctor?

Helmut se derrumbó en la silla.

—Todos. Todos van a morir —murmuró extenuado.

El curtido contrabandista tragó saliva antes de insistir.

—Pero ¿a quién se refiere, Helmut? —preguntó, apoyándole la mano en el hombro—. ¿Quiénes son todos?

El científico levantó la vista por encima de sus gafitas redondas. Su mirada de hombre desesperado no auguraba nada bueno.

—Todos... son todos —masculló tembloroso, como si las mismas palabras fueran malignas en sí mismas—. Los hombres. Las mujeres. Los niños... —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. Todo el mundo —reiteró casi deletreando.

Se llevó las manos a la cara y se apoyó en la mesa como si estuviera a punto de echarse a llorar o sintiera una vergüenza inmensa.

—Esos locos... —concluyó con un hilo de voz— quieren acabar con la raza humana.