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CLIC.
El percutor golpeó con un chasquido metálico, pero su punta de acero no impactó contra el detonante del cartucho. La bala no salió del arma.
El científico se quedó mirando tontamente la pistola en su mano, incapaz de explicarse lo sucedido. Parpadeó un par de veces, perplejo, y alzó la vista justo a tiempo para descubrir cómo el segundo oficial del Pingarrón se abalanzaba sobre él con el rostro desencajado por la ira.
El gallego se lo llevó por delante sin ningún miramiento, aplastándolo contra las planchas de hierro del suelo y haciéndole soltar el arma con un bufido.
—¡Maldito desgraciado! —le increpó Jack, agarrándole de las solapas y sacudiéndolo como a un guiñapo— ¡Ha apretado el puto gatillo! ¡Iba a matarla!
—Yo, no —tartamudeó Helmut, mirando el Colt—. No he hecho nada. Yo...
—¡Porque no le quitó el seguro! ¡Pero iba a matarla! —repitió Jack poniéndose en pie, fuera de sí, mientras zarandeaba al hombre ratón—. ¡Apretó el puto gatillo!
—Pero...
Y justo cuando el marinero se disponía a propinarle un inapelable puñetazo, una terrible explosión sacudió el aire y Jack se lanzó cuerpo a tierra en un acto reflejo, llevándose de nuevo por delante a Helmut.
La cubierta del Pingarrón fue sacudida por la onda de choque y Jack comprendió que, a la postre, el capitán Högel había decidido no esperar más. Estaba cañoneándolos desde el submarino.
Y un único pensamiento acudió a su mente.
«Se acabó».
Levantó la cabeza, esperando encontrarse con la superestructura del Pingarrón hecha pedazos y envuelta en llamas.
Pero resultó no ser así.
Se puso en pie trabajosamente y paseó la mirada por la cubierta de la nave en busca del lugar donde había hecho impacto el proyectil. Pero no veía nada. Ni hierros retorcidos, ni fuego, ni siquiera humo.
«Es imposible que hayan fallado a esa distancia» —pensó—. «A menos que se tratase de un disparo de adverten...».
—¡Mirad! —el grito de Elsa le sacó de sus cavilaciones.
Se había olvidado de Elsa al centrar su ira en Helmut. Pero allí estaba ella. Asomada a la borda y señalando hacia el navío alemán, como si no hubiera estado a punto de morir pocos segundos antes.
—¡El submarino! —gritó de nuevo.
Jack siguió la línea que marcaba el largo brazo de Elsa, hasta posar los ojos sobre el navío alemán.
—¿Pero qué carallo...? —barbulló, aún más confuso si cabe.
Por un momento creyó estar viendo una escena de Una noche en la ópera, recreada por una docena de marineros alemanes admiradores de los hermanos Marx.
Corrían por la cubierta del submarino tropezándose unos con otros, abandonando precipitadamente sus puestos en el cañón y las ametralladoras, apelotonándose en las escotillas mientras un puñado de oficiales les gritaban desde la torreta tratando de poner orden en aquel manicomio.
Aunque, por supuesto, Jack no entendía una palabra de alemán, no hacía falta ser muy listo para deducir que aquellas prisas, la palabra alarm repetida a gritos y la sirena de inmersión que acababa de ponerse en marcha, indicaban que los alemanes tenían serios problemas. Una deducción que pasó al rango de certeza cuando fue evidente que el submarino comenzaba a escorarse por la popa y se hundía con rapidez, dando el tiempo justo a los últimos marineros a cerrar las escotillas tras ellos, en el instante en que la cubierta del sumergible desaparecía bajo el agua.
El último en guarecerse fue precisamente el capitán de la Gestapo, que desde lo alto de la torreta miraba en silencio en dirección al Pingarrón, y más concretamente a Jack, con un gesto a medio camino entre el odio y el desconcierto.
El oficial albino movió los labios, pero entre el estruendo de la sirena y el del aire que salía a borbotones de los depósitos de lastre del submarino, Jack no pudo oír lo que decía. Así y todo, no le quedaron muchas dudas del mensaje cuando, con el agua a punto de alcanzarle y justo antes de refugiarse como todos los demás en el interior de la nave, Jürgen Högel lo señaló con la mano enguantada y con un amplio e inequívoco gesto, se pasó el pulgar por el cuello como si se lo estuviera rebanando.
Solo treinta segundos después de que comenzaran las carreras y los gritos sobre la cubierta del U-Boot, el extremo superior de su periscopio se hundía con una erupción de burbujas, y toda huella de su presencia se esfumaba en un último remolino de agua, como si nunca hubiera estado ahí.
Para entonces, además de Jack, Elsa y Helmut se asomaban por la borda con idéntica expresión de incredulidad, sin entender tampoco lo que acababa de suceder ante sus atónitos ojos. Ninguno de ellos se acordaba ya de la angustiosa escena que habían protagonizado hacía menos de un minuto, y toda su atención se centraba en la superficie del mar, idéntica a otra cualquiera, que momentos antes había sido ocupada por un submarino de casi mil toneladas.
Tanto era así, que ni siquiera se dieron cuenta de cómo César y Julie salían a la carrera de la superestructura llevando la metralleta Thomson y una pistola automática respectivamente, y se asomaban a la borda con asombro, buscando con la mirada el submarino que debía estar ahí.
—¿Dónde se han ido? —preguntó César, confuso, oteando el horizonte.
Fue entonces cuando Jack se dio cuenta de la presencia de la pareja junto a él.
—¿Qué leche hacéis aquí? —les espetó, ceñudo—. Os di la orden de abandonar el barco.
—Con todo respeto, Jack —contestó el portugués, que se había anudado un pañuelo alrededor de la herida—. Ese plan tuyo era completamente estúpido, así que decidimos que era mejor entrar en el camarote de Marovic, coger sus armas y plantar cara al submarino nazi.
—Ya veo... plantar cara al submarino nazi con una metralleta y una pistola —dijo, echándole un vistazo a las dos armas de pequeño calibre—. Muy listo. ¿Y no pensaste en que tu mujer podía resultar muerta o herida?
—En realidad —arguyó, señalándola con la mirada—. La idea fue de ella.
El primer oficial iba entonces a sermonear a la francesa, que se había limpiado la sangre del rostro, cuando esta se adelantó repitiendo la pregunta que todos tenían en mente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mirando al frente— Où est le sous-marin?
Jack señaló con el pulgar hacia abajo, como un emperador dictando veredicto.
—Se han sumergido —aclaró—. Y no me preguntes por qué, porque no tengo ni idea. Nos tenían a tiro, estábamos a su merced y de repente... ¡Carallo, eso es! ¡La detonación!
—¿La detonación?
—¡Claro! —exclamó dándose una palmada en la frente—. Creí que había sido un cañonazo, pero ahora comprendo que no. ¡Ha tenido que ser una explosión en el mismo submarino! —Y barriendo el horizonte con la vista, y luego elevándola hacia el cielo mientras hacía visera con la mano, añadió—: Ha debido atacarles una torpedera inglesa o quizá un avión antisubmarino.
—Pues yo no veo a nadie —apuntó César, que imitándolo miraba en derredor, en busca de una estela en el agua o un punto en el cielo.
Sin embargo, fue Elsa la que apenas repuesta del dramático trance dio la voz de alarma al asomarse a la regala y descubrir, a solo unos metros del casco, un bote inflable con seis soldados alemanes y un oficial que, sin tiempo para regresar a su nave, al parecer se había quedado a medio camino entre el submarino nazi y el Pingarrón.
Los cinco tripulantes del carguero se asomaron por la borda, miraron hacia abajo y se encontraron con los rostros compungidos de los soldados que, sabiéndose sorprendidos y vulnerables en aquella ridícula barca inflable, no dudaron en tirar las armas al agua y levantar las manos en señal de rendición.
—¿Qué hago? —quiso saber César, que ya los apuntaba con la Thomson—. ¿Disparo?
Jack se acodó en la borda decidiendo la suerte de aquellos siete hombres, ahora indefensos, pero que habían sido enviados para matarlos.
—Según me han dicho —agregó César, que parecía deseoso de apretar el gatillo—, los nazis no les tienen demasiada simpatía a los de mi raza. Creo que sería de justicia darles un poco de su propia medicina.
—No todos los alemanes somos nazis, señor Moreira —le recordó Helmut, molesto, saliendo de su mutismo—. Ni siquiera los militares.
—Entonces se lo preguntaremos. —Inclinándose sobre la borda, vociferó mirando hacia abajo—: ¡Eh! ¡Los de la barca! ¿Sois nazis? Hail Hitler?
Los soldados alemanes intercambiaron unas breves palabras entre ellos y les faltó tiempo para contestar a voz en grito:
—Nein! Wir sind keine Nazis! Hitler kaput!
—¿Hace falta que lo traduzca? —preguntó Elsa—. Estos renegarían de su madre con tal de salvar la vida. Yo digo que nos los carguemos.
—¡Elsa! —la reprendió Helmut—. ¡Son alemanes como nosotros!
—Pues a ellos no creo que les hubiera importado ese detalle.
—¡Pero nosotros no somos así!
—Quizá es hora de que cambiemos.
—Ya basta —los interrumpió Jack, alzando la mano—. No vamos a disparar a nadie desarmado. Helmut, dígales que tienen cinco minutos antes de que empecemos a practicar puntería con ellos, así que ya se pueden dar prisa en saltar de la barca y nadar hacia la costa.
—¿De verdad va a dispararles? —preguntó el científico, confuso, antes de traducir—. Ha dicho que no lo haría.
—Y no voy a hacerlo —dijo, y justo cuando estaba dándose la vuelta, pareció que se le ocurría una última cosa—. Ah, y dígales que antes de saltar —añadió con una sonrisa maliciosa—, se quiten toda la ropa y la dejen en la barca. A ver qué explicaciones dan a los nativos bereberes cuando les vean salir del agua completamente desnudos.
Olvidándose de los soldados, Jack miró a su alrededor para hacerse una idea de la situación en la que se encontraban y de la que, como oficial al mando, era ahora responsable. Por desgracia, solo se le ocurrió una frase que pudiera definirla: «absoluto desastre».
El Pingarrón parecía un queso de gruyere, acribillado por no menos de cien impactos de ametralladora de grueso calibre. En el lado de estribor no quedaba ni una sola ventana u ojo de buey intacto, y una miríada de trozos de cristal se esparcían por toda la cubierta. La superestructura donde se encontraban los camarotes y el salón principal tenía tantos agujeros que dudaba que volviera a ser habitable, y la mitad superior de la chimenea, literalmente, había desaparecido, como si alguien le hubiera propinado un gran mordisco. El costado de estribor del casco también había sido cosido a balazos, algunos de los cuales atravesaban la plancha de acero y debían ser reparados de inmediato, pues estaban a pocos centímetros de la línea de flotación y podrían representar un serio problema en caso de levantarse oleaje. Aunque la peor parte sin duda se la había llevado el puente de mando, que ahora era un amasijo de maderos rotos, como si alguien hubiera lanzado una granada en su interior. Sin necesidad de acercarse a comprobarlo, supo que el timón, la radio y todos los instrumentos de navegación, ya eran historia.
Luego desvió la vista a la grúa y el cabestrante, que aparentemente no habían sufrido ningún impacto, y por último se acercó al compresor de aire, que había reventado a causa de un impacto directo y, sin necesidad de preguntarle a César, saltaba a la vista que ya no era más que un montón de chatarra.
La nefasta consecuencia de que hubieran destrozado el compresor estaba en la mente de todos, que unidos por un mismo pensamiento, se habían agrupado alrededor de la malhadada máquina como si fuera un ataúd y aquello un funeral.
Elsa fue la primera que reunió fuerzas para hablar.
—¿Cabe alguna posibilidad... —preguntó sombría, sabiendo de antemano la respuesta— de que ellos...? —Y no consiguió terminar la frase.
—Ninguna —negó César en el mismo tono lúgubre—. A esa profundidad, el aire del depósito de reserva no les habrá durado más de un par de minutos.
La alemana miró a Jack, interrogativa, buscando un resquicio para la esperanza en alguna parte. Incapaz siquiera de levantar la vista, desolado, el gallego negó en silencio con la cabeza corroborando la explicación del mecánico del barco.
—Y ahora —musitó Julie compungida—. ¿Qué vamos a hacer?
El que había pasado a ser capitán del Pingarrón se mantuvo en silencio un largo rato antes de contestar.
—No lo sé, Julie. No lo sé.
—¡Pues podríais empezar por echarme una mano! —gritó entonces una voz desde la proa.
Al instante las cinco cabezas se volvieron hacia allí, y atónitos vieron cómo un hombre alto y de pelo negro, completamente empapado, vestido con un grueso jersey de cuello vuelto y pantalones de lana, trataba de encaramarse con dificultad por encima de la amura de babor, pugnando por subir a bordo con un saco a la espalda.
Era como una extravagante versión marinera de Santa Claus, pero a destiempo y sin traje rojo ni renos a la vista.