59
—¿PODREMOS usarlos? —preguntó Jack, pasando la mano cuidadosamente por encima de uno de los torpedos, como si se tratase del lomo de una temible bestia dormida.
—No veo cómo —contestó Riley, que caminaba a su lado pensativo—. No sabemos cómo se lanzan, y aunque supiéramos tampoco podríamos dispararnos a nosotros mismos.
—Pero tiene que haber una manera de que podamos detonarlos —alegó el gallego, y al llegar al morro del proyectil palpó su nariz bulbosa—. ¿Y si le golpeamos aquí con un martillo? Estos trastos detonan por impacto, ¿no?
Alex se masajeaba las sienes, estrujándose el cerebro en busca de una idea.
—Tampoco funcionaría. Los torpedos tienen un sistema de seguridad que impide que exploten hasta que no se han alejado más de doscientos metros.
—¡Maldita sea! —protestó Jack, dándole una patada al frontal pintado de rojo—. ¡Algo habrá que podamos hacer con una docena de torpedos!
—Cálmate, Jack.
—¿Que me calme? Tenemos que hundir este puto barco antes de que echen la puerta abajo —abarcó la sala con un movimiento de brazos—, y estamos rodeados de toneladas de explosivos que no podemos usar. ¿Cómo quieres que me calme?
Indiferente a la desesperación de su amigo, Riley se acercó a las compuertas de lanzamiento, saturadas de válvulas y aparatos de medición incomprensibles.
—Si está pensando en inundar la sala de torpedos usando los tubos de lanzamiento —susurró Helmut desde el fondo de la sala, intuyendo los pensamientos del capitán—, ya lo puede ir olvidando. Seguro que hay un mecanismo para evitar que eso suceda.
Los dos marinos se volvieron hacia él, con la misma expresión frustrada en el rostro.
—¿Se le ocurre algo que podamos hacer? —le preguntó Alex, aproximándose.
—¿Quieren hacer explotar la nave?
—Ya no podemos hacernos con el virus —apuntó, señalando la compuerta trabada con la llave inglesa—, así que lo único que nos queda es tratar de hundir el Deimos de algún modo.
Bajo la luz blanca de las bombillas saltaba a la vista el mal estado de Helmut. La piel de su rostro había perdido el poco color que tenía, en contraste con la mancha de sangre que seguía extendiéndose por el sucio vendaje que ahora rodeaba su estómago. Al mismo tiempo sus pupilas parecían ir apagándose poco a poco, extinguiéndose como la llama de un candil sin combustible.
Riley lo tomó por los hombros y lo sacudió sin miramientos.
—Necesitamos que nos ayude, Helmut.
—Yo... —dijo, llevándose la mano a la frente y torciéndose las gafas al hacerlo— no sé qué podría...
—Vamos, doctor —insistió—. Usted es más listo que Jack y yo juntos. Le necesitamos. —Con un apremiante susurro, añadió—: Sus amigos, su familia... millones de personas le necesitan, doctor Kirchner. El mundo entero le necesita.
Apretando los dientes, Helmut se apoyó en el hombro de Riley y, alzando la barbilla, se compuso las gafas sobre la nariz y parpadeó varias veces para despejarse.
—Ayúdeme —dijo, pasando el brazo sobre el capitán—. Déjeme ver esos torpedos de cerca.
Con el brazo de Alex sujetándolo por las axilas, Helmut se mantenía en pie mientras examinaba el descomunal proyectil submarino como si pretendiera radiografiarlo con la mirada.
—Es un modelo G7e, impulsado por un motor eléctrico... —masculló sin fuerzas— con una carga explosiva de casi trescientos kilos de trinitrotolueno, hexanitrophenylamina y aluminio...
Jack miró a Helmut como si acabara de recitar el padre nuestro en arameo.
—¿Cómo sabe usted todo eso?
—En las instalaciones de Peenemünde, donde yo trabajaba... —aclaró lacónicamente— hay muchos otros departamentos de investigación militar.
—¿Puede hacerlo detonar? —quiso saber Riley, yendo al grano con brusquedad.
El alemán negó con la cabeza.
—Como usted dijo... tiene un mecanismo de seguridad que lo evita.
—¿Y no podría puentearlo? —inquirió Jack.
Helmut tosió, lanzando pequeñas gotitas rojas sobre la pulida superficie metálica del torpedo. Luego, limpiándose los labios del sabor a hierro de su propia sangre, negó de nuevo.
—Sin un detallado esquema del sistema mecánico y eléctrico... eso es imposible. Tendría que ser un experto —resolló débilmente—. Y yo no lo soy.
—Entonces, ¿no hay nada que podamos hacer?
Bajando la cabeza, Helmut le dedicó una enigmática mirada al gallego por encima de sus gafas.
—Yo no he dicho eso.
—Déjese de adivinanzas, doctor —le urgió Riley—. No tenemos mucho tiempo.
—Lo sé —contestó, y examinando las junturas y tornillos de la carcasa del torpedo, añadió señalando con mano temblorosa—: Traigan aquí esa caja de herramientas.
Un minuto más tarde, mientras Helmut se sujetaba a una cadena del sistema de carga de los lanzadores con una mano y con la otra presionaba su herida, Alex y Jack se afanaban, con una llave cada uno, en sacar las tuercas que el alemán les iba indicando.
—Ahora... —musitó cuando quitaron todos los tornillos que sujetaban el morro del torpedo— separad la carcasa.
Sin formular preguntas siguieron las indicaciones del científico, y empleando todas sus fuerzas consiguieron separar el pesado armazón de proa del torpedo, de casi un metro de longitud. De ese modo quedó a la vista el complejo interior del ingenio, que a Riley le pareció una extraña combinación entre un alargado motor de coche y las tripas de una radio, todo ello ceñido a las limitadas medidas del proyectil, en una tupida maraña de cables, transistores y estrechas conducciones que serpenteaban sin aparente sentido por el complejo entramado.
—Esto es un sindiós —rezongó Jack, al verse frente a aquel caos tecnológico.
—¿Qué hacemos ahora, Helmut? —preguntó en cambio Riley, volviéndose hacia él.
—Eso de ahí debe de ser la espoleta de impacto... —dijo, acercándose y señalando una pieza frontal con forma de tapón de champán—. Lo de al lado parece el giróscopo, y esa pieza de vidrio llena de líquido... quizá sea una especie de inclinómetro, o puede que el sensor de profundidad junto a lo que parece...
Pero antes de que acabara la enumeración de los componentes, al otro lado de la compuerta se escucharon una serie de golpes sordos, seguidos por un sucio siseo que no auguraba nada bueno. Los tres volvieron la cabeza en la misma dirección y pocos segundos más tarde brotó un pequeño punto anaranjado en la mitad inferior de la gruesa puerta de acero. Un pequeño punto que en un instante aumentó de tamaño y pasó a ser de color blanco incrementando su brillo, y del que pronto comenzaron a saltar pequeñas chispas de metal incandescente, como una bengala en el cuatro de julio.
—Ya están aquí —advirtió Jack innecesariamente.
—Mierda —maldijo Riley, volviéndose ávidamente hacia Helmut—. Dese prisa, doctor, por lo que más quiera. Olvídese de las descripciones. Dígame qué hacer para que explote esta maldita cosa.
—Creo... —apuntó dubitativo, tocando con la punta del dedo un cilindro de aluminio de casi la anchura del torpedo, justo detrás del laberinto de instrumentos y sensores— creo que esta es la cabeza de combate.
—¿Donde está el explosivo?
—Eso espero... —asintió.
—Y ¿cómo lo hacemos detonar? —intervino Jack, impaciente—. ¿Golpeándolo? ¿Quemándolo?
El científico negó vigorosamente con la cabeza, y justo cuando iba a aclarar su respuesta, se le pusieron los ojos en blanco y sufrió un completo desvanecimiento. Alex y Jack lo sujetaron a tiempo para que no se estrellara contra el duro suelo. Con sumo cuidado lo dejaron tumbado boca arriba y le colocaron la caja de herramientas bajo los pies para que la sangre fluyera a la cabeza.
—¡Vamos, Helmut! —le gritó Alex, abofeteándolo sin miramientos para sacarlo de la inconsciencia—. ¡Despierte!
Como resultado, el hombre abrió los ojos y parpadeó confuso, mirando a Jack y Alex como si los viera por primera vez en su vida.
Abrió la boca con una interrogación en los labios, pero Riley lo interrumpió antes de que formulara la pregunta.
—Se ha desmayado —le aclaró—. Está perdiendo mucha sangre.
Hizo el amago de ir a levantarse, pero el capitán lo detuvo.
—Quédese tumbado —le ordenó—. El tiempo se nos acaba. —Volvió la cabeza y pudo comprobar qué tan ciertas eran sus palabras. El soplete ya había cortado más de un palmo de la plancha de acero—. Solo díganos cómo detonar la cabeza explosiva.
Helmut entrecerró los ojos, aparentemente molesto por la lámpara del techo, y levantando un dedo tembloroso hacia ella masculló con una voz apenas audible:
—Electricidad...
Los dos marinos intercambiaron una mirada interrogativa, pero entonces alzaron la vista comprendiendo lo que Helmut quería indicarles, y se lanzaron a la búsqueda desesperada de cualquier trozo de cable que pudiera haber en la sala de torpedos.
Por desgracia, en aquella impoluta nave de la Kriegsmarine parecía no haber espacio para la basura y los restos de material habituales. Así que trataron de arrancar los cables que llevaban la electricidad a las bombillas que les alumbraban, pero estos se encontraban dentro de unas tuberías sólidamente atornilladas al techo y no tenían ni el modo ni el tiempo para hacerse con ellos.
—¡Un jodido cable, por Dios! —exclamó Jack, inspeccionando a su alrededor exasperado—. ¡Solo necesito un jodido trozo de cable!
Entonces, la voz de Helmut volvió a oírse por encima del chisporroteo del soplete que avanzaba inexorable.
—En el torpedo —dijo esta vez en voz alta, señalando desde el suelo la sección que habían dejado al descubierto—. Coged de ahí los cables... —Y volvió a perder el conocimiento.
—¡Maldita sea, es cierto! —maldijo Riley, precipitándose sobre el torpedo—. ¡Ayúdame, Jack!
Ayudado por su segundo, en un momento arrancaron a tirones varios trozos de cable de cobre que, unidos, sumaban más de cinco metros. Aquello tendría que ser suficiente.
Una vez hecho esto y sin mediar palabra, el antiguo chef se afanó en empalmar los trozos pero sin quitar ojo a la puerta, en la que los tripulantes del Deimos ya comenzaban a cortar un segundo tramo, dibujando una L sobre el acero gris.
A su vez Riley se encaramó hasta la lámpara más cercana, desenroscó la bombilla sin preocuparse por quemarse los dedos y de un tirón sacó el portalámparas. Luego extrajo los dos cables con cuidado de no cruzarlos y se volvió hacia su amigo.
—¡Jack! ¿Cómo vas con lo tuyo?
—¡Estoy terminando! —contestó mientras hacía la última conexión y, al completarla, le lanzó el cable a Riley para que este lo uniera con los cables que acababa de sacar de la lámpara.
Forzándose a actuar con calma para evitar morir electrocutado prematuramente, y enjugándose con la manga el sudor que le resbalaba por la frente y le caía en los ojos, Riley unió los dos hilos de cobre trenzado al cable que habían sacado del torpedo.
—Ya está —afirmó al concluir, dando un salto hasta el suelo.
Mientras tanto, Jack había abierto un par de agujeros con un destornillador en el blando cilindro de aluminio que contenía el explosivo, y ya sostenía las dos puntas peladas del cable en la mano derecha, preparado para provocar el cortocircuito que haría estallar los casi trescientos kilogramos de TNT del torpedo, y con él, el resto de la nave.
—¿Listo? —preguntó con voz decidida, para insuflarse ánimo a sí mismo.
Riley asintió con un grave gesto de reconocimiento.
—Listo, compañero —contestó, y se estrecharon las manos a modo de despedida.
Jack asintió también, con una mueca resignada.
—Nos vemos al otro lado.
Y tomando un polo del cable cada uno se dispusieron a introducirlo por las dos pequeñas aberturas.